Mensaje
por Erich Hartmann » Mar Sep 02, 2008 8:45 pm
Recibí una carta dictada en la habitación de un hospital de Frankfurt am Main. La enfermera, que la había escrito a máquina, explicaba que la paciente, Frau Séller (como yo la llamaré) seguía bien pero que aún no podía escribir ella misma porque Frau Keller había intentado suicidarse cortándose las venas y casi lo había logrado.
Como Frau Keller sentía ansias de ponerse en contacto con Herr Wiesenthal después de haber leído mi nombre en el periódico, pidió a la enfermera que lo hiciera por ella. Esta no había oído hablar jamás de Herr Wiesenthal, pero aseguró a su paciente que «todos los judíos se conocían entre sí», y envió la carta a un amigo suyo de Israel pidiéndole hiciera llegar la carta a Herr Wiesenthal a quien seguramente él conocería. La verdad es que el hombre no me conocía, pero la carta me llegó de todos modos.
Frau Keller me imploraba que fuera a verla a su casa de Frankfurt si por azar fuese alguna vez por allí. Su petición daba la sensación de gran urgencia y aunque la carta no decía en absoluto de qué se trataba, incluía un recorte de una revista ilustrada alemana con la foto de un hombre de pie al borde de una tumba en masa, a punto de ser ejecutado, y tras él un soldado alemán en el momento de ir a disparar.
Conocí a Frau Keller en el tranquilo jardín de una casa de las afueras, una tarde de octubre de 1961. El veranillo de San Martín flotaba en el aire y de alguna parte venían risas de niños. Era tranquilo y agradable a no ser por las vendas de las muñecas de Frau Keller y su cara exageradamente pálida. Frau Keller tendría unos cuarenta y cinco años, pelo rubio oscuro y era atractiva en el sentido de una mujer hogareña. En sus ojos se veía el efecto de la conmoción. Hablaba en un dialecto alemán poco corriente, luego me dijo que se había pasado de la Alemania Oriental en 1948.
—Gracias por haber venido —me dijo—. Tengo que hablar con alguien que pueda comprender mi problema porque la gente en general me escucha pero no quiere comprender, más bien por el contrario...
Su voz se cortó. Durante un rato estuvimos sentados en silencio porque una persona necesita cierto tiempo para franquearse y hablar. ¡Es tan difícil contarle ciertas cosas a un extraño! La foto de la revista ilustrada estaba encima de la mesita que había entre nosotros.
Frau Keller llegó a Frankfurt en 1948, pronto encontró trabajo y pocas semanas después conoció aquel hombre que parecía tranquilo, amable y correcto y tenía un buen cargo en una fábrica, donde contaba con muchas simpatías.
—No bebía ni andaba tras las mujeres —dijo Frau Keller—. Cuando me pidió que me casara con él, acepté inmediatamente, aunque no se trataba de gran pasión para ninguno de nosotros dos. Pero los dos nos encontrábamos solos, y como ya no éramos jóvenes, pensamos que con comprensión y paciencia podríamos lograr un buen matrimonio. Yo no sabía nada de él pero hágase cargo de lo que ocurría en aquellos primeros años después de la guerra en que uno no hacía demasiadas preguntas. Nos casamos en 1952 y compramos esta casa. Pagamos una cantidad y luego seguimos pagando a plazos. Él hizo infinidad de cosas en la casa porque sabía hacer de todo. A los dos nos gustaba mucho cuidar del jardín. No nos tratábamos con mucha gente pues a mi marido no le atraía hacer nuevas amistades y yo no tenía nada en contra. Pero había una cosa que me llamaba la atención, que nunca hablaba de la guerra. Si le hacía preguntas me contestaba que había estado en la guerra como todo el mundo y se encogía de hombros con gesto cansado como si no quisiera recordar.
Una mañana de enero de 1961, más de medio año después de la captura de Eichmann, cuando el periódico que ellos solían leer publicó un reportaje sobre la «campaña de aniquilación» en el Este, su marido se marchó al trabajo como todas las mañanas, llevándose el periódico y la fiambrera con su bocadillo y una manzana, pero por la noche no regresó a casa.
