"Ángel de la Muerte" y el "Gran Seleccionador

Los Campos de la Muerte del Tercer Reich

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von Neurath
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"Ángel de la Muerte" y el "Gran Seleccionador

Mensaje por von Neurath » Jue Abr 10, 2008 8:18 am

El "Ángel de la Muerte" Contra el "Gran Seleccionador"
CAPÍTULO XIII

Aquel día debí morir. Ni siquiera cuando fui "selecciona¬da" estuve tan cerca de la muerte. Cuando pienso en ello, me considero muerta, y me imagino que estoy regresando del otro mundo.
Si Irma Gríese hubiese sido menos curiosa, yo había pe¬recido. Pero, por lo visto, estaba demasiado interesada en averi¬guar por qué el doctor Fritz Klein, médico de las S.S. encargado del campo de mujeres de Auschwitz y después de Bergen-Belsen, había creado un puesto expresamente para mí, aunque estaba convertida en una piltrafa humana, rapada la cabeza, sucia, ha¬rapienta, y con dos zapatos de hombre, que no pertenecían al mismo par, en los pies. Gracias a que quería enterarse, me sal¬vé de morir.
Por aquel entonces, las "selecciones" eran llevadas a cabo por las más altas jerarquías femeninas del campo, Hasse e Irma Griese. Los lunes, miércoles y sábados, duraban las revistas desde el amanecer hasta que expiraba la tarde, hora en que tenían ya completa su cuota de víctimas.
Cuando aquellas dos mujeres se presentaban a la entrada del campo, las internadas, quienes ya sabían lo que les esperaba, se echaban a temblar.
La hermosa Irma Griese se adelantaba hacia las prisione¬ras con su andar ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres, mudas e inmó¬viles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegan¬temente ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.
El terror mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con mano se¬gura escogía a sus víctimas, no sólo de entre las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la atención de Irma Griese.
Durante las "selecciones", el "ángel rubio de Belsen", como más adelante había que llamarla la prensa, manejaba con li¬beralidad su látigo. Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo mejor que pu¬diésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que derra¬mábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes parecían perlas!
Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315 mujeres "seleccionadas". Ya las pobres desventura¬das habían sido molidas a puntapiés y latigazos en el gran ves¬tíbulo. Luego Irma Griese mandó a los guardianes de las S.S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo.
Antes de ser enviadas a la cámara de gas, debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que vi¬vir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?
Mis compañeras sabían que yo solía acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Me suplicaron que me lo llevase hacia los lavabos para rescatar de allí a algunas pobres desgra¬ciadas. Otras me rogaron que intercediese por la vida de alguna amiga, de su madre, o de su hermana.

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Última edición por von Neurath el Jue Abr 10, 2008 8:24 am, editado 1 vez en total.

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von Neurath
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Mensaje por von Neurath » Jue Abr 10, 2008 8:19 am

El día que el doctor Klein iba a llegar, sentí que se me subía el corazón a la garganta, porque allí notaba su palpitar. Me había decidido a arrancar de las garras de la muerte a unas cuantas de aquellas criaturas por lo menos, costara lo que costase.
—Herr Oberarzt —le dije, temblando de pies a cabeza, cuan¬do comenzamos nuestra ronda—, indudablemente, ha debido haber alguna equivocación en las últimas selecciones. Han en¬cerrado en los lavabos a algunas prisioneras que no están en¬fermas. Acaso no valga la pena mandarlas al "hospital".
Hice como que no sabía nada de la existencia de la cáma¬ra de gas.
—Pero usted no tiene medicinas —me contestó el doctor Klein—. Además su directora hizo la selección personalmente. Poco es lo que puedo yo hacer ahora.
Esto ocurrió antes de que en nuestro campo hubiese hos¬pital ni enfermería ninguna, y no me atreví a proponerle que cuidásemos nosotras mismas a las enfermeras. ¡Teníamos doc¬toras internadas en cada barraca, pero carecíamos de medicinas!
Decidí lisonjear un poco al doctor Klein.
—Estas pobres mujeres ya no tienen a nadie ni nada en el mundo —insistí—. No tienen hogar ni familia. Pero a algunas todavía les vive la madre, o una hermana, p un hijo en el cam¬po. Yo le suplico, doctor, que no se las separe. ¡Piense usted en su hermana o en su madre, si la tiene!
El doctor Klein no me contestó. Le había hablado mien¬tras nos dirigíamos a los lavabos. Ya habíamos llegado. Con una sola y breve palabra de mando, los centinelas de las S.S. forzaron la puerta claveteada. Entramos.
Allí estaban las 315 mujeres, que habían permanecido en¬cerradas en aquel lugar tres días y tres noches. Muchas habían muerto ya. Otras, que ya no podían tenerse en pie, estaban sentadas en cuclillas sobre los cadáveres. Había más todavía, verdaderos esqueletos vivos, que se encontraban demasiado dé¬biles para levantarse. Encerradas, como habían estado, durante tres días, ahora parpadeaban al ver la luz y se llevaban las manos a la cara.
Gritaban:
—¡No hemos tenido nada que comer en tres días! ¡Nosotras no estamos enfermas! ¡No queremos ir al hospital!
El doctor Klein, quien generalmente estaba sereno y era el único alemán de Auschwitz que no vociferaba jamás, perdió los estribos. Su cara se le enrojeció y de repente se puso a gritar:
—¿Qué pasa en esta barraca? ¿Es que no quieren trabajar ya? ¿Quieren mandar a todo el mundo al hospital? ¡Yo les voy a enseñar lo que es bueno, ya verán! ¡Salgan de aquí! ¡Son us¬tedes un hato de haraganas!
Me estremecí al presenciar aquella explosión de cólera. Luego, al verle cómo se llevaba hacia la salida a algunas de las más fuertes, comprendí.
—Mire, doctor, aquí hay otra supuesta inválida —le dije, señalando con el dedo a una joven, que era matemática insigne.
— ¡Salga de aquí! No quiero volverla a ver —voceó el doctor Klein.
Más tarde, los siniestros camiones de la muerte se presentaron para llevarse otras 284 víctimas a la cámara de gas. Aquel día, salvamos a treinta y una de una muerte segura. Todo, gracias a que el doctor Klein tuvo un raro gesto de humanidad . . . para ser un miembro de las S.S.

