HISTORIA DE DIEZ DÍAS
Desde hacía ya muchos meses se sentía a intervalos el retumbar de los cañones rusos cuando, el 11 de enero de 1945, enfermé de escarlatina y fui de nuevo hospitalizado en el Ka-Be. InfektionsabteiIurng: es decir, en un cuartito, a decir verdad bastante limpio, con diez literas en dos pisos; un armario; tres banquetas y la silleta con el cubo para las necesidades corporales. Todo en tres metros por cinco.
A las literas de arriba era desagradable subir, pues no había escalera; por eso, cuando un enfermo se agravaba era transferido a las literas de abajo.
Cuando yo entré fui el decimotercero: de los otros doce, cuatro tenían escarlatina, dos franceses «políticos» y dos muchachos judíos húngaros; había tres con difteria, dos con tifus y uno con una repugnante erisipela facial. Los otros dos padecían de más de una enfermedad y estaban increíblemente echados a perder.
Yo tenía mucha fiebre. "Tuve la suerte de tener una litera entera para mí; me acosté con sensación de alivio, sabía que tenía derecho a cuarenta días de aislamiento y, en consecuencia, de reposo, y me consideraba lo bastante bien conservado para no temer las consecuencias de la escarlatina, por una parte, ni las selecciones, por otra.
Gracias a mi ya larga experiencia de las cosas del campo, había conseguido llevarme mis pertenencias personales; un cinto de cables eléctricos trenzados; la cuchara-cuchillo; una aguja con tres hebras de hilo; cinco botones y, en fin, dieciocho piedras de eslabón que había robado en el Laboratorio. De cada una podían sacarse, afinándola pacientemente con el cuchillo, tres piedrecitas más pequeñas del tamaño adecuado para un encendedor normal de cigarrillos. Habían sido tasadas en seis o siete raciones de pan.
Pasé cuatro días tranquilos. Afuera nevaba y hacía mucho frío, pero la barraca estaba caliente. Recibía grandes dosis de sulfamidas, sufría unas náuseas muy fuertes y me costaba trabajo comer; no tenía ganas de trabar conversación.
Los dos franceses con escarlatina eran simpáticos. Eran dos provincianos de los Vosgos, ingresados en el campo pocos días antes con una gran expedición de civiles rastreados por los alemanes que se retiraban de la Lorena. El mayor, su compañero de litera, se llamaba Charles, era maestro de escuela y tenía treinta y dos años; en lugar de camisa, le había tocado una camiseta de verano cómicamente corta.
El quinto día vino el barbero. Era un griego de Salónica; sólo hablaba el bonito español de su gente, pero entendía algunas palabras de todas las lenguas que se hablaban en el campo. Se llamaba Askenazi y estaba en el campo desde hacía casi tres años; no se cómo había podido conseguir el cargo de Frisör del Ka-Be: no hablaba alemán ni polaco y no era demasiado brutal. Antes de que entrase, le había oído hablar con excitación en el pasillo durante un buen rato con el médico, que era compatriota suyo. Me pareció que tenía una expresión insólita, pero como la mímica de los levantinos no se corresponde con la nuestra, no comprendía si estaba asustado, contento o emocionado. Me conocía, o por lo menos sabía que yo era italiano.
Cuando llegó mi turno me bajé trabajosamente de la litera. Le pregunté en italiano si había algo de nuevo: interrumpió el afeitado, guiñó los ojos de manera solemne y alusiva, apuntó a la ventana con la barbilla, después hizo con la mano un gesto amplio hacia poniente:
-Morgen, alle Kamarad weg,
Me miró un momento con los ojos muy abiertos, como a la espera de mi estupor, y añadió:
-Todos todos -y reanudó su trabajo. Sabía lo de mis piedrecitas, por eso me afeitó con cierta delicadeza.
La noticia no provocó en mí ninguna emoción directa. Desde hacía muchos meses ya no conocía el dolor, la alegría, el temor, sino de ese modo despegado y lejano que es característico del Lager y que se podría llamar condicional: si tuviese ahora -pensaba- mi sensibilidad de antes, éste sería un momento en extremo emocionante.
