Fuente:
Comando en Jefe del Ejército - Jefatura II Inteligencia
ESPIONAJE – Tomo 1
Selección de los casos mundiales más famosos del espionaje mundial.
Ediciones Manual de Informaciones – 1979 – Buenos Aires, Rep. Argentina
Por cuestiones de tiempo y dado que la historia es algo larga, la postearé en partes. Les aconsejo que la lean detenidamente y con paciencia. Al principio puede parecer que no lleva a ninguna parte pero con el correr de la historia verán que sí. El que relata la historia es el attaché (agregado) de la embajada alemana en Turquía:
OPERACIÓN CICERÓN
Lo bautizamos Cicerón. Fue un espía y, por lo tanto, ésta es una historia de espionaje. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre, y le debo los seis meses más turbulentos de mi vida, período durante el cual muchas veces sentí que la angustia y la zozobra me sacaban de quicio y que, al cabo, había de llevarme a un paso del pelotón de fusilamiento.
La “Operación Cicerón” se inicia en momentos en que la guerra llega a su ruidosa culminación mundial. Los aliados acababan de desembarcar en Italia. Los rusos, que un año antes dieran la impresión de estar en trance de irreparable desastre frente a las tropas germanas en marcha sobre Stalingrado y volcándose en la península de Crimea, reemprendían el avance hacia el Oeste. En el reloj de la historia, la arena que marcaba la vida del Tercer Reich iba menguando rápidamente. La pavorosa máquina bélica de Hitler comenzaba a flaquear. Los caudillos se resistían a creer en la inexorabilidad de los hechos que los amenazaban, aun cuando la “Operación Cicerón” pusiera al alcance de sus cerebros megalomaníacos, datos precisamente documentados acerca del poderío e intenciones del enemigo, revelaciones de tanto peso que acaso ningún conductor de ejércitos de la historia tuviera jamás la suerte de recibir por conducto del servicio secreto.
El hecho de ser miembro de la embajada alemana en Angora (mi cargo era el de agregado) me situaba en el centro de las incesantes intrigas de la diplomacia del período bélico. La embajada en Angora era, sin duda, el mejor mirador con amplia vista en el mundo exterior y el cargo de embajador allí, el más vital del servicio diplomático de cualquier país. Una prueba más de esta afirmación es el hecho de que representaba al Tercer Reich en Turquía Franz von Papen, ex canciller de su país y el político más astuto y sutil que haya producido la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Oficialmente, nosotros dependíamos del Auswartige Amt (Ministerio de Relaciones Exteriores) a cargo de von Ribbentrop. Pero había muchas otras facciones, personalidades y organizaciones más o menos oficiales, cuyos valores o actividades de mero fastidio en asuntos de política exterior variaban entre sí enormemente, dependiendo sobre todo del valimiento, en cualquier momento dado, de que gozaran sus jefes ante el Führer.
Fuera del embajador, el diplomático alemán más importante en Angora (y el único que además de nosotros dos estuvo directamente vinculado al “affaire” Cícero) fue Jenke, primer secretario de la embajada. Su esposa, mujer encantadora, aunque demasiado ambiciosa, era hermana de Ribbentrop. La presencia de la pareja en Angora no debía de ser del todo fortuita. Hasta aquí los alemanes. Del lado británico, la contraparte de von Papen era Sir Hughe Knatchbull-Hugesen, embajador de S. M. Británica y persona distinguidísima. Lo ví en muchas recepciones oficiales, aunqe, desde luego, nunca tuve ocasión de dirigirle la palabra. Debía contar con la mayor consideración de nuestros huéspedes turcos, y también debía ser uno de los representantes diplomáticos más hábiles y concienzudos a la sazón. Me tocó en suerte tener a la vista y examinar a fondo innumerables documentos de las carpetas secretas de la embajada británica. Muchos de éstos, encabezados “Muy Secreto”, llevaban notas marginales de puño y letra de Sir Hughe, cuya caligrafía tan prolijamente cuidada nos parecía muy significativa del carácter y personalidad de nuestro mayor opositor, así como el estilo esmerado que gastaba en sus informes. Era un estilo expresivo en grado sumo y despojado de toda palabra o frase superflua.
A comienzos del otoño de 1943 tuvo lugar un incidente que, trivial en sí, visto restrospectivamente era una advertencia de lo que ocurriría poco después. A mi criterio, al menos, aquello fue el anuncio de la “Operación Cicerón”.
