Operación Cicerón

Todo sobre el mundo de los espías durante la Segunda Guerra Mundial

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fangio
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Operación Cicerón

Mensaje por fangio » Sab Ago 27, 2005 10:58 am

Fuente:

Comando en Jefe del Ejército - Jefatura II Inteligencia
ESPIONAJE
– Tomo 1
Selección de los casos mundiales más famosos del espionaje mundial.
Ediciones Manual de Informaciones – 1979 – Buenos Aires, Rep. Argentina

Por cuestiones de tiempo y dado que la historia es algo larga, la postearé en partes. Les aconsejo que la lean detenidamente y con paciencia. Al principio puede parecer que no lleva a ninguna parte pero con el correr de la historia verán que sí. El que relata la historia es el attaché (agregado) de la embajada alemana en Turquía:


OPERACIÓN CICERÓN

Lo bautizamos Cicerón. Fue un espía y, por lo tanto, ésta es una historia de espionaje. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre, y le debo los seis meses más turbulentos de mi vida, período durante el cual muchas veces sentí que la angustia y la zozobra me sacaban de quicio y que, al cabo, había de llevarme a un paso del pelotón de fusilamiento.

La “Operación Cicerón” se inicia en momentos en que la guerra llega a su ruidosa culminación mundial. Los aliados acababan de desembarcar en Italia. Los rusos, que un año antes dieran la impresión de estar en trance de irreparable desastre frente a las tropas germanas en marcha sobre Stalingrado y volcándose en la península de Crimea, reemprendían el avance hacia el Oeste. En el reloj de la historia, la arena que marcaba la vida del Tercer Reich iba menguando rápidamente. La pavorosa máquina bélica de Hitler comenzaba a flaquear. Los caudillos se resistían a creer en la inexorabilidad de los hechos que los amenazaban, aun cuando la “Operación Cicerón” pusiera al alcance de sus cerebros megalomaníacos, datos precisamente documentados acerca del poderío e intenciones del enemigo, revelaciones de tanto peso que acaso ningún conductor de ejércitos de la historia tuviera jamás la suerte de recibir por conducto del servicio secreto.

El hecho de ser miembro de la embajada alemana en Angora (mi cargo era el de agregado) me situaba en el centro de las incesantes intrigas de la diplomacia del período bélico. La embajada en Angora era, sin duda, el mejor mirador con amplia vista en el mundo exterior y el cargo de embajador allí, el más vital del servicio diplomático de cualquier país. Una prueba más de esta afirmación es el hecho de que representaba al Tercer Reich en Turquía Franz von Papen, ex canciller de su país y el político más astuto y sutil que haya producido la Alemania de la primera mitad del siglo XX.

Oficialmente, nosotros dependíamos del Auswartige Amt (Ministerio de Relaciones Exteriores) a cargo de von Ribbentrop. Pero había muchas otras facciones, personalidades y organizaciones más o menos oficiales, cuyos valores o actividades de mero fastidio en asuntos de política exterior variaban entre sí enormemente, dependiendo sobre todo del valimiento, en cualquier momento dado, de que gozaran sus jefes ante el Führer.

Fuera del embajador, el diplomático alemán más importante en Angora (y el único que además de nosotros dos estuvo directamente vinculado al “affaire” Cícero) fue Jenke, primer secretario de la embajada. Su esposa, mujer encantadora, aunque demasiado ambiciosa, era hermana de Ribbentrop. La presencia de la pareja en Angora no debía de ser del todo fortuita. Hasta aquí los alemanes. Del lado británico, la contraparte de von Papen era Sir Hughe Knatchbull-Hugesen, embajador de S. M. Británica y persona distinguidísima. Lo ví en muchas recepciones oficiales, aunqe, desde luego, nunca tuve ocasión de dirigirle la palabra. Debía contar con la mayor consideración de nuestros huéspedes turcos, y también debía ser uno de los representantes diplomáticos más hábiles y concienzudos a la sazón. Me tocó en suerte tener a la vista y examinar a fondo innumerables documentos de las carpetas secretas de la embajada británica. Muchos de éstos, encabezados “Muy Secreto”, llevaban notas marginales de puño y letra de Sir Hughe, cuya caligrafía tan prolijamente cuidada nos parecía muy significativa del carácter y personalidad de nuestro mayor opositor, así como el estilo esmerado que gastaba en sus informes. Era un estilo expresivo en grado sumo y despojado de toda palabra o frase superflua.

A comienzos del otoño de 1943 tuvo lugar un incidente que, trivial en sí, visto restrospectivamente era una advertencia de lo que ocurriría poco después. A mi criterio, al menos, aquello fue el anuncio de la “Operación Cicerón”.

En cumplimiento de la etiqueta diplomática, asistía yo a una cena de la embajada japonesa. La tertulia se estaba poniendo aburrida, cuando concluida la chismografía, una de las mujeres comenzó a hacer quiromancia. Cuando llegó mi turno, puesto que se trataba de la esposa de un encargado de Negocios, mientras yo era un mero “attaché” (agregado), de ningún modo podía tomar el asunto a chacota. Me sometí a la brujería y sonriendo cortésmente, dije que me leyera las líneas de la mano. Recuerdo que presagió una larga vida y que me esperaban horas amargas y angustiosas. Fuera de estos detalles, nada recuerdo de aquella cena aburrida; pero recuerdo muy bien que, al salir, lo hice lo más temprano que me lo permitió la etigqueta y, ya en mi coche, debí cerrar la portezuela con inconsciente violencia, pues se rompió el vidrio y sus fragmentos cayeron ruidosamente. Se me ocurrió que ya comenzaban las horas amargas. Advierto que no soy supersticioso, pero esa noche conduje el automóvil con lentitud y sumo cuidado, tanto como para no hacerle el juego al destino. Antes de acostarme, empero, al hacer mi esposa y yo la acostumbrada visita al cuarto de los niños, acariciando la frente del varoncito, notamos que estaba afiebrado.

Afortunadamente no resultó nada serio.Más el nuevo día parecía destinado a tener su parte de infortunios. El percance le ocurrió a mi secretaria. El verdadero nombre de la joven no interesa al caso. A decir verdad, nadie en la embajada la llamaba por su nombre de familia. Era Schnürchen para todos y nadie la conocía por otro nombre, porque su expresión favorita era que en la oficina todo debía “Am Schnürchen gehen”, que es el equivalente en lengua alemana de “marchar como una seda” o “a pedir de boca”. Cuando Schnürchen estaba ausente, de vacaciones o enferma, me veía obligado a reducir mis actividades oficiales al mínimo. No era sólo la secretaria perfecta, era virtualmente indispensable.

A la mañana siguiente de la cena en la Embajada del Japón, Schnürchen se apretó un dedo al cerrar la pesada puerta de la caja de hierro de mi oficina. La pobre muchacha sufría angustiosamente y estaba a punto de perder el conocimiento, cuando la dejé sola para ir en busca del médico. El dolor le calmó después de un par de días y no tardó en reanudar sus tareas, aunque incapacitada para usar la máquina de escribir durante un tiempo.