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von Neurath
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Mensaje por von Neurath » Jue Abr 10, 2008 8:23 am

El siguiente domingo, fuimos castigadas nosotras. No re¬cuerdo por qué, pero no era la primera vez que pasábamos un domingo entero delante de las barracas de rodillas y en el barro, porque había llovido por la mañana.
Llevábamos hincadas una eternidad. El tiempo parecía haberse detenido. La lluvia volvió a caer de nuevo. Teníamos que seguir de rodillas, inmóviles, y con los brazos levantados hacia el cielo. Una esquirla de vidrio me había cortado la ro¬dilla derecha, pero no me atrevía a rebullirme, de miedo a que me aplicasen otro castigo.
De pronto, alguien me llamó. Era el doctor Klein. Me le¬vanté y corrí hacia la puerta del campo, donde estaba espe¬rándome.
—Nunca había venido al campo en domingo —declaró—, pero como ayer le prometí traerle medicinas para sus inválidas, no he querido dejarlo de cumplir. Aquí las tiene, le he traído numerosas muestras.
Según extendía la mano para hacerme cargo de la gran caja de cartón, sentí una mano en el hombro. Me volví. Era Irma Griese. . . ¡armada de su látigo!
—¿Qué está usted haciendo aquí, puerca? —me gritó—. ¿No sabe que no puede abandonar la formación?
—Es que la llamé yo —le contestó el doctor Klein por mí.
—No tiene derecho a hacer tal cosa, Herr Oberarzt. Hoy es domingo, y aquí no pinta usted nada.
—¿Y se atreve a prohibirme venir?
—¿Por qué no? —le contestó Griese con una sonrisa bur¬lona—. Tengo perfecto derecho a hacerlo. No se olvide, doctor, que soy yo la que da órdenes aquí.
—Podrá ser, pero a mí no —replicó él—. Soy el médico jefe y tengo derecho de venir cuando me parezca oportuno.
La bella Irma Griese se mordió los labios, pero no se dio por vencida. Desfogó su cólera sobre mí.
—¡A su sitio, inmediatamente, bicho inmundo! —chilló.
—No, todavía no —se opuso Klein con toda tranquilidad.
—No se meta en esto, Herr Oberarzt. Ya hace mucho tiempo que la conducta de usted ha sido de lo más raro. Puso en liber¬tad a algunas enfermas que estaban encerradas en los lavabos. Se presenta en el campo los domingos, aparentemente para traer medicinas, pero en realidad para inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia. Ha contravenido usted mis órdenes, y tendrá que responder por ello.
—Yo asumo la responsabilidad de todo. Soy mayor médico de las S.S.
—Pues le advierto, Oberarzt, que está usted realizando un juego peligroso.
—Eso es cosa mía. No se preocupe por mí. Venga —añadió, dirigiéndose a mí—, sígame.
Me hizo una seña, como si Irma Griese no existiese para nada.
Echamos a andar por la Lagerstrasse, entre las dos filas de barracas. El rubio "ángel de la muerte" se quedó plantada, co¬mo si hubiese echado raíces en la tierra, pero temblando de rabia.
Todo el mundo sabía en el campo lo rencorosa y vengativa que era Irma Griese. Mi situación era de lo más delicada. Tra¬té de esconderme, pero fue inútil. ¿Dónde podía esconderse una persona en Auschwitz?
Dos horas después de que me dejó el doctor Klein, me encontraba de pie sobre la gran piel de lobo que servía de alfombra a la oficina de Irma Griese. Preveía lo que me tenía reservado. Alguien tenía que pagar por la humillación de que había sido víctima. Y ese alguien era yo. Menos mal si me mataban de repente, sin someterme a torturas horrendas. Ya sabía lo que eran capaces de hacer aquellas verdugos sin piedad.
—¿Quién es usted? ¿Dónde conoció al doctor Klein? ¿En que idioma hablan ustedes dos? —me preguntó Irma Griese sin tomar aliento y echando chispas por los ojos.
—El Oberarzt procede de la misma región que yo, de Transilvania, y le hablo en mi lengua nativa —le contesté—. Lo cono¬cí aquí, en el campo. Soy estudiante de medicina.
—¡Vaya, vaya! ¿Se puede saber cómo se llama usted? —in¬quirió Irma Griese.
Aquella sí que era una pregunta desconcertante en Auschwitz-Birkenau, donde no éramos más que números, ni mujeres siquiera.
Entre tanto, aquel diablo rubio se había levantado de su asiento.
—De ahora en adelante le prohíbo acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Si se dirige él a usted, no le con¬testará. Si la manda llamar, no irá. ¿Comprendido? Y ahora, contésteme: ¿Por qué me desobedeció? ¿Cómo no volvió a la revista cuando se lo ordené?
—Pertenezco al personal de la Enfermería. Creí que tenía que obedecer al doctor Klein.
—¿Conque eso era lo que creía usted? ¡Pues a mí es a quien tiene que obedecer, a mí sola!
Con lentitud calculada, sacó un revólver de su mesa y avan¬zó hacia mí. Formábamos un rudo contraste: yo, con la cabeza rapada, andrajosa, sucia, empapada de lluvia, y ella con el pelo magníficamente peinado y cuidado, con su belleza deslumbra¬dora y su maquillaje perfecto. El impecable vestido hecho a la medida realzaba su esbelta figura.
—¡Puerca! —silbó entre dientes.
Me aparté, encogida, del cañón frío de su revólver cuando me lo pasó por la sien izquierda. Sentí su cálido aliento.
—Conque tienes miedo, ¿no?
De pronto, descargó la culata de su arma sobre mi cabeza, una y otra y otra vez. Me golpeó la cara con el puño, una y otra vez.
Probé el sabor de mi sangre. Me tropecé y fui a caer sobre la piel de lobo.
Cuando abrí los ojos, estaba tirada en el barro, bajo la lluvia, que seguía cayendo. La campana del campamento ta¬ñía, llamando a otra "selección". Herida, cubierta de sangre, me levanté y corrí hacia mi barraca para no faltar a la formación.
Al volverme, vi a Irma Griese que venía del Führerstube, látigo en mano, para designar el nuevo grupo que iría a cebar la cámara de gas. Por qué no me "seleccionó", o me pegó un tiro, o me mató de alguna otra perversa manera, es algo que no sabré nunca.