En cumplimiento de la etiqueta diplomática, asistía yo a una cena de la embajada japonesa. La tertulia se estaba poniendo aburrida, cuando concluida la chismografía, una de las mujeres comenzó a hacer quiromancia. Cuando llegó mi turno, puesto que se trataba de la esposa de un encargado de Negocios, mientras yo era un mero “attaché” (agregado), de ningún modo podía tomar el asunto a chacota. Me sometí a la brujería y sonriendo cortésmente, dije que me leyera las líneas de la mano. Recuerdo que presagió una larga vida y que me esperaban horas amargas y angustiosas. Fuera de estos detalles, nada recuerdo de aquella cena aburrida; pero recuerdo muy bien que, al salir, lo hice lo más temprano que me lo permitió la etigqueta y, ya en mi coche, debí cerrar la portezuela con inconsciente violencia, pues se rompió el vidrio y sus fragmentos cayeron ruidosamente. Se me ocurrió que ya comenzaban las horas amargas. Advierto que no soy supersticioso, pero esa noche conduje el automóvil con lentitud y sumo cuidado, tanto como para no hacerle el juego al destino. Antes de acostarme, empero, al hacer mi esposa y yo la acostumbrada visita al cuarto de los niños, acariciando la frente del varoncito, notamos que estaba afiebrado.
Afortunadamente no resultó nada serio.Más el nuevo día parecía destinado a tener su parte de infortunios. El percance le ocurrió a mi secretaria. El verdadero nombre de la joven no interesa al caso. A decir verdad, nadie en la embajada la llamaba por su nombre de familia. Era Schnürchen para todos y nadie la conocía por otro nombre, porque su expresión favorita era que en la oficina todo debía “Am Schnürchen gehen”, que es el equivalente en lengua alemana de “marchar como una seda” o “a pedir de boca”. Cuando Schnürchen estaba ausente, de vacaciones o enferma, me veía obligado a reducir mis actividades oficiales al mínimo. No era sólo la secretaria perfecta, era virtualmente indispensable.
A la mañana siguiente de la cena en la Embajada del Japón, Schnürchen se apretó un dedo al cerrar la pesada puerta de la caja de hierro de mi oficina. La pobre muchacha sufría angustiosamente y estaba a punto de perder el conocimiento, cuando la dejé sola para ir en busca del médico. El dolor le calmó después de un par de días y no tardó en reanudar sus tareas, aunque incapacitada para usar la máquina de escribir durante un tiempo.
El segundo eslabón de la aviesa cadena fue la necesidad de encontrar una muchacha capaz de reemplazar a la pobre Schnürchen en el trabajo de dactilógrafa. Cornelia había de ser la dactilógrafa, que llegó a complicar tan profundamente la parte más enojosa e ingrata de la “Operación Cicerón”. Anotaré de paso que Cornelia tampoco era su verdadero nombre de pila. No tengo idea de si esta muchacha, a quien el destino le asignó un papel tan vergonzozo en los meses que siguieron, vive aún. Como todo ser humano yo he cometido errores en mi vida y debo admitir que en los más de los casos, he sido yo el único culpable. En el caso de Cornelia, sin embargo, no fue así. Hubo sí, mi parte de error también aquí (uno de los cuales fue serio) pero, en general, las cosas sucedieron impulsadas por la fuerza de las circunstancias. Mi peor yerro fue depositar mi confianza en una persona necesitada (que tampoco era necesidad material, sino ansia de valimiento y confianza) y elegir a ella en lugar de tres personas con mayores méritos. Cornelia resultó ser pérfida e intrigante, traicionó mi buena fe con astucia suma. Neurótica como era, tuvo la rara habilidad de jugar un sutil juego psicológico con todos nosotros.
Tras pocas semanas del percance sufrido por Schnürchen, a comienzos de setiembre de 1943, hice un viaje a Berlín. También este suceso pareció marcado por la fatalidad del comienzo al fin. En el viaje de ida el avión del servicio ordinario fue alcanzado por los cañones antiaéreos de un vapor, mientras volábamos sobre el Mar Negro. Afortunadamente salimos incólumes. En Berlín el horizonte comenzaba a oscurecerse. La recepción en el aeropuerto fue tan fría como el tiempo otoñal. Había comenzado el ataque a Sicilia y las cosas no marchaban mejor en el frente oriental.
Los funcionarios de la capital no tuvieron ambages en decirnos a mí y a otros colegas míos en edad militar, que estábamos perdiendo el tiempo y malgastando valiosa divisa extranjera y que muy pronto seríamos enviados al frente. Nos reprochaban, a nosotros, y a las misiones en otros países, de no haber previsto a tiempo y dado la alarma acerca del desembarco aliado en el norte de Africa. Nos dijeron sin eufemismos de ninguna especie que, a menos que estuviésemos en condiciones de proporcionar algo “muy caliente” en materia de informaciones, nos convenía ir preparando las maletas para cambiar nuestros cómodos cargos por las poco confortables barracas en el frente oriental. No fue con ánimo alborozado que volví a mi puesto del Asia Menor. Sentía la certidumbre de un próximo llamado a la metrópoli, sin sospechar siquiera que había de realizar el trayecto con el portafolio atestado del material informativo “más caliente” de toda la guerra. Imaginará el lector de qué se trata, pues no habían de pasar muchas semanas antes del advenimiento de “Cicerón”.
