Krasny Bor. Relato del Capitán Palacios

La guerra en el este de Europa

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Verdoy
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Krasny Bor. Relato del Capitán Palacios

Mensaje por Verdoy » Lun Nov 07, 2005 4:31 am

Buenas noches. Dejo tres relatos de lo que fue la batalla de Krasny Bor. El primero narrado por el Capitán Palacios en un libro embajador en el infierno. Los otros dos por el entonces sargento y ahora difunto teniente Ángel Salamanca. Espero que les guste.

Krasny Boor relatada por el Capitán Teodoro Palacios Cueto:

Este relato comienza el 9 de febrero de 1943, en Rusia, a las ocho de la tarde y a tres metros bajo tierra. Unos golpes muy fuertes sonaron en la puerta de mi bunker.
- ¿Da usted su permiso, mi capitán?
- Adelante.
Entró un enlace. Al abrir la puerta penetró una ráfaga de aire helado.
- ¡Cierra, cierra o nos congelamos!.
Fuera, la temperatura no subía de veinte grados bajo cero, mientras que la del bunker, con su estufa encendida, estaba bien caldeada. El enlace venía calzado con la calentísima walensky rusa, bota alta de fieltro en lugar de cuero; llevaba el pasamontañas ceñido a la cabeza, dejando apenas sitio a los ojos, boca y nariz, y el camuflaje blanco, medio sábana medio gabardina, con su caucha perlada de hielo, le cubría de la cabeza a los pies. Me extendió un sobre azul y rogó le firmara el “recibí”.
Dentro del sobre azul venía otro, con la palabra “secreto” escrita a grandes rasgos, y dentro de este último, un parte del comandante de mi batallón, que decía virtualmente así:
“ El Servicio de Información me dice que en la madrugada de mañana el enemigo efectuará un ataque en el sector defendido por este batallón, con unos efectivos de una división en primera línea y dos de reserva. Ruégole tome las medidas oportunas y me informe por todos los medios de comunicación de que dispone, teléfono, radio y soldadograma, de las incidencias del combate. En todo caso espero que su compañía sabrá cumplir con su deber. Firmado: José Payeras Alcina, comandante del segundo batallón. Regimiento 262”.

Despaché al enlace y mandé venir a todos los oficiales de mi compañía: teniente Molero y alféreces Castillo, Santandréu y Céspedes.
-Mañana vamos a tener toros- les dije.
El bunker era un pozo cavado en tierra, de unos tres metros de profundidad, dos y medio de ancho y otros tantos aproximadamente de largo. El techo estaba formado por cuatro pisos de troncos de pino. En realidad eran varios techos superpuestos. En el inferior los troncos se extendían apretados a lo ancho del bunker, en el siguiente los troncos se apoyaban a lo largo, y así sucesivamente. Sobre todos ellos, medio metro de hielo daba consistencia y protegía la simplísima construcción.

Las paredes del bunker estaban forradas de madera, con mucho postín, para cerrar paso a las raíces.... y adecentarlo a la vista. En el suelo no había más que las literas, donde dormíamos Castillo y yo; un armario de pino, dos mesas, dos sillas y unas palanganas. En las mesas, el, papeles, , la radio –por la que oíamos San Sebastián, Sevilla y Radio Coruña- mapas, papeles, alguna fotografía...., todo el mundillo en fin, de cosas menudas entrañables que nos unía al mundo que habíamos dejado atrás. Este hilo tan leve quedaría roto pocas horas después. Cada mañana, desde que ocupamos aquella posición, había que sacar el agua que se había infiltrado por el suelo pantanoso. A veces la altura del agua rozaba el borde de las literas. En las paredes quedaba la marca de al humedad como un zócalo más oscuro. Esto daba un cierto matiz gracioso a la decoración. Por último, la estufa, nuestra gran aliada. La salida de humos de todos los bunkers (pues la compañía entera, en grupos de a quince o veinte, dormía en ellos) la había organizado, dirigiéndolos por medio de chimeneas subterráneas que salían treinta metros atrás del verdadero emplazamiento para evitar su localización. Los rusos nos saludaban cada mañana regalándonos buenos morterazos de desayuno, a los que correspondíamos nosotros con igual cortesía. Los suyos iban dirigidos a las columnas de humo que veían salir bajo tierra. Lo más que conseguía era destrozar la boca de la chimenea, pero nunca llegó su regalo al interior de nuestras guaridas. Quiero decir que nunca había llegado.... hasta aquel día.

