La Batalla del Río Matanikau
Publicado: Sab Jun 30, 2007 5:57 pm
La Batalla del Río Matanikau
Condensado de la Revista Life
de John Hersey
Primer día
La Batalla del río Matanikau, en tierras de Guadalcanal, es un ejemplo de las muchas que tendrán que reñir las tropas norteaericanas antes de quedar definitivamente victoriosas. Comparada con las gigantescas acciones de guerra de Stalingrado o El Alemein, tal vez debiéramos llamarla escaramuza. Pero, en todo caso, ofrece un cuadro muy completo de lo que experimentan los combatientes sea cual fuere la magnitud de la acción en que estén empeñados.
Cuando llegué a Guadalcanal, fuerzas japonesas de relativa importancia estaban avanzando hacia el río Matanikau, como a 8km al oeste del campamento de Henderson. Fué aquél el primero de una serie de fuertes avances contra nuestras posiciones. No nos quedó más remedio que rechazar al enemigo al otro lado del río antes que fuese demasiado tarde.
A las 6 de la mañana me despertó el toque de diana. Oí gritos de : ¡VAMOS MUCHACHOS! ¡ARRIBA TODO EL MUNDO!.
Aún cuando a penas si había un poco de claridad, no se necesitó gran esfuerzo para poner en pie a los hombres de mi columna, mandada por el coronel Amor Leroy Sims. Al punto se les vió andar de un lado a otro, ocupados en menesteres de aseo o en atiborrar sus mochilas. De boca en boca corrió el aviso: MISA A LAS SEIS Y MEDIA PARA LOS QUE QUIERAN OÍRLA. La asistencia fué más que regular aquella madrugada.
DEMELE MAÑANA A LA TROPA UN BUEN DESAYUNO, había advertido la noche anterior el coronel Sims, al oficial encargado del rancho. Y así se hizo, en efecto. Gruesas rajas de piña, frijoles, picadillo con crema, arroz con pasas, galletas, compota y café compusieron aquel desayuno, que sería nuestra última comida completa en tres días.
Cuando empezaron a formar las unidades, el teniente coronel Frisbie, enérgico segundo del coronel Sims, me explicó el plan:
Sabemos que los japoneses han tomado posiciones en la orilla opuesta de la desembocadura del Matanikau. Talvez haya algunos en la orilla de acá. Nuestra intención es cortar el mayor número posible del grueso de la fuerza. A los que no podamos copar, tenemos que obligarlos a retroceder.
El coronel Merrit Edson, instructor de los primeros batallones de asalto de la Infantería de Marina, simulará un ataque de frente en la boca del río para hacer creer a los japoneses que intentamos cruzarlo por allí. Entretanto, whaling cruzará en realidad más arriba y, una vez ganada la otra orilla, volverá río abajo. Hanneken hará avanzar parte de nuestras fuerzas a retaguardia de las de Whaling, se apartará más que éste del río y doblará luego a la derecha. Si hace falta enviaremos otras fuerzas por mar para cerrar la trampa.
Cuando se lanzaron a trepar por el cerro y escurrirse por una brecha en la dole alambrada de púas para salir a la tierra de nadie, los soldados parecían exploradores del Oeste en una incurción contra los pieles rojas. Cada cual iba armado a su gusto. los más llevaban antiguos Springfields de cerrojo, del modelo de 1903, y unos cuantos tenían fusiles automáticos Broening; pero a casi ninguno le faltaba el cuchillo pendiente del cinturón o metido en la polaina. Los bolsillos apenas podían contener las granadas de mano.
Ya avanzada la mañana, el coronel Sims y yo pedimos un automovilillo de campaña y recorrimos, hasta donde nos fué posible, el sector de la costa. El coronel Edson, maestro consumado de la guerra en la selva, preparaba, entretanto, su ataque de contención.
Tenía el puesto de mando en un hoyo sombreado por un cocotero del cual colgaba un teléfono de campaña. En aquella gazapera fué donde escuché por primera vez el estruendo concertado de la guerra. Los secos estampidos de las ametralladoras se destacaban sobre el fondo compacto del fuego de fusilería. A lo lejos sonaba el estallar de las bombas en la selva y las carcajadas compulsivas de los P-39. Una batería de morteros que teníamos enfrente tronaba sin descanso. Pero lo más fantástico era el silbar de nuestras granadas de artillería que, al pasarnos por encima, emitían un sonido aflautado semejante al que se hace cuando soplamos en el hueco de una llave.