Un solo episodio digno de registrar ocurrió en el interín. Se relacionaba con dos hombres que, de momento, parecían insignificantes y sin vinculación alguna con el “Caso Cicerón”. Empero, siquiera indirectamente, sobre todo uno de ellos, había de tener una influencia decisiva en el desenlace de la operación. He olvidado sus nombres; los llamaré Hans y Fritz, aviadores alemanes ambos, y en los 25 años de edad. Uno de facciones agradables, pero las del otro eran tan impersonales que su rostro se ha convertido en borrón en mi memoria. Hacía dos meses que estaban en Turquía y se decía que se habían lanzado en paracaídas, después de un dramático combate con cazas rusos. Los turcos los trataban al igual que a combatientes de otras naciones. Se alojaban en confortables hoteles de Angora, de donde podían ausentarse de día, bajo palabra, con la única restricción de volver antes de determinada hora de la noche.
Habiendo llegado hasta la embajada el rumor de sus propósitos de evasión, nos hicimos un deber de advertirles la inconveniencia de intentarla, mientras estuvieran en libertad bajo palabra. Les explicamos que el hecho implicaría faltar a la palabra empeñada, y traería, además, la cancelación de los privilegios que los turcos seguían dispensando tan generosamente a los militares de las potencias del Eje. Se sentían muy a gusto en Angora. Por lo poco que vi y oí de Hans y Fritz por entonces, me convencí de que sus cacareados anhelos de muerte heroica estaban destinados a las jóvenes de la colonia alemana que los colmaban de agasajos. Un buen día, alguien comenzó a dudar de la exacta veracidad del dramático combate aéreo sobre las aguas del Mar Negro. Todo el mundo había oído el relato. No nos sorprendió entonces, al enterarnos de que el dramático combate sobre el Mar Negro, que había hecho apurar los latidos de tantos corazones femeninos, no había existido en realidad. Las autoridades de la Luftwaffe informaron que cierto día, en un campo de aviación militar de la península de Crimea, dos hombres que salieran en un vuelo de prueba, no habían vuelto a base. En este relato de los dos desertores, me he adelantado demasiado en el orden cronológico de los acontecimientos, pues no nos fue posible arrancarles definitivamente la careta hasta muchos meses después de aquella noche del 26 de octubre de 1943, en que conocí a “Cicerón”.
Los días de aquel otoño eran singularmente hermosos. Se tenía la sensación de vivir un mundo pacífico, valga la ironía.
El 26 de octubre no se diferenció, en apariencia, de cualquier otro día. Diligencié asuntos de rutina, salí del despacho temprano y, yendo hacia casa en mi automóvil, estaba lejos de imaginar el acontecimiento que habría de cambiar el curso de mi vida.
Estaba profundamente dormido cuando sonó el teléfono. Aún medio dormido alargué el brazo en busca del receptor. Estaba en el aparato la señora Jenke, esposa del primer secretario. Había en su voz un timbre de ansiedad y urgencia.
-¿Quisiera molestarse y llegarse hasta nuestro departamento? Mi esposo desea hablar con usted.
Le contesté que ya estaba en la cama, y le pregunté de qué se trataba, pero la señora Jenke me interrumpió bruscamente:
-Es urgente, haga el favor de venir en seguida.
Mientras me vestía nos preguntábamos con mi esposa en qué clase de asunto se me complicaría. Acaso algún ridículo radiograma de Berlín. Salí de casa a las diez y media, unos minutos con mi auto y estaba frente a la embajada. Medio somnoliento, el portero turco me abrió el pesado portón de hierro. La propia señora Jenke acudió al llamado del timbre.
-Mi esposo se ha ido a acostar, pero quisiera hablar con Ud mañana a primera hora, me dijo. En seguida, señalándome la puerta de la sala agregó:
-Hay un tipo extraño ahí dentro. Quiere vendernos algo. Trate de hablar con él y saber de qué se trata. Tenga la bondad de cerrar la puerta cuando salga, que he ordenado a los sirvientes que se retiren a sus cuartos.
La señora me dejó solo en el vestíbulo. Allí, antes de abordar al desconocido, me pregunté si en realidad caía dentro de los deberes de un “attaché” (agregado) interrogar a desconocidos sospechosos a esas horas de la noche. Entré en la sala. Hundido en una cómoda butaca, cerca de una de las lámparas, aguardaba un hombre. El rostro quedaba oculto por la sombra de la pantalla. Viéndolo así, inmóvil, hubiérase pensado que dormía.
Pero no; al verme se puso de pie y me habló en seguida en francés:
-¿Quién es Ud? –me preguntó, con un timbre de voz que me pareció de ansiedad.
Le dije que Jenke acababa de darme instrucciones para interrogarlo. Hizo una señal de aprobación con la cabeza y, a juzgar por las líneas de su rostro, ahora plenamente iluminado por la luz de la lámpara, debió de tranquilizarse. Representaba más de cuarenta años. Su cabello lacio y negro, peinado hacia atrás, dejaba ver una frente medianamente alta. Sus ojos de azabache lanzaban nerviosas miradas de mí a la puerta y viceversa.