Los oficiales Céspedes, Santandréu y Molero no tardaron en presentarse en mi puesto de mando. Les impuse de las noticias recibidas, las órdenes por cursar y la medidas por disponer. No quise que s ijera nada a los soldados de lo que iba a ocurrir, para evitar que el pensamiento de la próxima batalla les impidiera dormir y no estuvieran en forma cuando llegara la hora de actuar. Todos los días, durante los largos meses que allí estuvimos inmovilizados, los oficiales se reunían con sus secciones y daban a la tropa clases teóricas sobre temas militares. Aquella tarde las clases versaron sobre medios de defensa en caso de ataque por fuerzas numéricamente supriores. Se redoblaron los servicios de vigilancia, ordené limpiar una trinchera medio inservible y mandé a los muchachos a dormir. A dormir..., lo que para muchos sería su último sueño.

Nuestra posición al sur de Kolpino, a un solo centenar de kilómetros de Leningrado, estaba situada en los arrabales, como quien dice, de una aldehuela en poder de nuestro Ejército: Krasny Boor. Era aquélla una llanura inmensa de hielo, sin ondulaciones ni montañas que quebraran el horizonte. Tan solo unas manchas de pinos o abetos rompían a trozos la monotonía del paisaje. Entre los pinos, las clásicas isbas rusas o casitas rurales, muy aisladas entre sí para evitar los riesgos de incendio. Constan de una sola habitación-comedor, donde duerme en el suelo toda la familia, y una cocina con estufa, donde se reúnen por las tardes. Carecen de servicios higiénicos y agua corriente. Las funciones fisiológicas se realizan en la cuadra entre los animales, engordando así el estiércol. Digo, que esto era antes, en la paz, pues ahora estaban vacías. Aunque teníamos cuatro o cinco isbas entremezcladas con los bunkers de la compañía, ni siquiera nosotros la utilizábamos, pues eran un blanco demasiado inocente para el enemigo.
Aquella noche –del 9 al 10 de febrero de 1943, última noche de mi libertad- recorrí toda la posición. Antes de hacerlo me guardé una bomba de mano en el bolsillo por si surgían sorpresas en el paseo nocturno. En mi sector, el frente era continuo. Quiero decir que estaba marcado por una trinchera real, abierta a lo largo de centenares de kilómetros sin solución de continuidad. A mi batallón –el número 2 del regimiento 262- le correspondía un frente de cinco kilómetros distribuido entre tres compañías. A mi derecha estaba situada al que mandaba el capitán. Huidobro (muerto en esta operación) y a mi izquierda la que mandaba el capitán Iglesias (muerto en esta operación). Detrás de mí, y a unos 500 metros, el comandante de mi batallón, don José Payeras Alcina (muerto en esta operación), tenía establecido su puesto de mando. A la extrema izquierda de mi compañía estaba la sección que mandaba, a mis órdenes, el alférez Santandréu (muerto en esta operación); en el centro, la que mandaba el alférez Céspedes (muerto en esta operación) y a la extrema derecha la que mandaba el alférez Castillo, que horas después hubiera preferido morir como todos sus compañeros. Esta última sección era, desde un punto de vista de organización de la defensa, la más delicada, pues flanqueaba la línea de ferrocarril Moscú-Leningrado, objetivo de extraordinario valor para los atacantes, no sólo por ser lo que era, sino por estar elevada sobre el nivel del suelo unos seis metros, dominando la totalidad de m compañía. La del Capitán Huidobro y la mía enlazaban precisamente en esta línea de ferrocarril. Para evitar que los enemigos alcanzaran este objetivo establecí mi puesto de mando en la sección del alférez Castillo. Informé de ello al comandante y solicité se me enviaran granadas de mano y minas contracarros. El comandante, a su vez, las solicitó del regimiento, y a lo largo de la noche me fue llegando cuanto había pedido. De un lado, las granadas, anunciándome que en otro envío llegarían los detonadores. De otro lado cien minas contracarros, aunque sin fulminantes, pues éstos vendrían aparte. Sin embargo, ni fulminantes ni detonadores, por impedirlo seguramente el principio de la batalla, llegaron a mi poder. Tuve, pues, que limitarme a mis propios medios en minas y granadas.