Frau Keller se pasó la noche en blanco. A la mañana siguiente llamó a la fábrica, donde le dijeron que precisamente se disponían a llamarla para pregúntarle si su marido estaba enfermo ya que el día anterior no se había presentado al trabajo. Llamaron a los hospitales y dieron noticia a la policía suponiendo que a Keller le habría ocurrido algún accidente. Pero la comprobación en los hospitales dio y siguió dando resultado negativo. La policía preguntó a Frau Keller si su marido tenía «enemigos» y ella contó que conocían a muy poca gente. En la fábrica no encontraron razón para explicar su desaparición, pues Keller, decían los que trabajaban con él, era desde luego retraído y «solitario» pero siempre había sido igual. Su nombre pasó a figurar en la lista de la policía de personas desaparecidas y ahí terminó todo en lo concerniente a las autoridades.
El vecindario, hacía sus comentarios. La opinión unánime era que se había «marchado con otra» cosa que Frau Keller no creía. Su instinto le decía que su marido no se había enredado con nadie; ella lo hubiera notado. ¿Pero dónde podía estar? Empezó a recapacitar sobre posibles pistas y sobre las conversaciones que mantuvieron últimamente, tratando de hallar algo con un sentido que ella no hubiera sabido captar. Pero siempre tropezaba contra una pared: nada de cartas escondidas, nadie había venido a verle, no estaba nervioso, había dormido muy bien, había hablado poco.
Se fue a la oficina de personas desaparecidas pero allí no sabían nada. Un oficial de policía, no con demasiado tacto le dijo que «montones de hombres abandonan a sus esposas todas las semanas sin que nosotros podamos hacer nada».
Frau Keller, después de aquello no volvió a la policía y evitó hablar con los vecinos porque ni le gustaba inspirar compasión ni tampoco hacer el ridículo pues sabía exactamente lo que pensaban. Además, no le quedaba tiempo para divagar porque tenía que encontrar un empleo para pagar los plazos de su casa. La fábrica se negó a darle nada y no podía esperar pensión alguna del gobierno al no poder probar que su marido hubiese muerto. En aquellos meses, Frau Keller aprendió que la vida en un país plenamente desarrollado podía ser brutal.
Pasaron los meses y empezó a pensar en su marido como si hubiera muerto. El trabajo le resultaba penoso y se daba cuenta de que no podía mantener casa y jardín. El 17 de abril de 1961, día que ella nunca podrá olvidar, fue a la peluquería de su barrio y mientras estaba en el secador, miró al desgaire una revista ilustrada. Volvió páginas maquinalmente hasta dar con un artículo ilustrado sobre el asesinato en masa de judíos en Winniza, Ucrania, Una fotografía mostraba una gran fosa común con muchos cadáveres y algunos cuerpos, según decía, aún con vida. Debajo había otra fotografía, ésta de una ejecución: la víctima estaba en pie al borde de la tumba y tras ella un soldado alemán fotografiado en el momento de ir a disparar. Éste era un hombre recio de uniforme gris y gafas. Media docena de soldados le contemplaban riéndose.
Frau Keller no podía apartar los ojos del hombre que estaba a punto de disparar. La impresión fue casi como el impacto de aquella bala No cabían dudas.
—Si, Herr Wiesenthal. Era el hombre... con quien yo después me había casado. Ahogó un grito y la revista le resbaló de las rodillas. Acudieron todos imaginando que se habría desvanecido en el secador. Ella no dijo nada, ¿cómo iba a explicarles lo que acababa de ver?
—La revista era de varios meses atrás —me dijo Frau Keller—. Procedía de una hemeroteca; así, que si no hubiera ido a la peluquería Aquella semana, jamás lo hubiera visto. No fue por pura coincidencia, Herr Wiesenthal, que vi aquel día la revista. Sólo... que no puedo explicarlo. Está más allá de toda lógica.
Asentí y le pregunté:
—¿Está usted segura que no cabe error?
—Segurísima. He mirado muchas veces la fotografía con una lupa. Entonces tenía él veinte años menos, pero no ha cambiado mucho. No sólo reconozco la cara, sino también el modo de levantar la cabeza —añadió con decisión—: no, seguro que era él.
Cruzó las manos:
—Cuando llegué a casa me desmayé. Hubiera querido morirme. ¿Cómo si no, sabiendo que había pasado nueve años casada con un asesino? Miré una y otra vez su rostro con la lente de aumento, un rostro que no denotaba emoción alguna al disparar contra aquel hombre. Quizás matara cientos o miles a sangre fría. Hoy sé que no tenía que disparar contra ellos porque era muy joven en 1941, demasiado joven para que le forzaran a hacerlo. Se presentaría voluntario. Miraba la foto de encima, contemplaba la gran fosa repleta y pensaba que quizás hubiera matado también a todos los demás. Y entonces me acordé de sus manos que me habían tocado y tomado. Me sentía como cómplice de aquellos crímenes.