El segundo eslabón de la aviesa cadena fue la necesidad de encontrar una muchacha capaz de reemplazar a la pobre Schnürchen en el trabajo de dactilógrafa. Cornelia había de ser la dactilógrafa, que llegó a complicar tan profundamente la parte más enojosa e ingrata de la “Operación Cicerón”. Anotaré de paso que Cornelia tampoco era su verdadero nombre de pila. No tengo idea de si esta muchacha, a quien el destino le asignó un papel tan vergonzozo en los meses que siguieron, vive aún. Como todo ser humano yo he cometido errores en mi vida y debo admitir que en los más de los casos, he sido yo el único culpable. En el caso de Cornelia, sin embargo, no fue así. Hubo sí, mi parte de error también aquí (uno de los cuales fue serio) pero, en general, las cosas sucedieron impulsadas por la fuerza de las circunstancias. Mi peor yerro fue depositar mi confianza en una persona necesitada (que tampoco era necesidad material, sino ansia de valimiento y confianza) y elegir a ella en lugar de tres personas con mayores méritos. Cornelia resultó ser pérfida e intrigante, traicionó mi buena fe con astucia suma. Neurótica como era, tuvo la rara habilidad de jugar un sutil juego psicológico con todos nosotros.

Tras pocas semanas del percance sufrido por Schnürchen, a comienzos de setiembre de 1943, hice un viaje a Berlín. También este suceso pareció marcado por la fatalidad del comienzo al fin. En el viaje de ida el avión del servicio ordinario fue alcanzado por los cañones antiaéreos de un vapor, mientras volábamos sobre el Mar Negro. Afortunadamente salimos incólumes. En Berlín el horizonte comenzaba a oscurecerse. La recepción en el aeropuerto fue tan fría como el tiempo otoñal. Había comenzado el ataque a Sicilia y las cosas no marchaban mejor en el frente oriental.

Los funcionarios de la capital no tuvieron ambages en decirnos a mí y a otros colegas míos en edad militar, que estábamos perdiendo el tiempo y malgastando valiosa divisa extranjera y que muy pronto seríamos enviados al frente. Nos reprochaban, a nosotros, y a las misiones en otros países, de no haber previsto a tiempo y dado la alarma acerca del desembarco aliado en el norte de Africa. Nos dijeron sin eufemismos de ninguna especie que, a menos que estuviésemos en condiciones de proporcionar algo “muy caliente” en materia de informaciones, nos convenía ir preparando las maletas para cambiar nuestros cómodos cargos por las poco confortables barracas en el frente oriental. No fue con ánimo alborozado que volví a mi puesto del Asia Menor. Sentía la certidumbre de un próximo llamado a la metrópoli, sin sospechar siquiera que había de realizar el trayecto con el portafolio atestado del material informativo “más caliente” de toda la guerra. Imaginará el lector de qué se trata, pues no habían de pasar muchas semanas antes del advenimiento de “Cicerón”.

Un solo episodio digno de registrar ocurrió en el interín. Se relacionaba con dos hombres que, de momento, parecían insignificantes y sin vinculación alguna con el “Caso Cicerón”. Empero, siquiera indirectamente, sobre todo uno de ellos, había de tener una influencia decisiva en el desenlace de la operación. He olvidado sus nombres; los llamaré Hans y Fritz, aviadores alemanes ambos, y en los 25 años de edad. Uno de facciones agradables, pero las del otro eran tan impersonales que su rostro se ha convertido en borrón en mi memoria. Hacía dos meses que estaban en Turquía y se decía que se habían lanzado en paracaídas, después de un dramático combate con cazas rusos. Los turcos los trataban al igual que a combatientes de otras naciones. Se alojaban en confortables hoteles de Angora, de donde podían ausentarse de día, bajo palabra, con la única restricción de volver antes de determinada hora de la noche.

Habiendo llegado hasta la embajada el rumor de sus propósitos de evasión, nos hicimos un deber de advertirles la inconveniencia de intentarla, mientras estuvieran en libertad bajo palabra. Les explicamos que el hecho implicaría faltar a la palabra empeñada, y traería, además, la cancelación de los privilegios que los turcos seguían dispensando tan generosamente a los militares de las potencias del Eje. Se sentían muy a gusto en Angora. Por lo poco que vi y oí de Hans y Fritz por entonces, me convencí de que sus cacareados anhelos de muerte heroica estaban destinados a las jóvenes de la colonia alemana que los colmaban de agasajos. Un buen día, alguien comenzó a dudar de la exacta veracidad del dramático combate aéreo sobre las aguas del Mar Negro. Todo el mundo había oído el relato. No nos sorprendió entonces, al enterarnos de que el dramático combate sobre el Mar Negro, que había hecho apurar los latidos de tantos corazones femeninos, no había existido en realidad. Las autoridades de la Luftwaffe informaron que cierto día, en un campo de aviación militar de la península de Crimea, dos hombres que salieran en un vuelo de prueba, no habían vuelto a base. En este relato de los dos desertores, me he adelantado demasiado en el orden cronológico de los acontecimientos, pues no nos fue posible arrancarles definitivamente la careta hasta muchos meses después de aquella noche del 26 de octubre de 1943, en que conocí a “Cicerón”.

Los días de aquel otoño eran singularmente hermosos. Se tenía la sensación de vivir un mundo pacífico, valga la ironía.

El 26 de octubre no se diferenció, en apariencia, de cualquier otro día. Diligencié asuntos de rutina, salí del despacho temprano y, yendo hacia casa en mi automóvil, estaba lejos de imaginar el acontecimiento que habría de cambiar el curso de mi vida.

Estaba profundamente dormido cuando sonó el teléfono. Aún medio dormido alargué el brazo en busca del receptor. Estaba en el aparato la señora Jenke, esposa del primer secretario. Había en su voz un timbre de ansiedad y urgencia.
-¿Quisiera molestarse y llegarse hasta nuestro departamento? Mi esposo desea hablar con usted.
Le contesté que ya estaba en la cama, y le pregunté de qué se trataba, pero la señora Jenke me interrumpió bruscamente:
-Es urgente, haga el favor de venir en seguida.

Mientras me vestía nos preguntábamos con mi esposa en qué clase de asunto se me complicaría. Acaso algún ridículo radiograma de Berlín. Salí de casa a las diez y media, unos minutos con mi auto y estaba frente a la embajada. Medio somnoliento, el portero turco me abrió el pesado portón de hierro. La propia señora Jenke acudió al llamado del timbre.
-Mi esposo se ha ido a acostar, pero quisiera hablar con Ud mañana a primera hora, me dijo. En seguida, señalándome la puerta de la sala agregó:
-Hay un tipo extraño ahí dentro. Quiere vendernos algo. Trate de hablar con él y saber de qué se trata. Tenga la bondad de cerrar la puerta cuando salga, que he ordenado a los sirvientes que se retiren a sus cuartos.

La señora me dejó solo en el vestíbulo. Allí, antes de abordar al desconocido, me pregunté si en realidad caía dentro de los deberes de un “attaché” (agregado) interrogar a desconocidos sospechosos a esas horas de la noche. Entré en la sala. Hundido en una cómoda butaca, cerca de una de las lámparas, aguardaba un hombre. El rostro quedaba oculto por la sombra de la pantalla. Viéndolo así, inmóvil, hubiérase pensado que dormía.

Pero no; al verme se puso de pie y me habló en seguida en francés:
-¿Quién es Ud? –me preguntó, con un timbre de voz que me pareció de ansiedad.
Le dije que Jenke acababa de darme instrucciones para interrogarlo. Hizo una señal de aprobación con la cabeza y, a juzgar por las líneas de su rostro, ahora plenamente iluminado por la luz de la lámpara, debió de tranquilizarse. Representaba más de cuarenta años. Su cabello lacio y negro, peinado hacia atrás, dejaba ver una frente medianamente alta. Sus ojos de azabache lanzaban nerviosas miradas de mí a la puerta y viceversa.

Me senté y le invité con un ademán a hacer lo mismo, pero no se sentó, hasta dirigirse en punta de pie hacia la puerta, abrirla totalmente de un tirón, cerrarla de nuevo y regresar al punto de partida para sentarse, evidentemente aliviado, en su butaca.