Llegó la madrugada y tuve hambre. Sorbí el jugo de un limón y me guardé varis más en el bolsillo. Ya han pasado años desde entonces y aun pasarán los de mi vida entera sin que pueda borrarse de mi memoria, mientras viva aquel amanecer. El silencio –una vez concluidos los primeros preparativos- era total. La vida toda del campamento estaba paralizada. Los soldados, ignorantes de cuanto iba a ocurrir, dormían. Solo el frío esta a presente, como un testigo corpóreo, vivo. Humedecer los labios con la lengua equivalía a sentir el hielo apretándose, quebrándose contra la piel. Y empezó a clarear. Los amaneceres son largos en Rusia, como si a la luz le costra trabajo empujar a la noche, pero aquél parecía más largo que ninguno. Primero se dibujaron, como manchas borrosas de tinta, los pinos a nuestra espalda y el terraplén del ferrocarril a la derecha. Más tarde el pozo de la trinchera, culebreando en la nieve, y delante de ella, a 25 metros, las alambradas con los escuchas cuerpo a tierra, confundidos con el suelo por su camuflaje blanco. Todo estaba quieto. La quietud era la acción agazapada: el tigre inmóvil listo para saltar. ¡Y saltó!

A las siete comenzó la preparación artillera. Doscientas baterías –800 piezas de artillería- sobre un sector de 10 kilómetros machacaron la posición como lo harían 800 martillos sobre una mesa cuajada de avellanas. A las siete y diez la trinchera había desaparecido, el puesto de mando volado; el teléfono que me unía al comandante, cortado. El ruido era tan ensordecedor que en medio de aquel estruendo el estallido de una bomba de mano no sonaba más fuerte que el chasquido que produce quebrar una nuez. Era un sonido continuo, sin lugar a separar un estampido de otro. La luz de las explosiones era cegadora. Pero, aunque no lo fuera, la vista no alcanzaba a cinco palmos: era tal el espesor de la niebla formada por el hielo triturado, la tierra pulverizada, los pinos ardiendo y las armas rotas. El olor a pólvora se agarraba como difteria a la garganta y hacía insoportable la respiración. Los soldados habían aprendido bien la lección de la víspera, y, deshechos los bunkers y hundida la trinchera, se pegaban a la tierra en los propios cráteres abiertos por los obuses, esperando el momento de saltar.

Hora y media después el enemigo alargó el tiro, para permitir a sus tropas lanzarse sobre nosotros. Sin pérdida de tiempo ordené emplazar las armas automáticas, y no ya en los dispositivos de densa, totalmente destruidos, sino a la boca de los embudos abiertos en la tierra. De los huecos, como topos, empezaron a salir los muchachos. A uno de ellos le vi de espaldas dando tumbos de un lado a otro. Pensé que estaba borracho y, como no me gusta el valor “Domecq”, le agarré por los hombros dispuesto a castigarle. Al volverle comprendí mi error. Tenía la cara brutalmente desfigurada por la onda explosiva de n proyectil y los ojos –ciegos- llenos de sangre.
-A evacuarte...- le ordené. ¡De prisa!
-No, mi capitán, Que si no veo, palpo todavía....
Y enarbolaba un machete en la mano.
- ¡Bravo muchacho!- le dije. ¡Bravo!
Y lo mandé evacuar, no sin que protestara y hasta intentara desobedecerme. Pensé arrestarle por su desobediencia y pedir un premio para su arrojo. Se llama Lorenzo Araujo.