Tenía las ideas perfectamente claras; desde hacía mucho tiempo Alberto y yo habíamos previsto los peligros que acompañarían al momento de la evacuación del campo y de la liberación. Además, la noticia dada por Askenazi no era más que la confirmación de un rumor que circulaba desde hacía varios días: que los rusos estaban en Czenstochowa, a cien kilómetros al norte; que estaban en Zakopane, a cien kilómetros al sur; que, en la Buna, los alemanes preparaban ya las minas de sabotaje.
Miré uno por uno a los rostros de mis compañeros de habitación: estaba claro que no se me ocurría hablar con ninguno de ellos. Me habrían contestado: «¿Y qué?». Y todo habría terminado allí. Los franceses eran diferentes, todavía estaban frescos.
-¿Sabéis? -les dije-: Mañana se evacua el campo.
Me agobiaron a preguntas:
-¿Hacia dónde? ¿A pie?, ¿... y también los enfermos?, ¿los que no pueden andar?
Sabían que era un prisionero veterano y que entendía el alemán: deducían de ello que también sabía sobre el asunto mucho más de lo que quería admitir.
No sabía nada más: lo dije, pero ellos siguieron preguntando. Qué fastidio. Pero, claro, estaban en el Lager desde hacía unas semanas, todavía no habían aprendido que en el Lager no se hacen preguntas.
Por la tarde vino el médico griego. Dijo que, también de entre los enfermos, todos los que podían andar serían provistos de zapatos y de ropa y saldrían al día siguiente, con los sanos, para una marcha de veinte kilómetros. Los otros se quedarían en el Ka-Be, con personal de asistencia escogido entre los enfermos menos graves.
El médico estaba insólitamente alegre, parecía borracho. Lo conocía, era un hombre culto, inteligente, egoísta y calculador. Dijo también que todos sin distinción recibirían triple ración de pan, de lo que los enfermos se alegraron visiblemente. Le hicimos algunas preguntas sobre lo que iba a ser de nosotros. Contestó que probablemente los alemanes nos abandonarían a nuestro destino: no, no creía que nos matasen. No ponía mucho empeño en ocultar que pensaba lo contrario, su misma alegría era significativa.
Ya estaba equipado para la marcha; apenas hubo salido los dos muchachos húngaros empezaron a hablar excitados entre sí. Se encontraban en convalecencia avanzada, pero muy desmejorados. Se entendía que tenían miedo de quedarse con los enfermos, deliberaban sobre la posibilidad de partir con los sanos. No se trataba de un razonamiento: es probable que también yo, si no me hubiese sentido tan débil, hubiese seguido el instinto del rebaño; el terror es muy contagioso y el individuo aterrorizado, en lo primero que piensa es en la fuga.
Fuera de la barraca se oía el campo en insólita agitación. Uno de los dos húngaros se levantó, salió y volvió al cabo de media hora cargado de trapos asquerosos. Debía de haberlos robado en el almacén de los efectos destinados a la desinfección. Su compañero y él se vistieron febrilmente, endosándose un trapo encima de otro. Se veía que tenían prisa por ver el hecho consumado antes de que el mismo miedo los hiciese retroceder. Era insensato pensar aunque sólo fuera en una hora de camino, tan débiles como estaban, y además por la nieve, y con aquellos zapatos rotos encontrados en el último momento.Traté de explicárselo, pero me miraron sin responder. Tenían ojos de bestias asustadas.
Sólo durante un momento se me pasó por la cabeza que también podían tener razón. Salieron con dificultad por la ventana, los vi, mamarrachos informes, tambalearse fuera, en la noche. No han vuelto; he sabido mucho después que, no pudiendo continuar, fueron abatidos por los SS pocas horas después de haber empezado la marcha.
También yo necesitaba un par de zapatos: estaba claro. Pero necesité una hora para vencer las náuseas, la fiebre y la inercia. Encontré un par en el pasillo (los sanos habían saqueado el depósito de los zapatos de los hospitalizados y habían cogido los mejores: los más deteriorados, agujereados y desparejados andaban por todos los rincones). Allí mismo me encontré con Kosman, un alsaciano. De civil, era corresponsal de la Reuter en Clermont-Ferrand: también estaba excitado y eufórico. Dijo:
-Si por casualidad vuelves antes que yo, escríbele al alcalde de Metz que estoy a punto de volver.