Luego, y en un francés muy defectuoso, me dijo:
-Tengo un ofrecimiento que hacer, propuesta o como quiera llamarle, a los alemanes. Pero antes de decirle de qué se trata, quiero su palabra, acepte o no el ofrecimiento, de que jamás mencionará el asunto a nadie fuera de su jefe. Cualquier indiscreción de su parte, pondría en peligro mi vida y la suya propia. Yo me encargaría de ello, sería el último acto de mi existencia.

Al decir esto, hizo el inconfundible ademán de pasarse la mano por la garganta.

-¿Me da su palabra?

-Desde luego. Si no supiera guardar un secreto, no estaría aquí con Ud en este momento. Pero le ruego diga qué es lo que le trae aquí.

-Mi propuesta es de la mayor importancia para su gobierno… Puedo poner en sus manos documentos sumamente secretos, los más secretos que hoy existen. Proceden directamente de la embajada británica. ¿Bien? ¿Le interesarían, verdad?

Me costó un supremo esfuerzo disfrazar mi estupor. Me puse en guardia. El pareció adivinar mi pensamiento, pues agregó:

-Pero quiero dinero, y mucho. Mi trabajo es peligroso, usted sabe, y si me pillan…
Repitíó el siniestro ademán de cruzarse la garganta con la mano.

-Ustedes han de tener fondos para estas cosas. Yo pido veinte mil libras, libras esterlinas inglesas, ¿Me entiende?

-Ridículo, rebatí. Absolutamente absurdo. En primer lugar, no disponemos de tal suma aquí y menos en libras. Tendría que ser algo de extraordinaria importancia para pagar ese precio. Luego, tendría que ver esos papeles. ¿Los trae consigo?

-No vaya a creer que soy un loco. He pasado años madurando esto. Tengo los detalles perfectamente planeados. Ha llegado el momento de actuar. Yo le haré conocer mis condiciones. Si usted las acepta, muy bien, si no…

Con el pulgar de su izquierda apuntó hacia la ventana:

-Si no, trataré de ver si quieren mis documentos esa gente de allá.

El dedo apuntaba en la dirección de la embajada soviética.

Se interrumpió un instante para agregar en seguida:
-Es que ¿sabe?, odio a los ingleses.

Le ofrecí un cigarrillo que aceptó agradecido, y dio una profunda bocanada. Luego se levantó y fue de nuevo hasta la puerta para asegurarse una vez más, de que no había nadie escuchando. Al volverse se plantó delante de mí. Yo me levanté a mi vez.

-Le gustaría saber quien soy ¿verdad? Mi nombre no tiene importancia y nada puede influir en esto. Tal vez le diga en qué me ocupo, pero antes haga el obsequio de escucharme. Le daré tres días para estudiar mi ofrecimiento. Ud tendrá que hablar con su jefe. El 30 de octubre a las tres de la tarde telefonearé a su despacho y le preguntaré si ha recibido una carta para mí. Me anunciaré con el nombre de Pierre. Si Ud dice que no, no me volverá a ver; si su respuesta es afirmativa, querrá decir que mi ofrecimiento ha sido aceptado. En este último caso, vendré a verlo a las diez de la noche ese mismo día. Pero no aquí. Tendrá que fijar algún sitio donde reunirnos. Allí le entregaré dos rollos de películas con los negativos de documentos secretos británicos. Ud me entregará en el mismo encuentro veinte mil libras esterlinas en billetes de banco.
Ustedes arriesgarán veinte mil libras, pero no olviden que yo arriesgo mi propia vida. Si mi primer entrega resultara satisfactoria podrán disponer de más. Por cada rollo de fotocopias que entregue pido quince mil libras esterlinas. ¿De acuerdo?

Me inclinaba a pensar que la oferta pudiera ser genuina. Y anoté mentalmente el detalle, con el fin de puntualizar en el memorándum que habría de escribir sobre el asunto. Tenía la certeza que el ofrecimiento sería rechazado, pero con todo, convinimos en que me llamaría por teléfono a las tres de la tarde del treinta de octubre y también nos pusimos de acuerdo acerca del sitio del encuentro. Nos veríamos cerca del galpón de herramientas, existente en un extremo del jardín de la embajada.

Luego de arreglados todos estos detalles, me pidió que apagara las luces del hall y de las escaleras.
Me detuve en el umbral de la puerta para darle paso. De pronto, me tomó fuertemente del brazo y me susurró al oído:
-¿Ud quiere saber quién soy yo? ¡Soy el ayuda de cámara del embajador de Gran Bretaña!

Continuará...

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Mensaje por fangio » Mar Ago 30, 2005 2:44 pm

II parte...

Así concluyó mi primera entrevista con el hombre a quien pocos días más tarde se le bautizaba para el código en clave, con el nombre de Cicerón.

A la mañana siguiente mientras aguardaba la llegada del embajador, Herr Jenke me pidió por teléfono que fuera a su casa. Estaba ansioso por saber los detalles del encuentro.
-Cambié unas palabras con él, me dijo, antes que usted llegara. Pero pensé que era usted el más indicado para tratarlo.
-¡Con que usted había visto al hombre! ¿Por qué cree que lo eligió precisamente a usted?
Sí, lo había visto, y él me conocía ya –dijo Jenke. Hace de esto seis o siete años, cuando yo aún no había entrado en el servicio diplomático, trabajó en casa de mis padres durante un tiempo. No lo había vuelto a ver desde entonces. No recuerdo su nombre, pero lo reconocí apenas lo vi anoche.

El timbre del teléfono interrumpió nuestro diálogo. Había pedido una audiencia con el embajador tan pronto como llegara. Estaba ahora en su despacho y quería verme. Jenke me acompañó. Herr von Papen nos aguardaba sentado en su despacho. Su cabello era entrecano, pero su figura se mantenía siempre apuesta y airosa. Me miró con sus penetrantes ojos azules.
-Anoche –comencé yo- en la casa de Herr Jenke, tuve una conversación realmente insólita con el ayuda de cámara del embajador de Gran Bretaña…
-¿Con quién? – Preguntó interrumpiéndome Herr von Papen.
Repetí mis palabras y le entregué el memorándum que traía preparado. Terminada su lectura se quedó pensativo sin proferir palabra.
-¿Qué debemos hacer señor? – pregunté al fin.
-La suma que pide es demasiado elevada para que nosotros podamos decidir el caso. Prepare un mensaje cifrado a Berlín y tráigamelo personalmente.
Al cabo de media hora estaba de vuelta con el borrador del despacho.
-¿Vislumbra usted lo que pudiera haber detrás de esto? – preguntó el embajador.
-Diría señor, que hasta pudiera ser una celada. Nos dejaría ver algunos documentos, quizá genuinos, y luego nos la pegaría con uno falso.
-¿Qué impresión le dio el quidam?
-Nada buena, señor, aunque hacia el final del coloquio me sentí inclinado a creerle. Me dio la sensación de ser poco escrupuloso, y su odio por los británicos, si no es fingido, debería ser un motivo más, distinto de su manifiesto deseo de hacer dinero.
-¿Qué cree Ud que harían los ingleses si le fueran con un ofrecimiento de esta naturaleza?
-Lo aceptarían, señor, con toda seguridad.

El embajador leyó el borrador del despacho, hizo algunas modificaciones de detalle y lo firmó. El pedazo de papel estaba convertido en documento oficial.
El despacho estaba concebido en los siguientes términos:
“Al ministro de Relaciones Exteriores del Reich. Personal. Muy secreto.
Tenemos un ofrecimiento de un empleado de la embajada británica, suponiéndose sea ayuda de cámara del embajador; procuraría fotografías de documentos originales secretos de sumo valor. Por primera entrega, octubre 30, pide veinte mil libras en billetes banco. Quince mil libras por todo subsiguiente rollo películas. Ruego indicar si ofrecimiento aceptable. Caso afirmativo despáchese suma por correo especial llegar aquí no más tarde 30 octubre. Supuesto ayuda cámara estuvo años atrás servicio primer secretario, aunque no muy conocido.
Papen”.