Una compañía enemiga se lanzó entonces al asalto en sentido diagonal frente a nosotros dirigiéndose hacia la línea de ferrocarril, que quedaba a mi derecha. Yo tenía instrucciones de lanzar un cohete rojo cuando precisara el apoyo de nuestra artillería. Debía lanzarlo precisamente en la dirección en que necesitara el refuerzo artillero. Pude hacerlo en esta ocasión y, sin embargo, no lo hice. En primer lugar, por no distraer nuestras escasísimas piezas, y en segundo término por tener la esperanza de poder machacar, por mí mismo, esta primera oleada de atacantes. Y, en efecto, el alférez castillo, que defendía esta sección, dio buena cuenta de la compañía enemiga, dejando aniquilada entre el punto de salida y la línea de ferrocarril. Por medio de Alonso Orozco-Miranda, en misión de enlace- que en nuestro vocabulario particular llamábamos “soldadograma”- yo había enviado al comandante el siguiente parte: “la compañía bien, aunque muy castigada. En este momento (8,30) el enemigo se dirige hacia la vía, pretendiendo envolver, probablemente, mi tercera sección, en la que yo, accidentalmente, he establecido mi puesto de mando. ¡Viva siempre España! Salúdale el capitán Palacios”.

Castillo Montoto, con valor singular y excepcionales dotes de mando, rechazó un segundo ataque de flanco contra la tercera sección y la línea de ferrocarril, obligando de nuevo al enemigo a replegarse. No ocurría lo mismo en todos los puntos de mi compañía. Los alféreces Santandréu y Céspedes se vieron rebasados por su izquierda, ya que la compañía que mandaba el bravo capitán Iglesias, al morir éste en los primeros minutos, fue desbordada, y el enemigo penetró en tromba por aquella brecha. A verse envueltos estos dos oficiales intentaron replegarse para hacer frente a la nueva situación y sucumbieron con sus secciones, quedando reducida mi compañía a la tercera sección y a mi Plana Mayor.
El sargento Ángel Salamanca, de la sección segunda, cayó de pronto sobre mí.
- ¿ Por qué has abandonado tu posición? – le pregunté.
Titubeó.
- ¡Estoy solo!- me dijo patéticamente.
- ¡Recupérala!
Y lo hizo.
Le vi salir lanzando bombas de mano a diestro y siniestro. Más tarde me envió un mensaje angustioso........
- Envíeme gente y podré resistir.
Entonces, sólo entonces, le ordené replegarse.
Y tomó parte conmigo en la última batalla. Fue herido en los ojos, como Araujo, y al no servir, por esta causa, como sargento para mandar tropa, siguió luchando como cargador de fusiles ametralladores. Era todo un hombre.
Envié un nuevo parte al comandante: “ Un fuerte contingente enemigo ha penetrado por el flanco izquierdo y me efectúa un cerco a larga distancia, fuera del alcance de mis armas. La primera y la segunda sección se han replegado. Continúo defendiendo la posición con mi Plana Mauro y la tercera sección. Mis bajas son numerosas. La única ametralladora de que disponía, destruida por la artillería. ¡Viva siempre España!- Palacios”.

