Vamos a exponer a continuación el extracto del libro
Berlín, la caída (1945), de Antony Beevor. Crítica, Barcelona, 2002, págs. 300-305, que se citan en las primeras páginas de este tema:
El peor error cometido por las autoridades militares alemanas había sido su negativa a destruir las reservas de alcohol que se encontraban en la ruta que tomaba el Ejército Rojo a medida que avanzaba. Esta decisión se basaba en la idea de que un enemigo borracho no podría luchar. Sin embargo, y para desgracia de la población femenina, el alcohol era precisamente lo que cumplía a los soldados del Ejército Rojo para lograr el coraje que necesitaban para cometer violaciones además de celebrar el final de una guerra tan terrible.
Las celebraciones de la victoria no implicaban, ni mucho menos, que hubiese desaparecido el miedo de Berlín. Muchas alemanas fueron víctimas de violación como parte de dichos festejos. Un joven científico soviético oyó de una muchacha alemana de dieciocho años, de la que se había enamorado, que durante la noche del 1 de mayo, un oficial del Ejército Rojo le había introducido en la boca el cañón de su pistola y lo había mantenido en esa posición mientras la violaba a fin de asegurarse de que ella no oponía resistencia alguna.
Las mujeres no tardaron en aprender cómo debían desaparecer durante las “horas de cacería” de la noche. Muchas madres escondían a sus hijas durante varios días en los desvanes. Aquéllas salían a la calle a fin de recoger agua tan sólo a primera hora de la mañana, cuando los soldados soviéticos estaban durmiendo la borrachera de la noche. En ocasiones, el peligro provenía de una madre que revelaba el escondrijo de otras muchachas en un intento desesperado de salvar a su propia hija.
Los berlineses recuerdan que, dado que todas las ventanas habían saltado a causa de las explosiones, era difícil no oír los gritos que se sucedían una noche tras otra. Las estimaciones llevadas a cabo por los dos hospitales más importantes de Berlín oscilaban entre las noventa y cinco mil y las ciento treinta mil víctimas de violación. Un médico calculó que de unas cien mil berlinesas violadas, unas diez mil murieron a raíz de la agresión. La causa de muerte más extendida en estos casos era el suicidio. La tasa de mortalidad fue, al parecer, mucho mayor entre el millón cuatrocientas mil personas que habían sufrido esta suerte en Prusia Oriental, Pomerania y Silesia.
En total se cree que fueron forzadas al menos dos millones de mujeres alemanas, y una minoría sustancial —que tal vez llegue más bien a ser una mayoría— fue sometida a violaciones múltiples. Una amiga de Ursula von Kardorff y de la espía soviética Schulze-Boysen fue agredida por “veintitrés soldados, uno detrás de otro”. Después la hubieron de coser en el hospital.
Las reacciones de las mujeres alemanas ante la experiencia de la violación variaban mucho. Para muchas víctimas, en especial jóvenes muchachas que no tenían mucha idea de lo que les estaban haciendo, los efectos psicológicos podían ser devastadores. En adelante, y en ocasiones para el resto de sus vidas, les resultaba difícil en extremo mantener relaciones con un hombre. Las madres, por lo general, se mostraban mucho más preocupadas por sus hijas, lo que hacía que superasen con mayor facilidad lo que ellas podían haber sufrido. Otras, ya fuesen jóvenes o adultas, trataban sin más de olvidar la experiencia. “Debo reprimir un buen número de cosas para poder ser capaz de vivir”, reconoció una mujer que se negaba a hablar de la cuestión. Las que en lugar de resistirse conseguían abstraerse de lo que les estaba sucediendo parecen haber sufrido mucho menos. Algunas lo describían como una experiencia “no corporal”. “Ese sentimiento —escribió una de ellas— ha conseguido evitar que aquel hecho condicione el resto de mi vida”.
Todo apunta a que el duro cinismo característico de los berlineses también ayudó en este sentido. “En general —escribió en su diario nuestra escritora anónima el 4 de mayo—, estamos empezando poco a poco a tratar todo el asunto de las violaciones con cierto sentido del humor, aunque sea del tipo más lúgubre posible”. Se dieron cuenta de que los rusos se dirigían en primer lugar hacia las mujeres más gordas, lo que les proporcionaba una cierta alegría del mal ajeno, dado que las que no habían perdido peso durante la contienda eran, por lo general, las esposas de los funcionarios del Partido Nazi y otras que se habían aprovechado de su situación privilegiada.