Me senté y le invité con un ademán a hacer lo mismo, pero no se sentó, hasta dirigirse en punta de pie hacia la puerta, abrirla totalmente de un tirón, cerrarla de nuevo y regresar al punto de partida para sentarse, evidentemente aliviado, en su butaca.
Luego, y en un francés muy defectuoso, me dijo:
-Tengo un ofrecimiento que hacer, propuesta o como quiera llamarle, a los alemanes. Pero antes de decirle de qué se trata, quiero su palabra, acepte o no el ofrecimiento, de que jamás mencionará el asunto a nadie fuera de su jefe. Cualquier indiscreción de su parte, pondría en peligro mi vida y la suya propia. Yo me encargaría de ello, sería el último acto de mi existencia.
Al decir esto, hizo el inconfundible ademán de pasarse la mano por la garganta.
-¿Me da su palabra?
-Desde luego. Si no supiera guardar un secreto, no estaría aquí con Ud en este momento. Pero le ruego diga qué es lo que le trae aquí.
-Mi propuesta es de la mayor importancia para su gobierno… Puedo poner en sus manos documentos sumamente secretos, los más secretos que hoy existen. Proceden directamente de la embajada británica. ¿Bien? ¿Le interesarían, verdad?
Me costó un supremo esfuerzo disfrazar mi estupor. Me puse en guardia. El pareció adivinar mi pensamiento, pues agregó:
-Pero quiero dinero, y mucho. Mi trabajo es peligroso, usted sabe, y si me pillan…
Repitíó el siniestro ademán de cruzarse la garganta con la mano.
-Ustedes han de tener fondos para estas cosas. Yo pido veinte mil libras, libras esterlinas inglesas, ¿Me entiende?
-Ridículo, rebatí. Absolutamente absurdo. En primer lugar, no disponemos de tal suma aquí y menos en libras. Tendría que ser algo de extraordinaria importancia para pagar ese precio. Luego, tendría que ver esos papeles. ¿Los trae consigo?
-No vaya a creer que soy un loco. He pasado años madurando esto. Tengo los detalles perfectamente planeados. Ha llegado el momento de actuar. Yo le haré conocer mis condiciones. Si usted las acepta, muy bien, si no…
Con el pulgar de su izquierda apuntó hacia la ventana:
-Si no, trataré de ver si quieren mis documentos esa gente de allá.
El dedo apuntaba en la dirección de la embajada soviética.
Se interrumpió un instante para agregar en seguida:
-Es que ¿sabe?, odio a los ingleses.
Le ofrecí un cigarrillo que aceptó agradecido, y dio una profunda bocanada. Luego se levantó y fue de nuevo hasta la puerta para asegurarse una vez más, de que no había nadie escuchando. Al volverse se plantó delante de mí. Yo me levanté a mi vez.
-Le gustaría saber quien soy ¿verdad? Mi nombre no tiene importancia y nada puede influir en esto. Tal vez le diga en qué me ocupo, pero antes haga el obsequio de escucharme. Le daré tres días para estudiar mi ofrecimiento. Ud tendrá que hablar con su jefe. El 30 de octubre a las tres de la tarde telefonearé a su despacho y le preguntaré si ha recibido una carta para mí. Me anunciaré con el nombre de Pierre. Si Ud dice que no, no me volverá a ver; si su respuesta es afirmativa, querrá decir que mi ofrecimiento ha sido aceptado. En este último caso, vendré a verlo a las diez de la noche ese mismo día. Pero no aquí. Tendrá que fijar algún sitio donde reunirnos. Allí le entregaré dos rollos de películas con los negativos de documentos secretos británicos. Ud me entregará en el mismo encuentro veinte mil libras esterlinas en billetes de banco.
Ustedes arriesgarán veinte mil libras, pero no olviden que yo arriesgo mi propia vida. Si mi primer entrega resultara satisfactoria podrán disponer de más. Por cada rollo de fotocopias que entregue pido quince mil libras esterlinas. ¿De acuerdo?
Me inclinaba a pensar que la oferta pudiera ser genuina. Y anoté mentalmente el detalle, con el fin de puntualizar en el memorándum que habría de escribir sobre el asunto. Tenía la certeza que el ofrecimiento sería rechazado, pero con todo, convinimos en que me llamaría por teléfono a las tres de la tarde del treinta de octubre y también nos pusimos de acuerdo acerca del sitio del encuentro. Nos veríamos cerca del galpón de herramientas, existente en un extremo del jardín de la embajada.
Luego de arreglados todos estos detalles, me pidió que apagara las luces del hall y de las escaleras.
Me detuve en el umbral de la puerta para darle paso. De pronto, me tomó fuertemente del brazo y me susurró al oído:
-¿Ud quiere saber quién soy yo? ¡Soy el ayuda de cámara del embajador de Gran Bretaña!