En aquel momento, de la quinta compañía a mi mando quedaban en combate no más de treinta hombres; una parte, la más numerosa, se mantenía con un fusil ametrallador defendiendo el frente y el flanco de la línea de ferrocarril. Mi Plana Mayor, con un fusil ametrallador y varias pistolas ametralladoras, se trasladó a taponar la brecha del flanco izquierdo, situándonos en una trinchera perpendicular con la ya destruida, que no había sido utilizada desde hacía meses y que por verdadera inspiración mandé limpiar durante la noche, pues estaba cegada por la nieve. Esta segunda trinchera nunca creímos que sirviera para nada, pues, como queda dicho, no era paralela, sino transversal con la línea del frente. Ahora, en cambio que l frente había sido roto y que la infiltración se producía de flanco, daba la cara a la nueva invasión. O creo que en ella hubiéramos podido resistir si la línea de ferrocarril, defendida por el capitán Hidobreo, no hubiera sido tomada por su flanco derecho. Al igual que la de Iglesias, esta compañía fue arrollada al morir su heroico capitán.
- Lo suponía- dije cuando me informaron-, porque si viviera, los rojos no hubieran tomado por su flanco la línea del ferrocarril.
Ante esta gravísima situación, dominados completamente por el enemigo establecido en la vía, di orden a todos los pelotones de resistir hasta morir.
A las once menos cuarto el enemigo lanzó sobre nosotros, por segunda vez, la artillería. Apenas se hizo el silencio, la aviación roja hizo acto de presencia y nos dio una pasada. Utilizando la frase de otro capitán algo más viejo que yo, pues luchó en Flandes en mil quinientos y pico, diré que “la tierra temblaba....como enjuagadientes en la boca”.

Entonces el enemigo reanudó el ataque. Los muertos y los heridos, entre nosotros, eran veinte veces más numerosos que los aptos para luchar. Se veía tan cerca de los atacantes que una buena pedrada podría alcanzarles. Estaban pegados a tierra, esperando el momento para saltar. Desde al altura del terraplén del ferrocarril barrían con automáticas nuestra posición. El comandante no llegó a recibir mi último parte: “La situación, desesperada. Completamente sitiados desde las 10:30, combato en todas direcciones. El enemigo me domina desde la vía y me inmoviliza. Imposible replegarse combatiendo, por carecer de armas automáticas y tener que transportar numerosos heridos. En caso que usted ordene mi repliegue, ruégole proteja mi retirada. En todo caso espero sus órdenes y continúo defendiendo la posición. Como siempre, ¡Viva España!- Palacios”.
Once años después supe que el comandante Payeras había muerto heroicamente, por heridas recibidas aquel día. Rodeados por todas partes, el cerco se fue ciñendo, apretándose en anillo sobre nosotros. Las instrucciones recibidas, como ya he dicho, habían sido las de alcanzar cohetes rojos a lo largo del combate, señalando las direcciones de ataque el enemigo, con el fin de que nuestra artillería le castigara de acuerdo con el código de señales acordado. A aquella hora, por primera vez, los utilicé y los lancé al norte, al sur, al este y al oeste. Pero nuestra infatigable artillería no existía ya. El cerco se ciñó tanto que la infantería enemiga no podía ya disparar sobre nosotros ni siquiera con armas cortas, pues corría el riesgo de causar bajas por encima nuestro a los suyos propios. Por esta cusa. Las últimas horas de combate se desarrollaron en un impresionante silencio.