Fue cifrado inmediatamente y despachado por radiotelegrafía, antes del mediodía del 27 de octubre. Estaba sobre la mesa de Ribbentrop una hora más tarde.

Al anochecer del 28 estábamos convencidos de que el ministro de Relaciones Exteriores, si se dignaba responder, lo haría por la negativa. No era la primera vez que una sugestión de von Papen iba al canasto de los papeles.
El 28 de octubre era la víspera de una gran fiesta patria de los turcos. Esa noche estaba Angora inundada de luces.

El día 29 tenía casi olvidado que esperábamos un radiograma de Berlín. Dábamos por seguro el rechazo de la oferta. Por otra parte, ese día había poco tiempo para pensar en cosas que no fuesen asuntos de rutina. Aparte de las varias funciones relacionadas con la fiesta nacional y las recepciones públicas a atender, daba la coincidencia que también era el cumpleaños de von Papen.
Después de la recepción en la embajada, a la cual concurrieron todos los enviados no enemigos y numerosas personalidades turcas, el cuerpo diplomático en pleno debió concurrir a una recepción ofrecida por el Presidente de la República en el palacio de la Asamblea Nacional. Por la tarde hubo un desfile militar en el hipódromo de la capital.
A mi regreso a la embajada, entré en el despacho del embajador, donde me entregó un cable ya descifrado, cuyo texto es el siguiente:

“Al embajador von Papen, personal.
Acéptese ofrecimiento ayuda cámara británico tomando todas precauciones. Correo especial llegará Angora 30 antes medianoche. Aguardo informe inmediato después entrega documento.
Ribbentrop”.

El 30 de octubre exactamente a las 3 de la tarde sonó el teléfono.
-Pierre aquí. Buenas tardes señor. ¿Ha recibido mis cartas?
-Sí. Nos veremos esta noche. Adiós. Inmediatamente pedí ver al embajador, al que le informé de lo sucedido.
-Tenga cuidado muchacho –me dijo- no se deje engañar. Debemos evitar un escándalo. Usted cuenta con mi orden de seguir adelante, pero no olvide que si algo saliera mal, me temo que me será imposible protegerle; más aún, acaso me vea obligado a sostener que son andanzas suyas. Quiero prevenirle de algo que deberá tener en cuenta: no mencione este asunto a nadie, a nadie. Recuerde: nadie es traicionado sino por los suyos.
-Haré todo cuanto esté a mi alcance. He pensado mucho en ello, incluso la manera de entregar el dinero.
Herr von Papen extrajo del cajón un enorme fajo de billetes de banco. Me causó cierta extrañeza el volumen. Parecían todos sospechosamente nuevos. Me entró una vaga desconfianza…

Diez minutos antes de las diez me hallaba en el lugar de la cita.
-Soy yo, Pierre.
Caminamos desde el galpón hasta el edificio de la embajada.
-¿Tiene el dinero? –me dijo.
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Deme las películas –dije- . El me dio el rollo a la vez que intentaba apoderarse del dinero.
-Todavía no –le dije- . Lo tendrá tan pronto pueda enterarme del contenido de esto. Tendrá que esperar un cuarto de hora mientras los revelo. Está todo preparado. Si no está conforme puede llevarse las películas de vuelta. ¿Está bien así?
-Usted es demasiado suspicaz. Tendría que tenerme más confianza. Pero, muy bien, esperaré aquí.
Tenía todo preparado. El revelador estaba listo y a la temperatura adecuada. Veinte minutos después y, a pesar del reducido tamaño de los negativos, pude distinguir claramente lo escrito a máquina.
El documento llevaba fecha muy reciente: era todo lo que buscaba. Me dirigí a mi despacho y puse delante un recibo que tenía preparado, pero lo hizo a un lado con gesto arrogante. Confieso que me sentí ridículo. Luego se metió el voluminoso paquete bajo el sobretodo.
-Adiós, señor –dijo. A la misma hora mañana.

No cabía sospecha acerca de la autenticidad de esos papeles. Nos acababa de llover del cielo la clase de papeles que todo agente del servicio de espionaje puede soñar durante toda la vida, sin la esperanza de verlo jamás en sus manos. De singular valor fueron los cables del Foreign Office inglés acerca de las relaciones y cambios de opiniones entre Londres, Washington y Moscú. Aparte de la fecha, traían hora de transmisión y recepción de los operadores. Este era un punto de señalada significación que, según nos comunicó Berlín, ayudó a los expertos a descifrar el código diplomático británico.

Al día siguiente, y junto con el memorándum que preparé, le llevé a von Papen las ampliaciones de las copias fotográficas.
-A esa criatura hay que bautizarla –dijo el embajador. Para los mismos despachos debemos darle un código. ¿Cómo le llamaremos? ¿Lo ha pensado?
-No señor. ¿Por qué no Pierre? Es el nombre con que se ha dado a conocer. Y estoy seguro que es supuesto.
-No sirve muchacho. Muy poca fantasía. Debemos darle un nombre clave que él conozca. Puesto que los documentos son tan, tan elocuentes, llamémoslo Cicerón.
Así pues, a la edad de más o menos cuarenta años, fue rebautizado el ayuda de cámara del embajador británico por el embajador del Tercer Reich en mi presencia. Recibió el nombre del gran romano.

Ese día el embajador, Herr Jenke y yo, discutimos sobre el curso de estos acontecimientos, diversos puntos de interés:
¿Cómo, por ejemplo, podía llegar un ayuda de cámara a tener acceso a tales documentos secretos? ¿Contaba con un cómplice? Es decir, ¿había en la embajada otra persona en conocimiento del asunto? ¿De qué ardides se valía para fotografiar los documentos y cómo se enteraba del contenido de aquellos más dignos de reproducir… y vender? ¿Cuáles eran sus móviles principales, si los había, aparte del innegable interés por el dinero? ¿Por qué, según su propia confesión, odiaba tanto a los ingleses? ¿Y, cómo siendo así, gozaba de la confianza del embajador, indispensable para ser su ayuda de cámara? ¿Por qué insistía en ser pagado en libras esterlina, divisa tan escasa en Turquía e impopular, si se la comparaba con el dólar y el oro?
Tomé debida nota de todo esto para discutirlo con el propio Cicerón. Llegado el momento, a medida que fui haciéndole las preguntas fue contestándolas, en general, satisfactoriamente. En uno solo detalle me mintió al preguntarle por qué al hablar conmigo lo hacía en francés, que hablaba muy deficientemente, cuando, por el hecho de ser ayuda de cámara del embajador británico, debía hablar el inglés corrientemente. Me negó que hablaba este idioma, lo cual me pareció raro y sospechoso. Finalmente descubrí que Cicerón ocultaba su conocimiento del inglés por una razón para él muy plausible.