La violación, tal como señala la autora del diario, se había convertido en una experiencia colectiva, por lo que debía ser superada de un modo colectivo a través de la conversación. Sin embargo, los hombres trataban de prohibir a su regreso cualquier mención del asunto, ni siquiera cuando estaban ausentes. Las mujeres descubrieron que, en tanto que ellas debían aprender a asumir lo que les había sucedido, los hombres de sus vidas no hacían muchas veces más que empeorar las cosas. Los que habían estado presentes a la sazón se avergonzaban de su incapacidad a la hora de protegerlas. Hanna Gerlitz se entregó a dos oficiales soviéticos borrachos para salvar la vida de su esposo y la suya propia. “Después —escribió— hube de consolar a mi marido y ayudarlo a recuperar el coraje. Lloraba como un niño".
Los hombres que regresaron a sus hogares tras evitar que los apresaran o después de ser liberados de los campos de concentración sufrieron un duro golpe al saber que sus esposas o sus prometidas habían sido violadas en su ausencia. (Muchos de los que habían estado recluidos en los campos soviéticos durante un período dilatado adolecían también de “desexualización” a causa del hambre). Les fue muy difícil aceptar la idea de que hubiesen violado a sus esposas. Ursula von Kardorff oyó hablar de un joven aristócrata que rompió su compromiso al saber que su prometida había sido forzada por cinco soldados rusos. La autora anónima del diario, por otra parte, refirió a su antiguo amante, que apareció de un modo inesperado, las experiencias a las que habían sobrevivido los habitantes del edificio. “Os habéis convertido en putas desvergonzadas —le espetó—. Todas. No puedo soportar esas historias: ¡Habéis olvidado vuestros valores! ¡Todas!”. Entonces, ella le dio a leer su diario, y cuando él comprobó que había confiado al papel la experiencia de su propia violación, la miró como si ella hubiese perdido la chaveta. Se fue un par de días más tarde a buscar comida, y nunca más volvió a saber de él.
Cierta muchacha, su madre y su abuela, que habían sido violadas al mismo tiempo a las afueras de Berlín, se consolaban con la idea de que el hombre de la casa hubiese muerto en el transcurso de la guerra, pues de lo contrario lo habrían matado mientras trataba de impedir el estupro, según se decían. Sin embargo, en realidad fueron pocos los hombres alemanes que dieron muestras de lo que, la verdad sea dicha, habría resultado ser un coraje inútil. El célebre actor Harry Liebke murió descalabrado de un botellazo al tratar de salvar a una joven que se refugiaba en su apartamento, aunque todo apunta a que este caso fue excepcional. La anónima escritora del diario llegó incluso a oír a una mujer referir en la cola del agua que cuando los soldados del Ejército Rojo la estaban sacando a rastras del sótano, un hombre que vivía en su mismo bloque le había gritado: “¡Déjate llevar, por el amor de Dios! Nos estás causando problemas a todos”.
Si alguien intentaba defender a una mujer frente a un agresor soviético, se trataba por lo general de un padre o un hijo que intentaban proteger a su hija o a su madre. “Dieter Sahl, de treinta años — escribieron sus vecinos en una carta poco después del suceso— se lanzó agitando los puños sobre un ruso que estaba violando a su madre delante de él. Lo único que consiguió fue morir de un disparo”.
Tal vez el mito más grotesco de la propaganda soviética fuese la idea de que “el servicio alemán de inteligencia ha dejado a un buen número de berlinesas infectadas de enfermedades venéreas a fin de que contagiasen a los oficiales del Ejército Rojo”. Otro informe del NKVD atribuía este hecho de forma específica a la actividad de la Werwolf. “Algunos miembros de la organización clandestina Werwolf, muchachas en su mayoría, recibieron de sus dirigentes la misión de infectar a los comandantes soviéticos de tal manera que no pudiesen cumplir con su deber”. Antes incluso del ataque efectuado desde el Óder, las autoridades soviéticas achacaron el incremento de las enfermedades de transmisión sexual al hecho de que el enemigo estuviese “dispuesto a usar cualquier método que pueda debilitarnos y dejarnos fuera de servicio”.