-No nos quedan municiones- me dijeron.
-Preparad bolas de nieve. Sirven de piedras.
Durante todo el combate apenas tuve tiempo de atender a los heridos. Ya en esta fase di orden que los alojaran en un bunker, el único que no había sido deshecho. Era tan grande el silencio que, en esta espera angustiosa, sólo oíamos a nuestra espalda los ayes y los lamentos de los heridos del bunker. Decidí hacerles una visita y pede al alférez Castillo que me acompañara. El cuadro era tal queme duele hasta recordarlo. Algunos agonizaban. A los que habían muerto se les cubría con un saco en espera de trasladarles a mejor lugar. No llevábamos tres minutos con ellos cuando me reclamaron a gritos. Subí a la superficie y me encontré a los rojos ya encima. Castillo disparó sobre ellos el último cargador de su pistola automática y les hizo varias bajas. En oleadas, y sin disparar, pues se hubieran herido a sí mismos, cayeron físicamente sobre nosotros. Entre la capa de polvo, nieve, sudor y sangre se adivinaban los rasgos de los vencedores. Unos eran nórdicos y se diferenciaban poco de los alemanes. Otros –pómulos salientes, ojos oblicuos.- eran mongoles. Uno de los atacantes, herido en el vientre, se desplomó allí mismo ante nosotros. Un suboficial ruso le preguntó si podría levantarse, y, al contestar éste que no, le remató de un disparo en la nuca. El muerto y el matador eran compañeros de armas.
-¡Dawai!....¡pallejali!- que quiere decir: ¡Adelante!, ¡de prisa!.
La estepa se abría ante nosotros, desnuda y helada.
-¡Dawai! ¡Dawai!
La noche, a nuestra espalda, cayó como un cerrojo sobre Asia, la “cárcel infinita”.

Saludos :wink:
Alexandros el Argéada
Graecia capta ferum victorem cepit..

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Mensaje por Verdoy » Lun Nov 07, 2005 4:33 am

Un artículo inspirado en la versión de Ángel Salamanca:

El dia que perdi a 1.000 compañeros

El 10 de febrero se cumplira el 60 aniversario de Krasny Bor, la mas dura batalla de la Division Azul en el frente ruso. un superviviente, el entonces sargento Angel Salamanca, rememora como la nieve se lleno de cadaveres de españoles


«Parece que el cielo se va a desplomar encima de ti, que se acaba el mundo, que nadie va a quedar vivo. Faltaban pocos minutos para las siete de la mañana del 10 de febrero de 1943 y había comenzado el miércoles negro en Krasny Bor. La artillería rusa inició el castigo sin piedad. Los españoles que estábamos en primera línea corrimos a los búnkeres a cobijarnos de los fogonazos de más de 800 cañones que hacían agujeros tan grandes como plazas de toros. La tierra temblaba y el humo hacía difícil la visibilidad.Estábamos escondidos como ratas en el búnker, a 2,5 metros de profundidad. Todo era ruido, fuego, gritos, lodo, nieve y sangre.El termómetro no subía de los 25º bajo cero. Pese al frío, se sudaba, pero no se comía, ni se bebía, ni se fumaba, ni se daban los buenos días.


Muchos oficiales, en labores de vigilancia, fueron alcanzados con los primeros bombazos, dejando sin mando a la tropa. Fue ésta una de las claves de la batalla. Se decía que nunca caía un obús o un mortero donde ya había caído otro. Mentira. Caían por cientos, unos encima de otros, y al explotar esparcían metal caliente en todas direcciones. Cada una de las 800 bocas vomitaba fuego cada 10 segundos, el tiempo necesario para cargar y disparar.Enseguida se sumaron los famosos organillos de Stalin, camiones con plataformas de artillería que disparaban consecutivamente, provocando un ruido atroz, como si fuesen órganos. Tanto poderío militar para el sector tan reducido por el que se peleaba era una barbaridad.

La División Azul estaba desplegada en el norte del pueblo de Krasny Bor, en un frente de 20 kilómetros de largo al sur del sitiado Leningrado. Desde 1941 los alemanes habían cercado la ciudad y, en su intento definitivo por acabar con el sitio, los soviéticos habían elegido Krasny Bor. Estábamos, pues, en el eje de su ataque. Mi unidad, unos 5.000 hombres -aproximadamente un tercio de los efectivos españoles- se encontraba allí.

Yo estaba incorporado como sargento a la Quinta Compañía del II Batallón del Regimiento 262, a las órdenes del capitán Teodoro Palacios, quien me destinó a la segunda sección, al mando del alférez Céspedes. A mi cargo tenía un pelotón reducido de 35 hombres. Venía de un larga experiencia en combate en primera línea adquirida en los frentes de Aragón, Madrid y Cataluña durante la Guerra Civil desde agosto de 1936, cuando tenía 17 años. Me enrolé en la División Azul en verano de 1942, en Logroño.