Continuará...
Comando en Jefe del Ejército - Jefatura II Inteligencia
ESPIONAJE – Tomo 1
Selección de los casos mundiales más famosos del espionaje mundial.
Ediciones Manual de Informaciones – 1979 – Buenos Aires, Rep. Argentina
Por cuestiones de tiempo y dado que la historia es algo larga, la postearé en partes. Les aconsejo que la lean detenidamente y con paciencia. Al principio puede parecer que no lleva a ninguna parte pero con el correr de la historia verán que sí. El que relata la historia es el attaché (agregado) de la embajada alemana en Turquía:
OPERACIÓN CICERÓN
Lo bautizamos Cicerón. Fue un espía y, por lo tanto, ésta es una historia de espionaje. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre, y le debo los seis meses más turbulentos de mi vida, período durante el cual muchas veces sentí que la angustia y la zozobra me sacaban de quicio y que, al cabo, había de llevarme a un paso del pelotón de fusilamiento.
La “Operación Cicerón” se inicia en momentos en que la guerra llega a su ruidosa culminación mundial. Los aliados acababan de desembarcar en Italia. Los rusos, que un año antes dieran la impresión de estar en trance de irreparable desastre frente a las tropas germanas en marcha sobre Stalingrado y volcándose en la península de Crimea, reemprendían el avance hacia el Oeste. En el reloj de la historia, la arena que marcaba la vida del Tercer Reich iba menguando rápidamente. La pavorosa máquina bélica de Hitler comenzaba a flaquear. Los caudillos se resistían a creer en la inexorabilidad de los hechos que los amenazaban, aun cuando la “Operación Cicerón” pusiera al alcance de sus cerebros megalomaníacos, datos precisamente documentados acerca del poderío e intenciones del enemigo, revelaciones de tanto peso que acaso ningún conductor de ejércitos de la historia tuviera jamás la suerte de recibir por conducto del servicio secreto.
El hecho de ser miembro de la embajada alemana en Angora (mi cargo era el de agregado) me situaba en el centro de las incesantes intrigas de la diplomacia del período bélico. La embajada en Angora era, sin duda, el mejor mirador con amplia vista en el mundo exterior y el cargo de embajador allí, el más vital del servicio diplomático de cualquier país. Una prueba más de esta afirmación es el hecho de que representaba al Tercer Reich en Turquía Franz von Papen, ex canciller de su país y el político más astuto y sutil que haya producido la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Oficialmente, nosotros dependíamos del Auswartige Amt (Ministerio de Relaciones Exteriores) a cargo de von Ribbentrop. Pero había muchas otras facciones, personalidades y organizaciones más o menos oficiales, cuyos valores o actividades de mero fastidio en asuntos de política exterior variaban entre sí enormemente, dependiendo sobre todo del valimiento, en cualquier momento dado, de que gozaran sus jefes ante el Führer.
Fuera del embajador, el diplomático alemán más importante en Angora (y el único que además de nosotros dos estuvo directamente vinculado al “affaire” Cícero) fue Jenke, primer secretario de la embajada. Su esposa, mujer encantadora, aunque demasiado ambiciosa, era hermana de Ribbentrop. La presencia de la pareja en Angora no debía de ser del todo fortuita. Hasta aquí los alemanes. Del lado británico, la contraparte de von Papen era Sir Hughe Knatchbull-Hugesen, embajador de S. M. Británica y persona distinguidísima. Lo ví en muchas recepciones oficiales, aunqe, desde luego, nunca tuve ocasión de dirigirle la palabra. Debía contar con la mayor consideración de nuestros huéspedes turcos, y también debía ser uno de los representantes diplomáticos más hábiles y concienzudos a la sazón. Me tocó en suerte tener a la vista y examinar a fondo innumerables documentos de las carpetas secretas de la embajada británica. Muchos de éstos, encabezados “Muy Secreto”, llevaban notas marginales de puño y letra de Sir Hughe, cuya caligrafía tan prolijamente cuidada nos parecía muy significativa del carácter y personalidad de nuestro mayor opositor, así como el estilo esmerado que gastaba en sus informes. Era un estilo expresivo en grado sumo y despojado de toda palabra o frase superflua.
A comienzos del otoño de 1943 tuvo lugar un incidente que, trivial en sí, visto restrospectivamente era una advertencia de lo que ocurriría poco después. A mi criterio, al menos, aquello fue el anuncio de la “Operación Cicerón”.