Esa noche a las 22 hs me esperaba en el lugar indicado. Subimos a mi despacho y Cicerón repitió las precauciones de descorrer las pesadas cortinas con el fin de asegurarse de que no había oídos indiscretos. Finalmente depositó dos rollos de película sobre mi escritorio.
-Me dejó estupefacto, anoche, su técnica fotográfica –le dije. ¿Lo hace solo, o cuenta con la ayuda de alguien? De todos modos usted da la impresión de ser un experto en fotografía.
-Hace años que me intereso en el arte fotográfico. Nadie me ayuda.
-Pero, perdone la curiosidad, ¿cómo hace para tomar las fotografías, y dónde? Me interesa sobremanera.
-¿No se conforma ya con que le entregue el material? –preguntó de pronto, como poniéndose en guardia. Acaso algún día pueda decirle cómo trabajo, pero por ahora ¡no!
No valía la pena insistir. No tuve otra alternativa que creerle aquello de que nadie más estaba en el asunto.
-¿Cuándo volveré a verlo? –le pregunté.
-Lo llamaré por teléfono cuando tenga novedades, pero no espere que vuelva aquí, hay demasiado riesgo. Nos encontraremos en una callejuela de la ciudad vieja. En algún punto donde no tenga que detener su coche. Usted avanza a paso de hombre, con los faros a media luz, y, cuando llega a mi lado abre la portezuela y yo salto adentro. Si hubiera alguien a la vista, dé la vuelta a la manzana hasta que no haya “moros en la costa” ¿Por qué no me lleva ahora con su coche al centro?, podríamos elegir el lugar.
-Ah, otra cosa quería decirle –añadió, mientras me disponía a ir en busca de mi coche-. Por si acaso estuviera intervenida la línea de su teléfono -¡nunca se sabe!- yo indicaré siempre veinticuatro horas más tarde de la real. Cuando le diga, por ejemplo, que lo espero para una partida de bridge a tal hora del día ocho, querrá decir que yo estaré allí a esa hora del día siete. Así iré más tranquilo.

Bajé pues en busca del coche. Luego habiendo recorrido unas oscuras callejuelas de la ciudad vieja, me indicó detener el coche frente a un terreno baldío. Este –me dijo- será nuestro punto de encuentro por el momento. Tuve buen cuidado de grabarme en la memoria las características del lugar. Era difícil su confusión, pues estaba cerca de una encrucijada. Una vez más Cicerón había demostrado su clase.

Mis diarias tareas de las dos semanas siguientes fueron la preparación de borradores de despachos y ponerlos en clave. Berlín continuaba insistiendo en que les proporcionase informaciones precisas acerca de la identidad de Cicerón, sus antecedentes, etc. Se interesaban por los detalles de menor valor, cuando lo que en verdad contaba era la clase de material que nos entregaba.

El día cinco, mi secretaria me comunicó que un señor Pierre me invitaba a jugar al bridge a las nueve de la noche del seis de noviembre.
Ello significaba que la cita era para esa misma noche.
Acordada la cita, Cicerón me alcanzó un rollo envuelto en papel de diario y yo a mi vez le pasé el envoltorio con los billetes de banco. Al hacer unas preguntas de que Berlín quería saber su nombre y nacionalidad me dijo: Mi nombre no tiene por qué interesar ni a usted ni a Berlín, sin embargo puede comunicarle de que no soy turco: soy albanés.
-¿Es indiscreción preguntarle por qué odia tanto a los ingleses? –le dije.
-A mi padre lo mató un inglés de un tiro de fusil –me respondió.
Por primera vez y durante unos pocos minutos sentí por ese hombre, un vago sentimiento de simpatía. Momentos más tarde Cicerón descendía del coche al doblar una esquina, dirigiéndose luego a la Embajada británica.

Al día siguiente entraba al despacho de von Papen con las fotografías y un memorándum con el relato acerca de la identidad de Cicerón. A su vez el embajador me comunicó que de Berlín se me pedía que fuese llevando todo el material del “caso”, tanto las películas originales como las ampliaciones. Es despacho estaba firmado por el subsecretario de Relaciones Exteriores. Tenía ya reservado un asiento en el avión que salía de Estambul el día 2 de noviembre.
Ya en Berlín se me informó que el Jefe del Servicio Central de Seguridad del Reich, Coronel Kaltenbrunner deseaba ver los documentos.
Allí comenzaron a dispararme con sus preguntas, sobre todo hacia la personalidad de Cicerón. Elogiando una de las fotocopias donde e informaba en detalle la conferencia de Casablanca, dijeron que debía de ser un sujeto realmente extraordinario.
-Tenga por seguro que no es un ayuda de cámara cualquiera –dije yo- ni por cierto un hombre del montón. Sabe lo que quiere, es de voluntad recia, parece inteligente y cuidadoso en detalles.
Luego fui llevado a presencia de Ribbentrop, el ministro de Relaciones Exteriores, donde repetí lo que había dicho tan a menudo.
-Yo quiero hechos –me dijo el ministro-, ese sujeto va sin duda, en busca de dinero. Lo que a mí me interesa saber es si los documentos son o no auténticos.
Por ese entonces, en Berlín, más de una veintena de personas ya conocían el “Caso Cicerón”.

El 24 de noviembre el Ju-52 aterrizaba felizmente en Estambul. Al día siguiente estaba yo en mi casa. Me cambié de ropas y fui directamente a mi oficina. Mi secretaria me dijo que cierto señor Pierre había telefoneado varias veces y que volvería a hacerlo ese mismo día.
-¿Nada más?
-Sí, algo más.
Me dijo entonces que acababa de contraer matrimonio y deseaba tomarse unos días para reunirse con su esposo en Estambul.
-Concedido, contesté.
Esa misma noche tuve otra entrevista con Cicerón.

El próximo correo a Berlín llevaría nuevas fotografías entre las cuales una habría de causar allí más sensación que las recibidas hasta entonces. Contenía un mensaje sobre detalles técnicos del intercambio entre Londres y Angora. Supe después que la información había rendido un inmenso servicio al Buró de Inteligencia alemán: había ayudado a descifrar una importante clave del “Intelligence Service” británico.
En esta entrega había material de considerable importancia política. Estábamos al corriente de cuáles eran los objetivos británicos.

En los últimos días de noviembre tuve que trasladarme a Estambul, pues Cicerón me solicitó como favor especial, le consiguiera el equivalente en dólares de 5.000 libras. Me retuve pues esa cantidad del siguiente pago. Por ese entonces, Cicerón nos traía casi a diario documentos de incalculable valor.
Efectuado el cambio en momento oportuno, pues un hombre de negocios armenio a punto de salir del país había entregado dólares para comprar libras esterlinas, pasé dicha cantidad a nuestro Cicerón, que según me indicó, debía realizar una provechosa inversión.
Pasado un tiempo, recibí una comunicación del gerente del banco, el cual con evidente ansiedad me decía que un cable procedente de Suiza denunciaba que las libras dadas allí por el comerciante armenio y llevadas a Inglaterra por un hombre de negocios habían sido secuestradas por falsas.
Mandé un radio a Berlín, informando esto y pidiendo instrucciones. La respuesta vino henchida de indignación, expresando que era un disparate dudar de la autenticidad de cualquier dinero remitido desde la Wilhelmstrasse. Se insinuaba que durante el trayecto los billetes podían haber sido reemplazados por falsos. Se me ordenaba resarcir al banco con dinero de la embajada, dentro de la mayor discreción posible. Obedecí las órdenes de Berlín y la transacción quedó solucionada sin publicidad ni escándalo de ninguna especie. Pero yo no estaba satisfecho. Se me ocurría que la Wilhelmstrasse pudiese llegar a imprimir billetes extranjeros falsos.

El primer correo de diciembre traía un mensaje para mí. Estaba marcado “Muy confidencial. Personal”. Era una orden de Kaltenbrunner, en la cual me decía que el futuro, me quedaba prohibido hacer conocer al embajador von Papen detalle alguno relacionado con el caso Cicerón. Bajo ningún concepto debía mostrarle los documentos oficiales. Sin pensarlo dos veces desobedecí la orden. Más aún, le llevé la carta a von Papen y le pedí consejo. Se mostró sumamente enfadado y dijo entre otras cosas, que si la orden esa llegaba a ser compartida por Ribbentrop, dimitiría en seguida su cargo. En cuanto a mí, la desobediencia de la orden habría de colocarme en una situación sumamente desagradable, a raíz de un incidente ocurrido tiempo más tarde.