Se sabía que Kosman tenía conocidos entre los prominentes, por eso su optimismo me pareció un buen indicio y lo utilicé para justificar mi inercia ante mí mismo. Escondí los zapatos y me volví a la cama.
Bien entrada la noche vino otra vez el médico griego, con un saco a la espalda y un pasamontañas. Echó en mi litera una novela francesa:
-Ten, lee, italiano. Me la devolverás cuando volvamos a vernos.
Todavía lo odio por esta frase. Sabía que nosotros estábamos condenados.
Y vino al fin Alberto, desafiando la prohibición, a decirme adiós por la ventana. Era mi inseparable: nosotros éramos «los dos italianos» y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros nombres. Desde hacía seis meses compartíamos la litera y cada gramo de comida «organizada» extrarración; pero él había tenido escarlatina de pequeño y yo no había podido contagiarlo. Por eso, él partió y yo me quedé. Nos despedimos, no hacían falta muchas palabras, ya nos lo habíamos dicho todo infinitas veces. No creíamos que estaríamos separados durante mucho tiempo. Había encontrado unos zapatos gruesos de piel en discreto estado de conservación: era uno de los que encuentran en seguida todo lo que necesitan.
También él estaba alegre y confiado, como todos los que se iban. Era comprensible: estaba a punto de suceder algo grande y nuevo: se sentía por fin alrededor una fuerza que no era la de Alemania, se sentía materialmente derrumbarse todo nuestro maldito mundo. O por lo menos, esto era lo que sentían los sanos que por muy cansados y hambrientos que estuviesen, tenían la posibilidad de moverse; pero es indiscutible que quien está demasiado débil, o desnudo, o descalzo, piensa y siente de otra manera, y lo que se adueñaba de nuestras mentes era la sensación de estar totalmente inermes y en manos de la suerte.
Todos los sanos (quitado algún bien aconsejado que en el último instante se desnudó y se echó en cualquier litera de la enfermería) partieron duran te la noche del 18 de enero de 1945. Debían de ser cerca de veinte mil, procedentes de varios campos. En su casi totalidad, desaparecieron durante la marcha de evacuación: Alberto entre ellos. Quizás alguien escriba un día su historia.
Nosotros nos quedamos, pues, en nuestras yacijas, solos con nuestras enfermedades y con nuestra inercia más fuerte que el miedo.
En todo el Ka-Be éramos quizás ochocientos. En nuestra habitación nos habíamos quedado once, cada uno en una litera, salvo Charles y Arthur que dormían juntos. Extinguido el ritmo de la gran máquina del Lager, empezaron para nosotros diez días fuera del mundo y del tiempo.
18 de enero. Durante la noche de la evacuación las cocinas del campo todavía habían funcionado, y a la mañana siguiente se distribuyó en la enfermería el potaje por última vez. La instalación de la calefacción central había sido abandonada; en las barracas quedaba todavía un poco de calor, pero a cada hora que pasaba la temperatura iba bajando, y se comprendía que muy pronto íbamos a tener frío. Fuera debían de estar por lo menos a 20 grados bajo cero; la mayor parte de los enfermos no tenía más que la camisa, y algunos ni eso.
Nadie sabía en qué situación estábamos. Algunos de lo SS se habían quedado; algunas torres de guardia estaban todavía ocupadas.
Hacia mediodía un sargento de la SS hizo la inspección de las barracas. Nombró en cada una a un jefe de barraca, escogiéndolo de entre los no judíos, y dispuso que fuese inmediatamente hecha una lista de enfermos en la que se distinguiese a los judíos de los no judíos. La cosa parecía clara. Nadie se asombró de que hasta el final los alemanes conservasen su amor nacional por las clasificaciones, y ningún judío pensó ya seriamente en vivir hasta el día siguiente.