En cumplimiento de la etiqueta diplomática, asistía yo a una cena de la embajada japonesa. La tertulia se estaba poniendo aburrida, cuando concluida la chismografía, una de las mujeres comenzó a hacer quiromancia. Cuando llegó mi turno, puesto que se trataba de la esposa de un encargado de Negocios, mientras yo era un mero “attaché” (agregado), de ningún modo podía tomar el asunto a chacota. Me sometí a la brujería y sonriendo cortésmente, dije que me leyera las líneas de la mano. Recuerdo que presagió una larga vida y que me esperaban horas amargas y angustiosas. Fuera de estos detalles, nada recuerdo de aquella cena aburrida; pero recuerdo muy bien que, al salir, lo hice lo más temprano que me lo permitió la etigqueta y, ya en mi coche, debí cerrar la portezuela con inconsciente violencia, pues se rompió el vidrio y sus fragmentos cayeron ruidosamente. Se me ocurrió que ya comenzaban las horas amargas. Advierto que no soy supersticioso, pero esa noche conduje el automóvil con lentitud y sumo cuidado, tanto como para no hacerle el juego al destino. Antes de acostarme, empero, al hacer mi esposa y yo la acostumbrada visita al cuarto de los niños, acariciando la frente del varoncito, notamos que estaba afiebrado.
Afortunadamente no resultó nada serio.Más el nuevo día parecía destinado a tener su parte de infortunios. El percance le ocurrió a mi secretaria. El verdadero nombre de la joven no interesa al caso. A decir verdad, nadie en la embajada la llamaba por su nombre de familia. Era Schnürchen para todos y nadie la conocía por otro nombre, porque su expresión favorita era que en la oficina todo debía “Am Schnürchen gehen”, que es el equivalente en lengua alemana de “marchar como una seda” o “a pedir de boca”. Cuando Schnürchen estaba ausente, de vacaciones o enferma, me veía obligado a reducir mis actividades oficiales al mínimo. No era sólo la secretaria perfecta, era virtualmente indispensable.
A la mañana siguiente de la cena en la Embajada del Japón, Schnürchen se apretó un dedo al cerrar la pesada puerta de la caja de hierro de mi oficina. La pobre muchacha sufría angustiosamente y estaba a punto de perder el conocimiento, cuando la dejé sola para ir en busca del médico. El dolor le calmó después de un par de días y no tardó en reanudar sus tareas, aunque incapacitada para usar la máquina de escribir durante un tiempo.
El segundo eslabón de la aviesa cadena fue la necesidad de encontrar una muchacha capaz de reemplazar a la pobre Schnürchen en el trabajo de dactilógrafa. Cornelia había de ser la dactilógrafa, que llegó a complicar tan profundamente la parte más enojosa e ingrata de la “Operación Cicerón”. Anotaré de paso que Cornelia tampoco era su verdadero nombre de pila. No tengo idea de si esta muchacha, a quien el destino le asignó un papel tan vergonzozo en los meses que siguieron, vive aún. Como todo ser humano yo he cometido errores en mi vida y debo admitir que en los más de los casos, he sido yo el único culpable. En el caso de Cornelia, sin embargo, no fue así. Hubo sí, mi parte de error también aquí (uno de los cuales fue serio) pero, en general, las cosas sucedieron impulsadas por la fuerza de las circunstancias. Mi peor yerro fue depositar mi confianza en una persona necesitada (que tampoco era necesidad material, sino ansia de valimiento y confianza) y elegir a ella en lugar de tres personas con mayores méritos. Cornelia resultó ser pérfida e intrigante, traicionó mi buena fe con astucia suma. Neurótica como era, tuvo la rara habilidad de jugar un sutil juego psicológico con todos nosotros.
Tras pocas semanas del percance sufrido por Schnürchen, a comienzos de setiembre de 1943, hice un viaje a Berlín. También este suceso pareció marcado por la fatalidad del comienzo al fin. En el viaje de ida el avión del servicio ordinario fue alcanzado por los cañones antiaéreos de un vapor, mientras volábamos sobre el Mar Negro. Afortunadamente salimos incólumes. En Berlín el horizonte comenzaba a oscurecerse. La recepción en el aeropuerto fue tan fría como el tiempo otoñal. Había comenzado el ataque a Sicilia y las cosas no marchaban mejor en el frente oriental.
Los funcionarios de la capital no tuvieron ambages en decirnos a mí y a otros colegas míos en edad militar, que estábamos perdiendo el tiempo y malgastando valiosa divisa extranjera y que muy pronto seríamos enviados al frente. Nos reprochaban, a nosotros, y a las misiones en otros países, de no haber previsto a tiempo y dado la alarma acerca del desembarco aliado en el norte de Africa. Nos dijeron sin eufemismos de ninguna especie que, a menos que estuviésemos en condiciones de proporcionar algo “muy caliente” en materia de informaciones, nos convenía ir preparando las maletas para cambiar nuestros cómodos cargos por las poco confortables barracas en el frente oriental. No fue con ánimo alborozado que volví a mi puesto del Asia Menor. Sentía la certidumbre de un próximo llamado a la metrópoli, sin sospechar siquiera que había de realizar el trayecto con el portafolio atestado del material informativo “más caliente” de toda la guerra. Imaginará el lector de qué se trata, pues no habían de pasar muchas semanas antes del advenimiento de “Cicerón”.