Diciembre fue el mes culminante de Cicerón. Este parecía cambiado; se mostraba muy afable y hasta curado en apariencia de la timidez y reserva de los primeros tiempos. Traía trajes hechos sobre medida del mejor casimir inglés y zapatos lujosos con suela de goma crepé. Un día al verlo con un gran reloj de pulsera de oro, creía llegado el momento de ponerlo en guardia. Al respecto lo aconsejé que podría resultar sospechoso en la embajada al verlo en ese tren de gastos.

La siguiente entrega de Cicerón nos aclaró la secuencia de los acontecimientos en las reuniones de los Jefes aliados. La conferencia de Moscú, entre Stalin, Eden y Cordell Hull; las conversaciones de El Cairo entre Roosevelt, Churchill y Chiang-Kai-Sheck y la conferencia en Teherán, con la concurrencia de los Tres Grandes.
Sentado ante mi escritorio, resumiendo lo que decía el nuevo fajo de fotocopias, tuve la sensación, brutalmente clara, de que aquello no era ni más ni menos la sentencia de muerte del Tercer Reich.
Sobre Navidad, una entrega de Cicerón incluía un documento vinculado con las relaciones anglo-turcas. Angora se avendría a ceder a las pretensiones británicas tendientes a una mayor “infiltración” de efectivos ingleses. Hasta se daban cifras. Su lectura inquietó al embajador. No cabía duda de que tan pronto se enteraran en Berlín de lo que se estaba fraguando, el contragolpe sería inminente y violento. Von Papen decidió obrar sin tardanza. Pidió audiencia con el ministro de Relaciones Exteriores turco Numan Menemencioglu. Este, hombre sumamente astuto y tan avezado diplomático como el embajador alemán, se circunscribió a manifestarle de que debía estar mal informado, restándole significación a un posible acuerdo con Londres.
En cuanto von Papen hubo salido, Menemencioglu mandó llamar al embajador británico. Ambos acordaron de que von Papen no podía estar tan bien informado, a menos que hubiera alguna grieta en las altas esferas del lado británico o turco. Sir Hughe informó inmediatamente al Foreign Office. No he olvidado la frase sentenciosa con que Sir Hughe concluía su informe: “Papen sabe evidentemente más de lo que debiera”. En menos de treinta horas tenía yo en mis manos el envío del cable a Londres. Cicerón trabajaba con sorprendente celeridad esos días.


En cuanto pueda pasaré la III y última parte.

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fangio
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Mensaje por fangio » Vie Sep 02, 2005 1:32 pm

III Parte (y última)...

No cabía dudas de que la relación radiográfica de la embajada británica al Foreign Office, de la conversación de Papen con Menemencioglu, estaba en poder de datos que no podrían promvenir sino de documentos entregados a Cicerón. Por otra parte, cunado las fotocopias del informe de sir Hughe con numan Menemencioglu estuvieran en Berlín, poco le costaría a Kaltenbrunner llegar a la conclusión de que yo había desobedecido su bien explícita orden. Tenía en ese instante la sensación de despachar mi propia sentencia de muerte.

Al cabo de una semana el correo me traía una carta maracada personal. Se me informaba de que se me haría responsable de un grave acto de indisciplina por haber deobedecido órdenes categóricas.

No bien surgieron las primeras sospechas los británicos iniciaron inmediatos e intensos esfuerzos para dar con la fuente de información del embajador alemán. Tales esfuerzos fueron coronados por el éxito gracias a Cornelia.

Promediando el mes de diciembre, Seiler, nuestro agregado de prensa, debió trasladarse a Sofía en misión oficial. Allí en la Legación Alemana conoció a los padres de Cornelia, diplomático de la vieja escuela que ocupaba un alto cargo en aquella legación. La hija también estaba empleada allí como secretaria de cierto funcionario. Se la suponía de temperamento sumamente nervioso; los raids enemigos la afectaban enormemente y sus progenitores preveían un colapso a breve término. El padre, que la adoraba, pidió a Seiler tratara de llevársela y viera de poder asignarle algún empleo en el consulado alemán de Estambul o en la embajada de Angora.

Como por ese entonces me hacía falta una empleada, a causa del aumento de tareas y de la situación de mi secretaria, que no teniendo totalmente curado el dedo, no estaba en condiciones de usar libremente la máquina de escribir, referí el asunto al embajador, quien no opuso objeción a la transferencia de Cornelia de Sofía a Angora. El Jefe del departamento de personal del Ministerio de Relacines Exteriores en Berlín, prestó su conformidad sin reparo alguno.

Llegó la primera semana de enero. Fui a esperarla a la estación y al verla descender del tren me causó una sensación de disgusto. Era de una edad que podría estar entre los veinte y los treinta años. Su cabello largo y platinado, sus ojos eran apagados y más bien de una expresión vidriosa. No tenía en ese momento ningún atractivo que pudiese atenuar mi primera mala impresión. Quise persuadirme de que se debía al largo viaje.

Cornelia fue para mí enigma desde el primer instante que la ví y continúa siéndolo hasta el día de hoy.

Deposité demasiada confianza en Cornelia, error mío por el cual debía pagar caro precio más tarde. Otro no menos imperdonable fue la renuncia a investigar ciertos detalles de su vida privada. No tardé en eterarme, por ejemplo, que la muchacha se netendía con uno de los desertores alemanes internados en Angora.

Instalada en el hogar de uno de mis amigos, lo dejó a las pocas semanas para ir a instalarse en una de las muchas casas de departamentos de la ciudad. También aquí, de haber sido un poco más avisado y curioso, hubiera descubierto que en el piso superior al que ella fue a ocupar, vivía un empleado de la embajada británica.

Al promediar enero, Cicerón me anunció las sucesivas llegadas a la embajada británica de gnete de Londres, encargada de misiones, a su entender misteriosas. Para mí, en cambio, no tenía otro significado que aquello no podía ser sino una investigación en las actividades de la embjada, acaso, para fundar sospechas. Todas las cajas de hierro iban siendo provistas de dispositivos de alarma. La situación iba tornándosele a Cicerón peligrosa en extremo. Si hubiera sido hombre menos temerario y más advertido, habríase conformado con lo que tenía, pero Cicerón estaba hecho de otra pasta.

Fechas de señalar especialmente en el transcurso de la Operación Cicerón fue el 14 de enero de 1944. Aquel día, cualquier duda de los hechos anunciados por los documentos que nos entregaba Cicerón, debieron de despejarse para siempre de las mentes denuestra gente en Berlín. Entre los documentos había uno en que se consignaba la decisión de iniciar una serie de fuertes ataques aéreos a las capitales de los países balcánicos aliados de Alemania: Hungría, Rumania y Bulgaria. Primera de la lista estaba Sofía, cuyo bombardeo se fijaba para el día 14 de enero. Gracias a Cicerón, tanto Berlín como Bulgaria tuvieron conocimiento de lo que se preparaba con dos semanas de anticipación. Si se llevaba a cabo el raid, tendríamos la prueba definitiva de la autenticidad de los documentos. ¡Nada menos que la muerte de miles de inocentes civiles habrían de convencer a Ribbentrop y Kaltenbrunner!

Mi estado de ánimo aquella tarde fue terrible. Pedí comunicación con nuestra legación alemana en Sofía y luego de insistentes llamados recién a la madrugada del día 15 me pude poner en comunicación.