Los dos franceses no habían entendido v estaban muy asustados. Les traduje de mala gana lo que había dicho el SS; me parecía irritante que tuviesen miedo: no tenían todavía un mes de Lager, todavía casi no tenían hambre, ni siquiera eran judíos, y tenían miedo.
Se hizo otro reparto de pan. Por la tarde empecé a leer el libro dejado por el médico: era muy interesante y lo recuerdo con extraña precisión. Hice también una visita al departamento de al lado, en busca de mantas: de allí muchos enfermos habían sido evacuados, sus mantas habían quedado libres. Me llevé algunas bastante calientes.
Cuando supo que venían de la Sección de Disentería, Arthur arrugó la nariz:
-Y-avait point besoin de le dire. -En efecto estaban manchadas. Yo pensaba que de todas maneras, dado lo que nos esperaba, sería mejor dormir bien arropados.
Se hizo pronto de noche pero todavía funcionaba la luz eléctrica. Vimos con tranquilo espanto que en la esquina de la barraca había un SS armado. Yo no tenía ganas de hablar y no sentía temor sino de la manera exterior y condicional que ya he dicho. Seguí leyendo hasta bastante tarde.
No había reloj, pero debían de ser las doce cuando se apagaron todas las luces, incluso las de los reflectores de las torres de guardia. Se veían a lo lejos los haces de luz de los fotoeléctricos. Floreció en el cielo un racimo de luces intensas que se mantuvieron inmóviles iluminando crudamente el terreno. Se oía el trepidar de los aparatos.
Luego empezó el bombardeo. No era nada nuevo, me bajé de la litera, enfilé los pies desnudos en los zapatos y esperé.
Parecía lejano, quizás encima de Auschwitz.
Pero he aquí una explosión cercana y, antes de poder formular un pensamiento, una segunda y una tercera de las que rompen los oídos. Se oyó un estrépito de cristales rotos, la barraca oscilo, cayó al suelo la cuchara que tenía clavada en un encastre de la pared de madera.
Luego pareció que había terminado. Cagnolati, un joven campesino, también de los Vosgos, no debía de haber visto nunca una incursión: se había tirado desnudo de la cama, se había agazapado en un rincón y chillaba.
Después de unos minutos fue evidente que el campo había sido alcanzado. Dos barracones ardían violentamente, otros dos habían sido pulverizados, pero todos eran barracones vacíos. Llegaron decenas de enfermos, desnudos y miserables, de un barracón amenazado por el fuego: pedían asilo. Imposible acogerlos. Insistieron, suplicando y amenazando en muchas lenguas: tuvimos que atrancar la puerta. Se arrastraron hacia otro sitio, iluminados por las llamas, descalzos sobre la nieve en fusión. A muchos les colgaban por detrás los vendajes deshechos. Para nuestro barracón no parecía que hubiese peligro, a no ser que cambiase el viento.
Los alemanes ya no estaban allí. Las torres estaban vacías.
Hoy pienso que, sólo por el hecho de haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de Providencia: pero lo cierto es que, en aquel momento, el recuerdo de los salvamentos bíblicos en las adversidades extremas pasó como un viento por todos los ánimos.
No se podía dormir; se había roto un cristal y hacía mucho frío. Pensaba que teníamos que buscar una estufa para instalarla, y procurarnos carbón, leña y víveres. Sabía que todo esto era necesario, pero sin ayuda nunca habría podido hacerlo. Hablé de ello con los dos franceses.
19 de enero. Los franceses estuvieron de acuerdo. Nos levantamos al alba, nosotros tres. Me sentía enfermo e inerme, tenía frío y miedo.
Los demás enfermos nos miraron con curiosidad recelosa: ¿no sabíamos que a los enfermos les estaba prohibido salir del Ka-Be? ¿Y si todavía no se habían ido todos los alemanes? Pero no dijeron nada, estaban contentos de que alguien fuese a hacer la prueba.
Los franceses no tenían ninguna idea de la topografía del Lager, pero Charles era valiente y robusto, y Arturo era sagaz y tenía un excelente sentido práctico de campesino. Salimos al viento de un gélido día de niebla, mal envueltos en mantas.
Lo que vimos no se parecía a nada que yo haya visto nunca ni oído describir.