Un solo episodio digno de registrar ocurrió en el interín. Se relacionaba con dos hombres que, de momento, parecían insignificantes y sin vinculación alguna con el “Caso Cicerón”. Empero, siquiera indirectamente, sobre todo uno de ellos, había de tener una influencia decisiva en el desenlace de la operación. He olvidado sus nombres; los llamaré Hans y Fritz, aviadores alemanes ambos, y en los 25 años de edad. Uno de facciones agradables, pero las del otro eran tan impersonales que su rostro se ha convertido en borrón en mi memoria. Hacía dos meses que estaban en Turquía y se decía que se habían lanzado en paracaídas, después de un dramático combate con cazas rusos. Los turcos los trataban al igual que a combatientes de otras naciones. Se alojaban en confortables hoteles de Angora, de donde podían ausentarse de día, bajo palabra, con la única restricción de volver antes de determinada hora de la noche.
Habiendo llegado hasta la embajada el rumor de sus propósitos de evasión, nos hicimos un deber de advertirles la inconveniencia de intentarla, mientras estuvieran en libertad bajo palabra. Les explicamos que el hecho implicaría faltar a la palabra empeñada, y traería, además, la cancelación de los privilegios que los turcos seguían dispensando tan generosamente a los militares de las potencias del Eje. Se sentían muy a gusto en Angora. Por lo poco que vi y oí de Hans y Fritz por entonces, me convencí de que sus cacareados anhelos de muerte heroica estaban destinados a las jóvenes de la colonia alemana que los colmaban de agasajos. Un buen día, alguien comenzó a dudar de la exacta veracidad del dramático combate aéreo sobre las aguas del Mar Negro. Todo el mundo había oído el relato. No nos sorprendió entonces, al enterarnos de que el dramático combate sobre el Mar Negro, que había hecho apurar los latidos de tantos corazones femeninos, no había existido en realidad. Las autoridades de la Luftwaffe informaron que cierto día, en un campo de aviación militar de la península de Crimea, dos hombres que salieran en un vuelo de prueba, no habían vuelto a base. En este relato de los dos desertores, me he adelantado demasiado en el orden cronológico de los acontecimientos, pues no nos fue posible arrancarles definitivamente la careta hasta muchos meses después de aquella noche del 26 de octubre de 1943, en que conocí a “Cicerón”.
Los días de aquel otoño eran singularmente hermosos. Se tenía la sensación de vivir un mundo pacífico, valga la ironía.
El 26 de octubre no se diferenció, en apariencia, de cualquier otro día. Diligencié asuntos de rutina, salí del despacho temprano y, yendo hacia casa en mi automóvil, estaba lejos de imaginar el acontecimiento que habría de cambiar el curso de mi vida.
Estaba profundamente dormido cuando sonó el teléfono. Aún medio dormido alargué el brazo en busca del receptor. Estaba en el aparato la señora Jenke, esposa del primer secretario. Había en su voz un timbre de ansiedad y urgencia.
-¿Quisiera molestarse y llegarse hasta nuestro departamento? Mi esposo desea hablar con usted.
Le contesté que ya estaba en la cama, y le pregunté de qué se trataba, pero la señora Jenke me interrumpió bruscamente:
-Es urgente, haga el favor de venir en seguida.
Mientras me vestía nos preguntábamos con mi esposa en qué clase de asunto se me complicaría. Acaso algún ridículo radiograma de Berlín. Salí de casa a las diez y media, unos minutos con mi auto y estaba frente a la embajada. Medio somnoliento, el portero turco me abrió el pesado portón de hierro. La propia señora Jenke acudió al llamado del timbre.
-Mi esposo se ha ido a acostar, pero quisiera hablar con Ud mañana a primera hora, me dijo. En seguida, señalándome la puerta de la sala agregó:
-Hay un tipo extraño ahí dentro. Quiere vendernos algo. Trate de hablar con él y saber de qué se trata. Tenga la bondad de cerrar la puerta cuando salga, que he ordenado a los sirvientes que se retiren a sus cuartos.
La señora me dejó solo en el vestíbulo. Allí, antes de abordar al desconocido, me pregunté si en realidad caía dentro de los deberes de un “attaché” (agregado) interrogar a desconocidos sospechosos a esas horas de la noche. Entré en la sala. Hundido en una cómoda butaca, cerca de una de las lámparas, aguardaba un hombre. El rostro quedaba oculto por la sombra de la pantalla. Viéndolo así, inmóvil, hubiérase pensado que dormía.
Pero no; al verme se puso de pie y me habló en seguida en francés:
-¿Quién es Ud? –me preguntó, con un timbre de voz que me pareció de ansiedad.
Le dije que Jenke acababa de darme instrucciones para interrogarlo. Hizo una señal de aprobación con la cabeza y, a juzgar por las líneas de su rostro, ahora plenamente iluminado por la luz de la lámpara, debió de tranquilizarse. Representaba más de cuarenta años. Su cabello lacio y negro, peinado hacia atrás, dejaba ver una frente medianamente alta. Sus ojos de azabache lanzaban nerviosas miradas de mí a la puerta y viceversa.