Cuando empezaron las hostilidades aquella mañana del 10 de febrero, en realidad hacía ya días que sabíamos que algo gordo se cocía en las filas rusas. En las trincheras, Radio Macuto informa con mucha antelación. Un ucraniano que se pasó al bando español en la noche del 9 de febrero fue la señal inequívoca de que el ataque era inminente: llevaba ropa interior nueva, una costumbre local antes de la batalla para morir limpios y puros si caían abatidos en combate. Entendimos rápidamente que en pocas horas empezaría el baile. Había tensión, pero no miedo.

El fuego de artillería duró más de dos horas, en las que se produjo la mitad de las bajas del día. Al cesar la artillería, comenzaron las pasadas de la aviación enemiga, que hostigaron especialmente a nuestra Quinta Compañía; sólo en el pelotón bajo mi mando hubo una decena de bajas, entre muertos y heridos, en las tres primeras horas. Otras compañías fueron literalmente trituradas.

Pese a que el avance terrestre del Ejército Rojo se produjo por cuatro líneas de penetración con una división en cada una -44.000 hombres en total-, se toparon con serias dificultades. El calor de la artillería había dejado el acceso a nuestras nevadas posiciones como un completo barrizal por donde los carros de combate KV-1 y T-34 quedaban atascados y los esquiadores, empantanados.

Pero más importante fue que no esperaban nuestra respuesta. Creían que tras el bombardeo estaríamos todos muertos. Y lo que hicimos fue salir a nuestros puestos, emplazar las máquinas y recibirlos a fuego limpio. Las órdenes del capitán Palacios eran claras: "¡Resistir y resistir!".

Aunque la infantería rusa llegaba por oleadas, lo hacía muy desordenada y pudimos repeler los primeros ataques. Había que resistir hasta morir. Pero iban acumulándose las bajas; entre ellas la del alférez Céspedes. Si había heridos, se les evacuaba. Si había cadáveres, se apartaban para no pisarlos y se seguía disparando. El espectáculo era dantesco. Para coger una pistola y pegarse un tiro.

A media mañana, los rusos habían perforado el frente por tres sitios, pero los capitanes Campos, Oroquieta, Aramburu y Palacios resistían a duras penas con seis compañías muy debilitadas. La Luftwaffe no hacía acto de presencia; y la División SS Volkspolizei, situada en la media distancia, no podía auxiliar, pues debía aguantar para hacer frente a una previsible embestida rusa.

A mediodía estábamos prácticamente cercados por el flanco izquierdo.Mi sección, sin oficial al mando, era ya un islote con unos pocos supervivientes. Sólo pude atrincherarme y abrir fuego de costado.Primero con un único tubo de mortero que defendía Joaquín, un cabo de Ponferrada. Cubría su ojo izquierdo con una mano porque le habían pegado un tiro en la cara.

Nos retiramos por la trinchera de evacuación y regresé con dos soldados más para recuperar parte de la munición y alimentos del búnker y destruir el resto. Tiramos bombas de mano como locos.Al retirarnos al enclave donde resistía Palacios, éste me dijo: "¡Salamanca, desde este momento eres Medalla Militar!". Acto seguido acudí al sector del puesto de mando. Sólo quedaba operativo un fusil ametrallador, pero causó estragos.

Llegaban columnas con medio centenar de hombres que eran abatidos sistemáticamente. Disparábamos ferozmente, sin parar, esperando a que el enemigo se encontrase a menos de 100 metros, disparábamos al bulto. Pero hasta un ciego habría hecho blanco.