El Lager, apenas muerto, ya estaba descompuesto. Ni agua ni electricidad: las ventanas y puertas desbaratadas eran batidas por el viento, chirriaban las chapas desajustadas de los tejados y las cenizas del incendio volaban alto y lejos. A la obra de las bombas se juntaba la obra de los hombres: andrajosos, deshechos, esqueléticos, los enfermos en condiciones de moverse se arrastraban por todas partes como una invasión de gusanos, sobre la tierra endurecida por el hielo. Habían revuelto todas las barracas vacías en busca de alimentos y de leña; habían violado con furia insensata las habitaciones de los odiados Blockältester, grotescamente adornadas, cerradas hasta el día anterior a los vulgares Häftlinge; como no eran los dueños de sus vísceras, se habían ensuciado en todas partes, contagiando la preciosa nieve, única fuente de agua para todo el campo.
En torno a las ruinas humeantes de las barracas quemadas, los grupos de enfermos estaban acostados en el suelo para absorber su último calor. Otros habían encontrado patatas en cualquier parte y las asaban en las brasas del incendio, mirando en torno con ojos feroces. Pocos habían tenido fuerzas para encender un verdadero fuego, y hacían fundir la nieve en recipientes de ocasión.
Nos dirigimos a las cocinas lo más de prisa que pudimos, pero casi se habían terminado las patatas. Llenamos dos sacos de ellas y confiamos su custodia a Arthur. Entre los escombros del Prominenzblock, Charles y yo encontramos por fin todo lo que buscábamos: una pesada estufa de hierro colado, con tubos todavía utilizables; Charles acudió con una carretilla y la cargamos; después me dejó a mí el encargo de llevarla a la barraca y se fue corriendo a los sacos. Allí encontró a Arthur desfallecido de frío; Charles cargó con los dos sacos y los puso a salvo, y luego se ocupó del amigo.
Mientras tanto yo, sosteniéndome a duras penas, trataba de manejar lo mejor que podía la pesada carretilla. Se oyó el ruido de un motor, y un SS en motocicleta entró en el campo. Como siempre, cuando veíamos sus rostros duros, me sentí presa del terror y del odio. Era demasiado tarde para desaparecer, y no quería abandonar la estufa. El reglamento del Lager prescribía ponerse firme y descubrirse la cabeza. Yo no tenía gorra y me hallaba embarazado por la manta. Me alejé unos pasos de la carretilla e hice una especie de torpe inclinación. El alemán siguió adelante sin verme, dio la vuelta junto a un barracón y se fue. Más tarde supe qué peligro había corrido.
Llegué por fin a la puerta de nuestra barraca y dejé la estufa a cargo de Charles. El esfuerzo me había dejado sin aliento, veía bailar ante mí unas manchas negras.
Se trataba de ponerla a funcionar. Los tres teníamos las manos paralizadas y el metal gélido se pegaba a la piel de los dedos, pero era urgente que la estufa funcionase para calentarnos y para hervir las patatas. Habíamos encontrado leña y carbón, y también brasas procedentes de las barracas quemadas.
Cuando quedó reparada la ventana desvencijada y la estufa empezó a calentar, pareció como si algo se ensanchase en cada uno de nosotros, y fue entonces cuando Towarowski (un franco-polaco de veintitrés años, con tifus) propuso a los otros enfermos que cada uno de ellos nos diese una rebanada de pan a los tres que trabajábamos, y su proposición fue aceptada.
Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: «Come tu pan y, si puedes, el de tu vecino», y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto.
Fue aquél el primer gesto humano que se produjo entre nosotros. Creo que se podría fijar en aquel momento el principio del proceso mediante el cual, nosotros, los que no estábamos muertos, de Häftlinge empezamos lentamente a volver a ser hombres.
Arthur se había recobrado bastante, pero en adelante evitó siempre coger frío; se encargó del mantenimiento de la estufa, de la cocción de las patatas, de la limpieza de la habitación y del cuidado de los enfermos. Charles y yo nos repartimos los diferentes servicios del exterior. Todavía quedaba una hora de luz: una salida nos rindió medio litro de alcohol y un tarro de levadura de cerveza, tirado en la nieve por no sabíamos quién; hicimos un reparto de patatas cocidas y de una cucharada de levadura por cabeza. Pensaba vagamente que podría ser útil contra la avitaminosis.