Acabamos de soportar –díjome- el más grave de los bombardeos desde el comienzo de la guerra.
La ciudad está envuelta en llamas.
La primera semana de febrero Cicerón volvió a estar activo. –Me ha llevado teimpo descubrir los dispositivos de seguridad y alarma –me dijo-. Me hallaba en habitación contigua cuando oí la explicación de los expertos sobre las instalaciones.

No le dije a Cicerón que acababa de contradecirse respecto de su conocimiento del inglés. Luego me refirió los detalles sumamente complejos, de los novedosos aparatos basados en dispositivos electromagnéticos, colocados en la caja de hierro. La intención era muy clara por cierto: aumentar el precio de su labor. Pretendía 20.000 libras por cada rollo con la garantía de un mínimo de quince exposiciones.

Por esa fecha debía descubrir finalmente por qué Cicerón me había mentido acerca de su conocimiento del inglés. Y era que, no sabiendo inglés, no se le podía exigir escogiera de entre el material disponible, el más importante. Por consiguiente, se nos ponía en la situación de pagarle por rollo completo aun cuando utilizara como relleno documentos sin importancia.

Enterado Berlín de las pretensiones de Cicerón, se me autorizó a entregarle dicha suma. Una amplia sonrisa entre burlona y satisfecha se dibujó en su rostro cuando le entregué tal cantidad. Desde entonces fueron frecuentes nuestras conversaciones en inglés.

Por ese entonces, ocurrió un hecho que debía de ser la cadena de una larga serie. Acababa de desaparecer un funcionario alemán del consulado en Estambul. Se tenía la certeza de que e había pasado a los ingleses. Había logrado llevarse valiosos documentos para los enemigos de Alemania en Turquía.

Casi en seguida hubo otro caso de deserción, y a los pocos días un tercero.
Cornelia, de ordinario callada y apática, llevó hasta la exageración la condena de tales acontecimientos.

Luego, un día del mes de marzo, enfrermó Schnürchen, mi secretaria. Quedé pues a merced de la ayuda de Cornelia. He de confesar que la muchacha hizo cuanto pudo por ser útil. El peor día de la semana era para nosotros, la v´spera de la partida del avión correo. Significaba demorarse en la oficina hasta altas horas de la noche, con el fin de tener todo preparado para la partida del avión al día siguiente. Un día de esos Cornelia se ofreció a quedarse hasta la hora que fuese para terminar el trabajo y salvar el apremio de la mañana siguiente.

Me causó buen efecto el ofrecimiento y la dejé sola en la oficina por primera vez en posesión de las llaves de la caja.

Esa noche no pude dormir tranquilo. No se me ocurría siquiera la idea de una posible infidencia de la muchacha; temía solamente que, alocada como era, podía no cerrar la caja debidamente o hasta perder la llave por el camino. De modo que volvía a mi despacho. Aún había luz en la oficina. Cuando entré estaba sentada en la máquina de escribir. Se sobresaltó al verme.

-Hace horas que debiera estar en la cama, Cornelia. No importa si no puede terminar su trabajo.

La llave estaba puesta en la cerradura de la caja, la cerré y me la puse en el bolsillo.

-¿Es que me tiene confianza? A la otra secretaria le permite quedarse con las llaves. Dos gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas y la expresión era la de un perro al que se lo ha castigado injustamente.

-Si no le tuviera confianza no le hubiera dejado la llave de primera intención. Me la llevo ahora porque necesito dormir tranquilo.

Los días que siguieron transcurrieron sin novedades.

Dede semanas atrás, veníamos observando que muchos de los documentos entregados por Çcicerón, insinuaban la realización de lo que prometía ser una operación de suma importancia. Por ahí había aparecido un nuevo título: “OPERACIÓN OVERLORD”. Me revanaba los sesos en descifrar el signifacado de Overlord; ni Berlín atinaba a dar con el enigma. Indiqué a Cicerón me hiciera saber sin demora cualquier conversación en que oyera mencionar la palabra “Overlord”. Luego, un día recordé un pasaje de un documento traído por Cicerón. Consulté el archivo; se trataba de un cable de Londres al embajador británico insistiendo en ciertas negociaciones anglo-turcas que debían estar concluídas para antes del 15 de mayo. Por otra parte en copias de las conferencias de Moscú y Teherán, indicaban que Churchill habíase comprometido a abrir un segundo frente en Eurpa durante el curso del año 1944.

Tuve, pues la convicción de estar en poder de la respuesta. La “Operación Overlord” significaba, en cifras, segundo frente. Despaché un cable a Berlín exponiendo mi hipótesis. Hubo una respuesta lacónica: “Posible, pero harto improbable”.

De modo pues, que el alba del 6 de junio de 1944, cuando la grandiosa armada anglo-norteamericana emergió de la oscuridad frente a las cosas de Normandía, tuvo Alemania la final y tardía confirmación del sentido real de aquellas misteriosas deos palabras. Parecía una irónica jugarreta del destino, el que la última pieza de valiosa información proporcionada por Cicerón, debiera ser tratada por Berlín exactamente con la misma falta de comprensión que todas las demás. Y digo la última pieza porque en verdad, aquel rollo de película que se refería a la “Operación Overlord” entregado a comienzos de marzo, fue el último obtenido por Cierón.

Fuera a causa de su saciada avidez de dinero, o fuera porque las condiciones en que debía desenvolverse iban tornándoese cada vez más peligrosas, la verdad es que Cicerón dejó de entregar material informativo. Para entonces, Cicerón había recibido de mis manos en toal, la suma de 300.000 libras esterlinas.

Estaba destinado a suceder. Cornelia se enteró de la “Operación Overlord” hacia fines de marzo. Uesto que mi secretaria continuaba enferma, se ocupaba de toda la correspondencia dirigida a mi departamento. De ordinario en Berlín cuidadban de poner todo lo relacionado con la operación en un sobre aparte dirigido a mí personalmente y marcado: “Estrictamente confidencial. A ser abierto personalmente”. Extraña coincidencia; esta vez el encargado de efectuar dicho requisito habíase olvidado; Cornelia lo abrió y leyó su contenido.

Para Semana Santa, Cornelia entró en mi oficina y me dijo:
-¿Me concede unos días de permiso? Me encantaría pasar unos días con mis padres que están ahora en Budapest. Sé que las vaciones no me corresponden aún, pero es que mi hermano estará en uso de licencia esos días.

Luego de prometerme que dejaría todo su trabajo “al día” y de lo felíz que la haría el dejarla poder ir a su casa, le concedí el permiso.

Yo mismo me encargué de los pasajes y el día jueves, a las 0630 hs, es decir media hora antes de la partida del tren, me encontraba en la estación. Cinco minutos antes de salir el tren. Cornelia no aparecía. Mi preocupación se convirtió en alarma cuando arrancó el tren.

Me dirigí a su departamento y allí me dijeron que a las tres de la tarde se había marhado con todo su euipaje.
Referí el hecho a von Papen.

-¿Qué piensa hacer? –me dijo-.
-Me pondré a buscarla y si no doy con ella, supongo que habrá que avisar a Berlín.

En efecto revolví cielo y tierra sin tener el menor indicio en dónde podía estar Cornelia. Al preguntarle a los aviadores germanos internados si sabían algo de ella, me dijeron en un tno sospechoso que hacía una semana que no la veían. No me quedaba otro recurso que dar la novedad a Berlín. Al quinto día se me ordenó partir inmediatamente para Alemania. Ya en Angora en espera de la salida del avión, me instalé en un hotel. Al cabo de un par de horas un mensajero de nuestro Consulado me entregaba un sobre. Era de un amigo mío del Ministerio de Relaciones Exteriores. Me anticipaba que se me arrestaría tan pronto pusiera pie en suelo alemán.