Tenía la vista fija en el vacío.
—Procedo de una familia devota cristiana. Toda mi vida he procurado no hacer daño a nadie, ni siquiera a un animal y ahora se me antoja que todo ha sido en vano: nada de lo que yo he hecho me vale, he perdido la esperanza. Hasta que leí relatos sobre el juicio de Eichmann, yo no sabía mucho de esas cosas pero ahora estoy enterada y sé que mi marido era uno de ellos.
Había llamado por teléfono a un inspector de la jefatura del lugar, que ella conocía, pidiéndole que fuese a visitarla. Le enseñó la fotografía y le dijo que quería dar parte a la policía.
El hombre la miró fríamente:
—¿Pero va a decirme ahora que quiere denunciar a su propio esposo?
Se quedó sin habla. No había esperado semejante respuesta y trató de explicar lo que ella sentía. Desde luego era su esposo, pero también era un asesino y después de luchar mucho rato y a brazo partido con su conciencia, había decidido que no podía guardar aquel terrible secreto.
El inspector de la policía le dijo:
—Frau Keller, usted debe de estar loca.
—Pero, ¿no lo comprende? —le dijo desesperada—. Apareció un informe de las atrocidades en el periódico el día que él desapareció; así, que algo debía de haber en el diario que le acobardó. Por otra parte sabía que habían capturado a Eichmann. Quiso desaparecer sin decirme una palabra porque habrá hecho cosas terribles.
—Sigo pensando que usted está loca, Frau Keller. ¿Es que quiere ver a su marido en la cárcel? ¿No se da cuenta de que si mantiene la boca cerrada por poco tiempo todo habrá acabado para siempre? Antes de mucho, todas esas cosas estarán bajo el Estatuto de Limitación. Entonces nadie podrá ponerle la mano encima.
Mientras yo seguía allí sentado, Frau Keller mantenía la mirada en el vacío, de un modo extraño y distante.
—Herr Wiesenthal —dijo sin mirarme—. Aquel inspector de la policía sólo se preocupaba de mi marido y me pasó por la cabeza el pensamiento de que él también debió de ser un nazi. Quizá lo sigue siendo porque ésos se ayudan los unos a los otros. Luego él se levantó y me dijo: «Claro, tendré que informar a la policía del caso». Pero lo dijo de un modo, me miró de un modo, que me hizo comprender que jamás diría una palabra. Se fue sin despedirse, considerándome un traidor. No le puedo explicar lo desgraciada que me sentí. Casi automáticamente, entré en el baño y... bueno, ya sabe lo que hice.
Si estaba todavía viva se debía a que el cartero pasaba en aquellos instantes, oyó ruido en el cuarto de baño y la encontró allí. Llamó a una ambulancia, que la llevó al hospital.
—Frau Keller —le dije—. Eso no fue coincidencia tampoco...
—Sí, lo sé. Tendré que seguir viviendo con el peso en mi conciencia, ¡Pero es tan duro estar tan completamente sola! Hice comprobaciones en la policía y descubrieron que todos sus papeles estaban bajo nombre falso; así, que no sabemos siquiera su verdadero nombre.
De pronto me tomó una mano:
—Dígame, ¿he obrado mal? ¿Hubiera sido mejor que callara, como el inspector me dijo?
—Ha hecho lo que le correspondía, Frau Keller. Mucho más tarde se dará cuenta que no pudo hacer otra cosa.
Entonces, por primera vez, una luz asomó a sus ojos. Le pregunté:
—¿Ha tratado usted de averiguar su verdadero nombre?
Negó con la cabeza.
—Supuse que la policía me ayudaría. Pero no me ayudaron en absoluto sino que me preguntaron quién era yo como si hubiera cometido algo malo. Se comportaron como si yo me lo hubiera inventado todo... Así, que ya ve, tenía que hablar con alguien que quisiera creerme.
—Yo le creo.
Poco podía hacer yo. Notifiqué al fiscal el caso y le di el nombre del policía que le había aconsejado a Frau Keller no hablar. Pero es imposible hallar un miembro desconocido de una unidad militar que tomó parte en la ejecución de los judíos en Winniza, Ucrania, a finales de 1941. Había complicados varios SS y unidades de la Wehrmacht. No conocemos los nombres de los hombres que se presentaron voluntarios como verdugos, no sabemos siquiera el verdadero nombre del desaparecido esposo de Frau Keller: sigue siendo uno de los asesinos entre nosotros.
Fuente: Los asesinos entre nosotros. Simon Wiesenthal. Noguer, 1967.
Saludos cordiales