Fueron muchísimas las mujeres que hubieron de hacer cola ante los centros médicos, y el ver a tantas en la misma situación no era demasiado consolador. Una médica instaló una clínica especializada en enfermedades venéreas en el interior de un refugio antiaéreo, y colocó en el exterior el letrero de “tifus” en cirílico a fin de alejar a los soldados rusos. Tal como ilustraba la película El tercer hombre, la penicilina no tardaría en convertirse en el artículo más codiciado del mercado negro. También se disparó la tasa de abortos. Se calcula que un 90 por 100 de las víctimas que quedaron encinta acabaron por interrumpir su embarazo, bien que esta cifra da la impresión de ser elevada en extremo. Muchas de las mujeres que llegaron a dar a luz abandonaron a los recién nacidos en los hospitales, lo que se debía por lo general al convencimiento de que sus maridos o prometidos nunca aceptarían su presencia en el hogar.
En ocasiones se hace difícil saber si los jóvenes oficiales soviéticos adolecían de un gran cinismo o sólo de un idealismo totalmente ciego. “El Ejército Rojo es el más avanzado del mundo en lo moral —declaró uno de ellos a un oficial de zapadores—. Nuestros soldados sólo atacan al enemigo cuando éste va armado. Estemos donde estemos, siempre damos un gran ejemplo de humanidad hacia la población local, y las manifestaciones de violencia o pillaje son por completo ajenas a nuestro carácter”.
La mayor parte de las divisiones de fusileros de primera línea de combate demostraron ser más disciplinados que, por ejemplo, las brigadas de tanques de la retaguardia. Por otro lado, abundan los testimonios que hacen pensar que los oficiales judíos del Ejército Rojo se desvivían por proteger a las mujeres y a las niñas alemanas. De cualquier manera, todo apunta a que la mayoría de los oficiales y soldados hicieron caso omiso a la orden dictada por Stalin el 20 de abril, a través de la Stavka, por la que conminaba a todas las tropas “a cambiar su actitud frente a los alemanes... y tratarlos mejor”. Resulta significativo el que se adujera como motivo de dicho mandato el que “el comportamiento brutal” de que daban muestras los soldados daba pie a una resistencia obstinada, “y una situación como ésta no es conveniente para nosotros”.
Un prisionero de guerra francés se acercó en plena calle a Vasily Grossman el 2 de mayo. “Monsieur —le dijo—, me gusta su ejército, y por eso me resulta doloroso comprobar cómo está tratando a las muchachas y las mujeres. No cabe duda de que eso va a hacer mucho daño a su propaganda”. Y eso fue precisamente lo que ocurrió. En París, los dirigentes del Partido Comunista, cuya admiración por el Ejército Rojo en aquel entonces parecía no tener límites, se horrorizaban al oír de boca de los prisioneros de guerra que regresaban a Francia la versión menos heroica de los acontecimientos. Con todo, hubo de pasar aún mucho tiempo antes de que las autoridades soviéticas comenzasen a hacerse cargo de la situación.
Muchos piensan que al ejército soviético se le concedieron dos semanas para saquear Berlín y violar a sus mujeres antes de que se impusiera la disciplina. Sin embargo, la situación no puede resumirse de un modo tan sencillo. El 3 de agosto, tres meses después de la rendición de la capital, Zhukov hubo de publicar órdenes más severas a fin de controlar los casos de “robo”, “violencia física” y “sucesos escandalosos”. Toda la propaganda soviética acerca de la “liberación de las garras de la camarilla fascista” estaba empezando a volverse contra los propios soviéticos, en especial cuando comenzó a tratarse a las esposas e hijas de los comunistas alemanes tan mal como a las demás. “Tales hechos y comportamientos impunes —declaraba la orden— están dañando sobremanera nuestra reputación a los ojos de los antifascistas alemanes, sobre todo ahora que ha acabado la guerra, y respaldan en gran medida a las campañas fascistas en contra del Ejército Rojo y el gobierno soviético”34. Se culpaba a los comandantes por permitir a sus hombres que vagasen por la ciudad sin vigilancia. Las “ausencias impunes” debían evitarse. Los sargentos y cabos debían comprobar que sus hombres estuviesen presentes por la mañana y por la noche. Debían proporcionarse tarjetas de identificación a los soldados. Las tropas no podían salir de la capital sin que mediase una orden de traslado. De hecho, lo que contenía el mandato no era sino la lista de medidas que habría considerado normales cualquier ejército occidental incluso en caso de que las tropas se hallasen en cuarteles de su propio país.