Toda la potencia de fuego de la máquina, 1.300 disparos por minuto, provocó una carnicería en las filas enemigas y nos mantuvo con vida. No es que nuestro cañón estuviese caliente, es que estaba al rojo vivo. En la refriega, tres veces cayó el soldado que la servía. Cuando un cuarto soldado me dijo con la mirada: «Sargento, ¿quiere usted que me maten?», decidí empuñar personalmente la ametralladora. Al cabo, los rusos acertaron con una granada de 120 que cayó ante el cañón. Salí despedido cuatro metros, perdiendo el conocimiento momentáneamente, la cara llena de sangre y metralla y una ceguera casi total por el alumbramiento del fogonazo. Fui evacuado al búnker. Luego supe que tenía también una herida de bala en la rodilla.

Sin munición, con la mayoría de los supervivientes heridos y los indemnes, agotados, el final estaba próximo. A las tres de la tarde, un soldado entró al búnker: "De parte del capitán, que salgáis todos; estamos hechos prisioneros". Los 25 heridos salimos y encontramos a otros 18 hombres con las manos en alto con el capitán Palacios al frente. Nos mandaron formar e hicieron un simulacro de fusilamiento pero sólo se tiraron como fieras sobre nuestros relojes y todo lo que llevábamos.

El trayecto hasta Kolpino, en fila de a tres, fue entre una alfombra de cadáveres. No nos trataron mal gracias a un jefe de escolta mongol que no debió de haber otro mejor en toda la Unión Soviética.Los 30 detenidos de Oroquieta, con los que enlazamos, recibieron toda suerte de golpes. Al llegar a Kolpino, un enloquecido grupo de mujeres rusas trató de atacarnos, pero el mongol las rechazó a culatazos.

Enseguida empezaron los interrogatorios, con las traducciones de un español enrolado en el Ejército soviético. Todo el afán del coronel ruso era saber qué armamento usábamos, hablándonos incluso de un arma secreta de Hitler. «Dice el coronel que habéis causado más de 14.000 bajas, y eso es imposible con ametralladoras y fusiles mauser corrientes», nos informó el republicano español.

Luego vino un cautiverio en campos de concentración que se alargó hasta 1954. Las estadísticas hablan de 2.252 bajas españolas (1.125 muertos, 91 desaparecidos y 1.036 heridos) en un solo día. Otras 1.000 se sumaron en los días posteriores. Aunque los españoles retrocedimos ese día tres kilómetros, los rusos no avanzaron más. Tras intensos combates, el mando soviético ordenó a sus fuerzas pasar a la defensiva. El frente quedó estabilizado durante un año.

La batalla de Krasny Bor, con una encomiable resistencia de nuestra División -el 10 de febrero se consiguieron tres de las ocho laureadas de la División Azul en la URSS- enterró una gran ofensiva posterior para romper el cerco de Leningrado. Los divisionarios que luchamos allí y estuvimos cautivos hasta 1954 no supimos qué ocurrió hasta el regreso a España, pero teníamos la creencia de que la ofensiva no había llegado más al sur que Krasny Bor.»

Imagen
Teniente Ángel Salamanca

Elaborado por Juan Pablo Cardenal sobre el testimonio del teniente Angel Salamanca. Más información en los libros «Esclavos de Stalin», de Angel Salamanca, y «Nieve roja», de los hermanos Miguel Angel y Fernando Garrido

http://www.el-mundo.es/cronica/2003/380/1043666529.html

Saludos
Última edición por Verdoy el Lun Nov 07, 2005 4:38 am, editado 1 vez en total.
Alexandros el Argéada
Graecia capta ferum victorem cepit..

freiherraugust
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Mensaje por freiherraugust » Lun Nov 28, 2005 5:25 pm

Imagen
Arriba el Capitán Palacios antes de ir al Frente del Este. fuente www.grandesbatallas.es/objetos/DA%20laureada%203.jpg

con sus compañeros
Imagen

Abajo, foto realizada en 1954 tras sobrevivir al Gulag ruso.
Imagen
fuente http://divisionazulvalencia.es/Monograf ... espues.jpg



Saludos.

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