Ya más mediada la tarde, llegó mi columna a una colina desde donde se veía todo el campo de batalla. Al fondo, las fuerzas de Whaling intentaban forzar el paso. a medida que nuestro avance progresaba, se hacían más frecuentes los agudos chasquidos de los tiros de fusil que disparaban los japoneses emboscados. De vez en cuando, una bala que pasaba zumbando sobre nuestras cabezas, como una abeja irritada, nos hacía agacharnos instintivamente. Cuando miré a las caras de mis compañeros, pude ver que ya no eran los mozos alegres y bromistas de horas antes. La música de la guerra, que llenaba con su trágica sinfonía aquel valle, casi los había envejecido.
Vivaqueamos aquella noche en la misma colina. Apenas habíamos dispuesto nuestro equipo de radio, cuando empezaron a subir del valle los heridos que podían caminar: muchachos con vendas en el cuello, a manera de bufandas; otros, con un brazo en cabestrillo; otros, sin camisa y con un gran parche blanco y rojo en el pecho. Traían los más un cigarrillo apagado en los labios. La fiebre del dolor les abrillantaba los ojos.
Las seis y cuarto. estaba a punto de cerrar la noche. Tragamos como pudimos nuestras raciones. El plato fuerte consistía en la ración C, a saber: 400 gramos de carne picda con legumbres. Todo acabadito de sacar de la lata: frío, pero delicioso. Para postre, una barra de ración D: 60 gramos de chocolate, azúcar, leche desnatada en polvo, grasa de cacao, harina de avena, vainilla y 250 unidades de vitamina B1. Todo nos supo a gloria.
Poco a poco nos fuimos acomodando para pasar la noche. No había nada que, ni de lejos, se pareciera a un colchón. Las lomas de Guadalcanal son, en su mayor parte, puro coral desmenuzado. Nada teníamos que pudiese servirnos de almohada, como no fuera la mochila, llena de latas de rancho, o el casco de acero. Yo acabé por resolver que lo mejor era ponerme el casco y allá que él se las entendiera con el coral.
Mi alcoba era la ancha y huera concavidad del cielo. De cuando en cuando una granada de 105 milímetros entraba silvando por una ventana y salía por otra. Nada allí que atenuara el ruido. Estábamos a 200 metros del lugar en que caían las granadas y oíamos el ruido taladrante que producen al dar en tierra los proyectiles de artillería. Toda la noche se la pasaron los tiradores japoneses haciendo disparos sueltos a nuestro cerro.
Continúa...
Gracias por estar
Condensado de la Revista Life
de John Hersey
Primer día
La Batalla del río Matanikau, en tierras de Guadalcanal, es un ejemplo de las muchas que tendrán que reñir las tropas norteaericanas antes de quedar definitivamente victoriosas. Comparada con las gigantescas acciones de guerra de Stalingrado o El Alemein, tal vez debiéramos llamarla escaramuza. Pero, en todo caso, ofrece un cuadro muy completo de lo que experimentan los combatientes sea cual fuere la magnitud de la acción en que estén empeñados.
Cuando llegué a Guadalcanal, fuerzas japonesas de relativa importancia estaban avanzando hacia el río Matanikau, como a 8km al oeste del campamento de Henderson. Fué aquél el primero de una serie de fuertes avances contra nuestras posiciones. No nos quedó más remedio que rechazar al enemigo al otro lado del río antes que fuese demasiado tarde.
A las 6 de la mañana me despertó el toque de diana. Oí gritos de : ¡VAMOS MUCHACHOS! ¡ARRIBA TODO EL MUNDO!.
Aún cuando a penas si había un poco de claridad, no se necesitó gran esfuerzo para poner en pie a los hombres de mi columna, mandada por el coronel Amor Leroy Sims. Al punto se les vió andar de un lado a otro, ocupados en menesteres de aseo o en atiborrar sus mochilas. De boca en boca corrió el aviso: MISA A LAS SEIS Y MEDIA PARA LOS QUE QUIERAN OÍRLA. La asistencia fué más que regular aquella madrugada.
DEMELE MAÑANA A LA TROPA UN BUEN DESAYUNO, había advertido la noche anterior el coronel Sims, al oficial encargado del rancho. Y así se hizo, en efecto. Gruesas rajas de piña, frijoles, picadillo con crema, arroz con pasas, galletas, compota y café compusieron aquel desayuno, que sería nuestra última comida completa en tres días.
Cuando empezaron a formar las unidades, el teniente coronel Frisbie, enérgico segundo del coronel Sims, me explicó el plan:
Sabemos que los japoneses han tomado posiciones en la orilla opuesta de la desembocadura del Matanikau. Talvez haya algunos en la orilla de acá. Nuestra intención es cortar el mayor número posible del grueso de la fuerza. A los que no podamos copar, tenemos que obligarlos a retroceder.