La prensa internacional publicó durante todo el verano artículos dedicados a la cuestión. El efecto que tuvo ésta sobre los partidos comunistas extranjeros, que a la sazón se encontraban en el punto culminante de su prestigio, alarmó al Kremlin a ojos vistas. “Esta campaña desvergonzada — escribió el segundo de Molotov— tiene por objeto dañar la altísima reputación del Ejército Rojo y achacar a la Unión Soviética la responsabilidad de todo lo que está ocurriendo en los países ocupados... Los numerosos seguidores con que contamos en todo el mundo necesitan que los armemos de información y hechos para lanzar campañas de contrapropaganda”.
Cierto es que los niveles de moralidad se hallaban por los suelos, pero no lo es menos que las circunstancias tampoco habían dado lugar a demasiadas opciones. Al regresar a Berlín, Ursula von Kardorff vio escenas de gentes caídas en la miseria que hacían trueques cerca de la puerta de Brandeburgo. Enseguida acudió a su memoria una frase de la Ópera de cuatro cuartos de Brecht: “Primero la comida; después, la moral”.
La puerta de Brandeburgo se había convertido en el centro principal del trueque y el mercado negro a principios de mayo, cuando comenzaron a ne gociar con su botín los prisioneros de guerra y los trabajadores forzados puestos en libertad. Ursula von Kardorff pudo ver prostituirse por comida o por la moneda alternativa en que se habían convertido los cigarrillos a mujeres de todo tipo. Willkommen in Shanghai, señaló alguien cínicamente. Las mujeres de treinta años parecían tener muchos más, según observó la periodista.
La moral, sin embargo, no era lo único que había quedado distorsionado por la necesidad de sobrevivir. A la autora del diario citado en páginas anteriores, que había sido editora, la abordó un marino soviético tan joven que debería haber estado aún en la escuela y le preguntó dónde podía encontrar una chica limpia y decente, de buen carácter y afectuosa, a la que pagaría con alimento, lo que por norma general quería decir pan, arenque y panceta. El escritor Ernst Jünger, siendo oficial de la Wehrmacht en el París ocupado, sostuvo que la comida es equivalente al poder, un poder que, claro está, se hace aún mayor cuando la mujer tiene un niño que alimentar, como era el caso con que se encontraron muchísimos soldados en Francia. En Berlín, la tasa de cambio del mercado negro se basaba en la Zigarettenwährung (“moneda cigarrillo”), de modo que cuando llegaron los soldados estadounidenses, que disponían de un número casi ilimitado de cartones de tabaco, no tuvieron necesidad alguna de forzar a nadie.
La definición de violación empezaba a confundirse con la de coacción sexual. Cuando las mujeres se enfrentaban al hambre no era necesario el empleo de una arma o la violencia física. Éste podría describirse como el tercer estadio en la evolución de los actos de estupro en la Alemania de 1945. El cuarto consistió en una extraña forma de cohabitación en la que se establecían muchos oficiales soviéticos con las “mujeres de ocupación” que vinieron a sustituir a la “mujer de campaña”. Las esposas verdaderas que esperaban en la Unión Soviética se enfurecían al oír hablar de las “mujeres de campaña”; sin embargo, su indignación moral no tuvo límites cuando supieron de la nueva tendencia 38. Las autoridades soviéticas también se asombraron y montaron en cólera al comprobar que, llegada la hora de regresar a la madre patria, no fueron pocos los oficiales del Ejército Rojo que desertaron para quedarse con sus amantes alemanas.
Tras ser abordada por el joven marino, la mujer del diario se preguntaba si no se habría convertido ella misma en una furcia al aceptar la protección y generosidad alimentaria de un culto comandante ruso. Éste, al igual que la mayoría de sus compatriotas, respetaba su formación, en tanto que los hombres alemanes que conocía tendían a profesar cierta antipatía a las mujeres que habían ido a la universidad. Con todo, y al margen de lo que tuviesen de violación o de prostitución, estos pactos para obtener alimento y protección habían arrojado a las mujeres a un estado primitivo, casi primigenio.