Me senté y le invité con un ademán a hacer lo mismo, pero no se sentó, hasta dirigirse en punta de pie hacia la puerta, abrirla totalmente de un tirón, cerrarla de nuevo y regresar al punto de partida para sentarse, evidentemente aliviado, en su butaca.
Luego, y en un francés muy defectuoso, me dijo:
-Tengo un ofrecimiento que hacer, propuesta o como quiera llamarle, a los alemanes. Pero antes de decirle de qué se trata, quiero su palabra, acepte o no el ofrecimiento, de que jamás mencionará el asunto a nadie fuera de su jefe. Cualquier indiscreción de su parte, pondría en peligro mi vida y la suya propia. Yo me encargaría de ello, sería el último acto de mi existencia.
Al decir esto, hizo el inconfundible ademán de pasarse la mano por la garganta.
-¿Me da su palabra?
-Desde luego. Si no supiera guardar un secreto, no estaría aquí con Ud en este momento. Pero le ruego diga qué es lo que le trae aquí.
-Mi propuesta es de la mayor importancia para su gobierno… Puedo poner en sus manos documentos sumamente secretos, los más secretos que hoy existen. Proceden directamente de la embajada británica. ¿Bien? ¿Le interesarían, verdad?
Me costó un supremo esfuerzo disfrazar mi estupor. Me puse en guardia. El pareció adivinar mi pensamiento, pues agregó:
-Pero quiero dinero, y mucho. Mi trabajo es peligroso, usted sabe, y si me pillan…
Repitíó el siniestro ademán de cruzarse la garganta con la mano.
-Ustedes han de tener fondos para estas cosas. Yo pido veinte mil libras, libras esterlinas inglesas, ¿Me entiende?
-Ridículo, rebatí. Absolutamente absurdo. En primer lugar, no disponemos de tal suma aquí y menos en libras. Tendría que ser algo de extraordinaria importancia para pagar ese precio. Luego, tendría que ver esos papeles. ¿Los trae consigo?
-No vaya a creer que soy un loco. He pasado años madurando esto. Tengo los detalles perfectamente planeados. Ha llegado el momento de actuar. Yo le haré conocer mis condiciones. Si usted las acepta, muy bien, si no…
Con el pulgar de su izquierda apuntó hacia la ventana:
-Si no, trataré de ver si quieren mis documentos esa gente de allá.
El dedo apuntaba en la dirección de la embajada soviética.
Se interrumpió un instante para agregar en seguida:
-Es que ¿sabe?, odio a los ingleses.
Le ofrecí un cigarrillo que aceptó agradecido, y dio una profunda bocanada. Luego se levantó y fue de nuevo hasta la puerta para asegurarse una vez más, de que no había nadie escuchando. Al volverse se plantó delante de mí. Yo me levanté a mi vez.
-Le gustaría saber quien soy ¿verdad? Mi nombre no tiene importancia y nada puede influir en esto. Tal vez le diga en qué me ocupo, pero antes haga el obsequio de escucharme. Le daré tres días para estudiar mi ofrecimiento. Ud tendrá que hablar con su jefe. El 30 de octubre a las tres de la tarde telefonearé a su despacho y le preguntaré si ha recibido una carta para mí. Me anunciaré con el nombre de Pierre. Si Ud dice que no, no me volverá a ver; si su respuesta es afirmativa, querrá decir que mi ofrecimiento ha sido aceptado. En este último caso, vendré a verlo a las diez de la noche ese mismo día. Pero no aquí. Tendrá que fijar algún sitio donde reunirnos. Allí le entregaré dos rollos de películas con los negativos de documentos secretos británicos. Ud me entregará en el mismo encuentro veinte mil libras esterlinas en billetes de banco.
Ustedes arriesgarán veinte mil libras, pero no olviden que yo arriesgo mi propia vida. Si mi primer entrega resultara satisfactoria podrán disponer de más. Por cada rollo de fotocopias que entregue pido quince mil libras esterlinas. ¿De acuerdo?
Me inclinaba a pensar que la oferta pudiera ser genuina. Y anoté mentalmente el detalle, con el fin de puntualizar en el memorándum que habría de escribir sobre el asunto. Tenía la certeza que el ofrecimiento sería rechazado, pero con todo, convinimos en que me llamaría por teléfono a las tres de la tarde del treinta de octubre y también nos pusimos de acuerdo acerca del sitio del encuentro. Nos veríamos cerca del galpón de herramientas, existente en un extremo del jardín de la embajada.
Luego de arreglados todos estos detalles, me pidió que apagara las luces del hall y de las escaleras.
Me detuve en el umbral de la puerta para darle paso. De pronto, me tomó fuertemente del brazo y me susurró al oído:
-¿Ud quiere saber quién soy yo? ¡Soy el ayuda de cámara del embajador de Gran Bretaña!
Continuará...