El coronel Merrit Edson, instructor de los primeros batallones de asalto de la Infantería de Marina, simulará un ataque de frente en la boca del río para hacer creer a los japoneses que intentamos cruzarlo por allí. Entretanto, whaling cruzará en realidad más arriba y, una vez ganada la otra orilla, volverá río abajo. Hanneken hará avanzar parte de nuestras fuerzas a retaguardia de las de Whaling, se apartará más que éste del río y doblará luego a la derecha. Si hace falta enviaremos otras fuerzas por mar para cerrar la trampa.
Cuando se lanzaron a trepar por el cerro y escurrirse por una brecha en la dole alambrada de púas para salir a la tierra de nadie, los soldados parecían exploradores del Oeste en una incurción contra los pieles rojas. Cada cual iba armado a su gusto. los más llevaban antiguos Springfields de cerrojo, del modelo de 1903, y unos cuantos tenían fusiles automáticos Broening; pero a casi ninguno le faltaba el cuchillo pendiente del cinturón o metido en la polaina. Los bolsillos apenas podían contener las granadas de mano.
Ya avanzada la mañana, el coronel Sims y yo pedimos un automovilillo de campaña y recorrimos, hasta donde nos fué posible, el sector de la costa. El coronel Edson, maestro consumado de la guerra en la selva, preparaba, entretanto, su ataque de contención.
Tenía el puesto de mando en un hoyo sombreado por un cocotero del cual colgaba un teléfono de campaña. En aquella gazapera fué donde escuché por primera vez el estruendo concertado de la guerra. Los secos estampidos de las ametralladoras se destacaban sobre el fondo compacto del fuego de fusilería. A lo lejos sonaba el estallar de las bombas en la selva y las carcajadas compulsivas de los P-39. Una batería de morteros que teníamos enfrente tronaba sin descanso. Pero lo más fantástico era el silbar de nuestras granadas de artillería que, al pasarnos por encima, emitían un sonido aflautado semejante al que se hace cuando soplamos en el hueco de una llave.
Ya más mediada la tarde, llegó mi columna a una colina desde donde se veía todo el campo de batalla. Al fondo, las fuerzas de Whaling intentaban forzar el paso. a medida que nuestro avance progresaba, se hacían más frecuentes los agudos chasquidos de los tiros de fusil que disparaban los japoneses emboscados. De vez en cuando, una bala que pasaba zumbando sobre nuestras cabezas, como una abeja irritada, nos hacía agacharnos instintivamente. Cuando miré a las caras de mis compañeros, pude ver que ya no eran los mozos alegres y bromistas de horas antes. La música de la guerra, que llenaba con su trágica sinfonía aquel valle, casi los había envejecido.
Vivaqueamos aquella noche en la misma colina. Apenas habíamos dispuesto nuestro equipo de radio, cuando empezaron a subir del valle los heridos que podían caminar: muchachos con vendas en el cuello, a manera de bufandas; otros, con un brazo en cabestrillo; otros, sin camisa y con un gran parche blanco y rojo en el pecho. Traían los más un cigarrillo apagado en los labios. La fiebre del dolor les abrillantaba los ojos.
Las seis y cuarto. estaba a punto de cerrar la noche. Tragamos como pudimos nuestras raciones. El plato fuerte consistía en la ración C, a saber: 400 gramos de carne picda con legumbres. Todo acabadito de sacar de la lata: frío, pero delicioso. Para postre, una barra de ración D: 60 gramos de chocolate, azúcar, leche desnatada en polvo, grasa de cacao, harina de avena, vainilla y 250 unidades de vitamina B1. Todo nos supo a gloria.
Poco a poco nos fuimos acomodando para pasar la noche. No había nada que, ni de lejos, se pareciera a un colchón. Las lomas de Guadalcanal son, en su mayor parte, puro coral desmenuzado. Nada teníamos que pudiese servirnos de almohada, como no fuera la mochila, llena de latas de rancho, o el casco de acero. Yo acabé por resolver que lo mejor era ponerme el casco y allá que él se las entendiera con el coral.
Mi alcoba era la ancha y huera concavidad del cielo. De cuando en cuando una granada de 105 milímetros entraba silvando por una ventana y salía por otra. Nada allí que atenuara el ruido. Estábamos a 200 metros del lugar en que caían las granadas y oíamos el ruido taladrante que producen al dar en tierra los proyectiles de artillería. Toda la noche se la pasaron los tiradores japoneses haciendo disparos sueltos a nuestro cerro.
Continúa...
Gracias por estar