Fuente:
Pag. 91-94,Los Hornos de Hitler, Olga Lengyel. EDITORIAL DIANA.
Título Original: HITLER’S OVENS
Traductor: Andrés Ma. Mateo
1a. Edición, Noviembre de 1961
31a. Impresión, Junio de 1991

Tobazix
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Mensaje por Tobazix » Jue Ago 28, 2008 1:14 am

Acabo de ver la película "Pierrepoint", dedicada a la figura de Albert Pierrepoint, verdugo de algunos de los condenados en el juicio de Nurenberg. Se escenifica la ejecución de ellos, enpecialmente la de Irma Griese y su famoso grito de "Schnell!" (rápido) a su verdugo.

mauro19
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"Ángel de la Muerte" y el "Gran Seleccionador

Mensaje por mauro19 » Mié Sep 23, 2009 9:15 pm

hola en estos momentos estoy leyendo ese libro de olga lengyel y me ha parecido muy interesante ya pase por el capitulo que nombras y la señora de verdad se salvo ahi de morir me imagino yo por cosas de Dios, esperare a contarte cuando lo termine para intercambiar ideas de como nos parecio...buena suerte mauricio de colombia

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thewolf
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"Ángel de la Muerte" y el "Gran Seleccionador

Mensaje por thewolf » Lun Feb 15, 2010 2:13 am

Impresionante relato, en verdad da escalofrios. La vida no valia nada, y dependia vaya uno a saber de que el mantenerla.

Paolo
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"Ángel de la Muerte" y el "Gran Seleccionador

Mensaje por Paolo » Mié Mar 31, 2010 9:06 pm

Muchas gracias Von Neurath por esta colaboración!!! Voy a conseguirme ese libro a la brevedad.
Saludos:

Paolo

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