Ursula von Kardorff, por otra parte, previó que, a pesar de que las mujeres alemanas se habían visto obligadas a desarrollar una capacidad de resistencia mayor aún que la de los hombres, no tardarían en volver a la posición social estereotipada en cuanto regresasen los que habían estado recluidos en campos de concentración. “Quizás ahora —escribió— nos enfrentamos las mujeres al trabajo más duro que hemos hecho en el transcurso de esta guerra: el de ofrecer nuestra comprensión, consuelo, respaldo y coraje a tantos hombres derrotados y desesperados”.
El hecho de que Alemania hubiese seguido luchando durante tanto tiempo se debía en parte a que la idea de la derrota provocaba en ellos “una convicción de catástrofe total”41. Los alemanes creían que su país iba a quedar totalmente subyugado y que sus soldados iban a pasar el resto de sus vidas como esclavos en Siberia. Con todo, una vez que se derrumbó la resistencia a raíz de la muerte de Hitler, la transformación experimentada por la actitud de los alemanes sor prendió a los rusos de Berlín. Éstos quedaron anonadados ante “la docilidad y la disciplina de la gente”, cuando habían esperado de ellos una feroz guerra de guerrillas semejante a la que había protagonizado el pueblo soviético. Serov indicó a Beria que la población estaba actuando “con una obediencia incuestionable". Uno de los oficiales de estado mayor de Chuikov lo atribuyó a un arraigado “respeto por el poder existente”. Al mismo tiempo, los oficiales del Ejército Rojo se admiraban de la naturalidad con que confeccionaban muchos alemanes banderas comunistas recortando la cruz gamada del centro de la enseña escarlata de los nazis. Los berlineses se referían a este giro de ciento ochenta grados como Heil Stalin!
Esta actitud sumisa, sin embargo, no impidió al SMERSH ni al NKVD que consideraran a cada fugitivo o incidente un claro ejemplo de actividad de la Werwolf. Cada uno de los regimientos de guardias de frontera del NKVD arrestaba a más de cien alemanes al día a principios de mayo. Más de la mitad de éstos había de enfrentarse después al SMERSH. Algunos de los que denunciaban a sus compatriotas ante las autoridades soviéticas eran antiguos miembros del Partido Nazi, tal vez con la intención de ofrecer sus acusaciones antes de quedar ellos mismos al descubierto. El SMERSH chantajeaba a los antiguos nazis para que ayudasen a las unidades del NKVD a perseguir a los oficiales de las SS y la Wehrmacht. Se empleaban pelotones que contaban con perros entrenados a fin de registrar los apartamentos y barracas en los que se habían escondido hasta muy poco antes muchos desertores alemanes que huían precisamente de las SS y la Feldgendarmerie.
Entre las teorías soviéticas de sabotaje se hallaba la idea de “que los dirigentes de las organizaciones fascistas preparan envenenamientos masivos en Berlín mediante la venta de limonada y cerveza emponzoñadas”. Los niños a los que encontraban jugando con bazucas y otras armas abandonadas habían de enfrentarse a interrogatorios como sospechosos de pertenecer a la Werwolf, y al SMERSH no le interesaba otra cosa que no fuesen las confesiones. El único signo manifiesto de desafío parece haber sido un puñado de carteles nazis aparecidos en Lichtenberg que proclamaban: “¡El Partido sigue vivo!”. También hubo otra llamativa excepción al ambiente general de sumisión: La noche del 20 de mayo, “un número aún por determinar de bandidos” atacó el campo especial número 10 del NKVD y liberó a cuatrocientos sesenta y seis prisioneros. El comandante Kyuchkin, responsable del centro, se hallaba “en un banquete” cuando tuvo lugar el ataque. Beria montó en cólera: después de las severas críticas que había vertido el NKVD sobre los jefes del ejército por su falta de vigilancia, el incidente resultaba harto embarazoso.
Lo único que deseaban las mujeres de Berlín era que la vida tornase a algo parecido a la normalidad. La visión más frecuente que podía contemplarse en la capital eran las cadenas humanas que formaban las Trümmerfrauen (“mujeres de los escombros”) con sus cubos a fin de despejar las calles de los restos de edificios derrumbados y ladrillos susceptibles de ser reutilizados. Muchos de los hombres alemanes que habían quedado en la ciudad estaban escondidos o bien se habían venido abajo por dolencias psicosomáticas en cuanto acabó la guerra.