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De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, el estrés constituye “el conjunto de reacciones fisiológicas que preparan al organismo para la acción”. Definido así, puede afirmarse que este concepto describe la respuesta normal del sujeto en el campo de batalla. La ansiedad de combate, en cambio, se corresponde con un nivel de estrés que excede ampliamente los límites habituales de ese estado de aprestamiento.
El trastorno puede producirse después de un instante o de un largo proceso de exposición a una experiencia traumática. Su origen se vincula con el conflicto básico que se desarrolla en el soldado entre la preservación de la vida y el horror a la muerte. En tanto que el deseo de vivir lo mueve a alejarse del peligro, los valores morales, religiosos y culturales, así como sus deberes para con los camaradas y la patria lo convocan a la batalla. Un combatiente puede estar fuertemente motivado para luchar y ganar, sin que por esa razón desee matar.
El contacto visual, la cercanía física, la similitud étnica, la pertenencia a un mismo grupo social o credo religioso, u otros elementos similares alientan la identificación del soldado con su contendiente y dificultan apuntar a matar. Cuanto más patente se hacen aquellos rasgos, en que el atacante reconoce en el otro su propia humanidad, más difícil se torna acabar con su vida. Por el contrario, todo lo que subraya las diferencias deshumaniza la imagen del contrincante, estimula sentimientos negativos hacia él y favorece la acción para su eliminación física. Así se explica, en buena medida, por qué quienes se desempeñan en tareas que lo alejan de una situación “cara a cara” con el enemigo (por ejemplo, los artilleros o personal de administracion) están menos expuestos a la ansiedad de combate.
La fatiga física y la irregularidad de los periodos de descanso y actividad contribuyen para que el estado de estrés del combatiente pueda resolverse en fatiga de batalla. Las últimas grandes guerras, muestran que alrededor del 25% de los casos se presenta durante los primeros treinta días de combate. Transcurrido ese tiempo, algunos sujetos desarrollan el “síndrome de los viejos sargentos”, cuyos síntomas característicos son, entre otros, la apatía, la falta de apego a la vida y al equipo, la ausencia de iniciativa, los vómitos, la diarrea, la depresión y el rechazo al contacto social.
Existe una relación bastante estrecha entre la índole de la tarea desempeñada por el individuo y la posibilidad de aparición del trastorno. El número de víctimas de la fatiga de combate se incrementa con la peligrosidad de la misión. Por ejemplo, las fuerzas blindadas durante la II Guerra Mundial registraron los más altos índices de casos. Estos grupos suelen estar asignados para llevar adelante trabajos muy arriesgados y prolongados. Aislados en un entorno de ruidos y confinamiento que favorece cierta pérdida de la noción del tiempo, conviven constantemente con una gran probabilidad de morir por incineración.
No cabe duda que el fenómeno en cuestión ha supuesto a lo largo de la Historia un importante número de bajas en los ejércitos, son las conocidas como “bajas sin sangre”. Víctimas de su entorno y no siempre comprendidas por sus superiores, compañeros y la sociedad en general. De todos es conocido el episodio del General Patton abofeteando a un soldado en Italia, enfermo por fatiga de combate. Pues bien, ese muchacho acabó siendo uno de los soldados norteamericanos más condecorados de todo el conflicto. En este caso, una “terapia de choque” y además realizada por el mismísimo General Patton, tuvo su efecto.
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