Se sospechaba de mi fidelidad en ciertas altas esferas del Ministerio y que había alentado, si no ayudado a mi secretaria a fugarse.

¿Cómo lograría probar que nada tenía que ver con la fuga de Cornelia?

El avión salía dentro de pocas horas. Berlín interpretaría mi actitud como prueba concluyente de mi culpabilidad. Finalmente, despaché un radio a Berlín comunicando que había caído enfermo y el médico me prohibía viajar en avión.

Estaba cansadísimo cuando volví al hotel. Acababa de desvestirme cuando sonó el teléfono.

-Le hablo del lado británico –me dijeron. Si va mañana a Berlín, tenga por seguro que lo fusilarán. Queremos darle una última oportunidad. Venga con nosotros y salve la vida y la de su mujer y sus hijos.
-Imposible –repuse y colgué-.

Estas llamadas se repitieron varias veces.
Al día siguiente volví a Angora. Cicerón me llamó por teléfono y acordamos una cita para las diez de la noche.

-Su secretaria se ha pasado a los ingleses –me dijo- en seguida. Yo admití bajando la cabeza.
-¿Qué sabe de mi secretaria?
Tras una pausa le dije: Sabe su nombre en clave… acaso más… Me miró con ojos vidriosos.
Le conviene –añadí yo- irse de Angora sin pérdida de tiempo.
Estaba acorralado, abatido. Los ojos oscuros reflejaban un pánico gélido.
-Adiós, señor –díjome al despedirse.
Por primera vez le di la mano. Desapareció en la oscuridad y nunca he vuelto a verle.

Una mañana me encontré con una carta dirigida a mi domicilio particular. Contenía una sola línea escrita a máquina:
“En la Embajada Británica se sabe todo lo de Cicerón”.

Ese mismo día a menos de una hora de recibido el anónimo, tenía en mis manos otra carta llegada en el correo semanal de Berlín. Su contenido no era menos inquietante:
“Queda usted notificado por la presente que ha sido abierta una encuesta detinada a establecer debidamente en qué medida es usted responsable de instigar y ayudar a su secretaria a desertar al campo enemigo el dia 6 de abril”.

¡Gratitud de la Madre Patria!

He relatado el último capítulo de la “Operación Cicerón”. La guerra frisaba en la etapa catastrófica. Aún si Cicerón hubiese seguido entregando valioso material, me parece dudoso que Alemania hubiera podido sacar provecho alguno.
Mientras tanto, acaso interese la suerte corrida por los principales personajes de mi relato.

Mi propia suerte quedó sellada por la ruptura de relaciones germano-turcas en mayo de 1944. De esta fecha hasta agosto, estuve ocupado en organizar la evacuación de la numerosa colonia alemana residente en el país. El embajador salió en el primero de los trenes especiales que se tenían reservados al efecto. Yo quedé para embarcarme en el último. Pero los acontecimientos se precipitaron de tal suerte que el tercer tren nunca llegó a lsalir de Angora. El ejército Rojo avanzando a través de los Balcanes cortó en hora oportuna la línea ferroviaria. Estuvimos hasta fines de 1944 en espera de un barco sueco con certificado de libre tránsito. Una vez más me ayudó la buena estrella. No hubo barco sueco disponible hasta fines de abril del año siguiente. Mas, para entonces Hitler había muerto y el Tercer Reich estaba en los estertores de la agonía. Finalmente zarpamos de Estambul. En Gibraltar ya no rugían los cañones. Después de un interrogatorio, se me dejó en libertad, donde pude regresar a mi Viena natal. No se me acusó de crimen alguno y me complace declarar que volví a mi vida ciudadana libre de cargos. Mi vida transcurre ahora serena y pacíficamente en el Tirol austríaco, donde me desempeño como gerente de exportación de una firma de tejidos.

Ribbentrop y Kaltenbrunner, según todo el mundo lo sabe, fueron condenados a muerte en Nüremberg. Herr von Papen, salió absuelto.

No tengo conocimiento de la suerte corrida por la joven que aquí he llamado Cornelia. No estaría seguro de reconocerla si la encontrase hoy por la calle. La Cornelia que trabajó a mi lado era una rubia de largo cabello, la típica muchacha alemana. La que partió de Turquía con los británicos, según supe entonces, tenía el cabello teñido de negro, cortado muy corto. Su aspecto, en opinión de quienes la vieron, era el de una elegante joven norteamericana.

Cicerón se esfumó también; a escasos días de nuestra última entrevista dejó la embajada británica. Si fue arrestado o si logró escurrirse a tiempo, tal vez no lo sepamos jamás. Los archivos del servicio secreto británico tal vez podrían arrojar alguna luz sobre la suerte de nuestro personaje; podrían, pero no lo harán, seguramente.

Si Cicerón huyó con su dinero no habrá podido llevar durante largo tiempo la vida de gran lujo que e tenía forjada en su mente megalómana. Recibió de mis manos 300.000 libras. Más tarde me enteré de que casi todos los billetes eran falsos. Resumiendo, si Cicerón pudo llevarse consigo toda la fortuna acumulada, no alcanzaría su valor real a 35.000, más 20.000 dólares y 2.000 libras en diamantes, a lo cual hay que restar lo que había gastado ya en Angora en camisas de seda y relojes de pulsera.
Digamos un total de 40.000 libras esterlinas. Suma nada despreciable pero apenas mayor de la décima parte de cuanto él creía tener.

Echadas las cuentas, ¿cuál fue el resultado concreto y definitivo? Se pagó la mayor suma de dinero jamás pedida en la historia del espionaje, pedida, es cierto, a cambio del mayor valor ofrecido: documentos portadores de informaciones precisas, informaciones de último momento, acerca de los más guardados planes del enemigo. Y resultó que el dinero falso y los secretos comprados con él jamás se utilizaron.

Dede el punto de vista técnico, esta hazaña de un doméstico sin pretensiones de experto fotógrafo, es digna de todo elogio. Por todo equipo, poseía Cicerón un cámara Leica que manejaba con extraordinaria destreza. En todo el transcurso de su “Operación” no hubo necesidad de disparar un solo tiro, no sobornó ni extorsionó, ni hizo a nadie víctima de violencia alguna, contrariamente a lo ocurrido con muchos episodios de espionaje de las dos guerras mundiales.

Mirada sin apasionamiento, podría afirmarse que la “Operación Cicerón” fue, desde el punto de vista técnico, un trabajo casi perfecto.

Y resulta a veces sorprendente cómo una serie de factores imponderables juegan un papel decisivo en la guerra.

Los alemanes dispusieron de uno de los secretos más valiosos e importantes de la guerra y no obstante no utilizaron tan magnífica información.

“Es fácil tirárselas de sabio con los hechos a la vista”. No es el caso criticar si no analizar, aprender. Es el juego sutil y archicomplejo de la inventiva humana, que los servicios de informaciones deben dosificar en grado sumo. Un innumerable conjunto de factores, hasta personales, inciden e influencian apreciaciones que pueden hacer llegar a conclusiones completamente erróneas.

En el caso que tratamos, resulta si se quiere risible el final del proceso.
Los alemanes tuvieron en sus manos tal vez, la más valiosa información de la guerra, pero no la supieron aprovechar. Pagaron con moneda falsa, que nada les costó. Todo se le presentó maravillosamente a Cicerón, pero… tampoco disfrutó porque la mayor parte del dinero recibido fue falso. A los ingleses se les escapó de su caja de hierro valiosísimas informaciones que los hubiera perjudicado enormemente!... pero no fue utilizada por el adversario.

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