Se hizo la oscuridad; de todo el campo, la nuestra era la única habitación provista de estufa, de lo que nos sentíamos muy orgullosos. Muchos enfermos de otras secciones se amontonaban a la puerta, pero la estatura de Charles los mantenía a raya. Ninguno, ni nosotros ni ellos, pensaba que la promiscuidad inevitable con nuestros enfermos hacía peligrosísima la permanencia en nuestro cuarto, y que enfermar de difteria en aquellas condiciones era más seguramente mortal que tirarse desde un tercer piso.
Yo mismo, que era consciente de ello, no me paraba demasiado a pensarlo: desde hacía demasiado tiempo me había acostumbrado a pensar en la muerte por enfermedad como en un evento posible, y en tal caso inevitable y, en consecuencia, fuera del alcance de cualquier medida tomada por nosotros. Y ni siquiera se me pasaba por la cabeza que habría podido establecerme en otro cuarto, en otra barraca con menos peligro de contagio; aquí estaba la estufa, obra nuestra, que difundía una maravillosa tibieza; y aquí tenía una cama; y, en fin, ahora nos unía un lazo, a nosotros, los once enfermos de la Infektionsabteilung.
Se oía de tarde en tarde un fragor cercano y lejano de artillería y, a intervalos, una crepitación de fusiles automáticos. En la oscuridad, rota únicamente por el enrojecimiento de las brasas, Charles, Arthur y yo estábamos sentados fumando cigarrillos de hierbas aromáticas encontradas en la cocina y hablando de muchas cosas pasadas y futuras. En medio de la inmensa llanura llena de hielo y de guerra, nos sentíamos en paz con nosotros y con el mundo. Estábamos deshechos de cansancio pero nos parecía, después de tanto tiempo, haber hecho por fin algo útil; quizás como Dios tras el primer día de la creación.
20 de enero. Llegó el alba y yo estaba de turno para encender la estufa. Además de la debilidad, el dolor de las articulaciones me recordaba a cada instante que mi escarlatina estaba lejos de haber desaparecido. El pensamiento de tener que zambullirme en el aire helado en busca de fuego por las otras barracas me hacía temblar de espanto.
Me acordé de las piedras de mechero; empapé en alcohol una hojita de papel y, con paciencia, saqué de una piedra un montoncito de polvo negro, después empecé a rascar con más fuerza la piedra con el cuchillo. Y, tras haber arrancado unas chispas, el montoncito se incendió y del papel se levantó una llamita pálida de alcohol.
Arthur bajó entusiasmado de la litera y calentó tres patatas por cabeza de entre las hervidas el día anterior; después de lo cual, hambrientos y tiritando, Charles y yo partimos de nuevo a explorar el campo en ruinas.
Nos quedaban víveres (es decir, patatas) sólo para dos días; para el agua, estábamos reducidos a fundir la nieve, operación penosa debido a la falta de recipientes grandes, de la que se obtenía un líquido negruzco y turbio que teníamos que filtrar. El campo estaba en silencio. Otros espectros hambrientos deambulaban explorando como nosotros: barbas ya largas, ojos hundidos, miembros esqueléticos y amarillentos entre los andrajos. Mal sostenidos por las piernas, entrábamos y salíamos de los barracones desiertos sacando de ellos los más diferentes objetos: contraventanas, cubos, cazos, clavos: todo podía servir, y los más previsores ya pensaban en fructuosas operaciones mercantiles con los polacos de los campos circundantes.
En la cocina, dos andaban a la greña por las últimas patatas podridas. Se habían agarrado por los andrajos y se golpeaban con curiosos gestos lentos e inseguros, vituperándose en yiddish por entre los labios helados.
En el patio del almacén había dos grandes montones de coles y de nabos (los gordos nabos insípidos, base de nuestra alimentación). Estaban tan helados que sólo se podían separar con el pico. Charles y yo nos alternamos, echando todas nuestras energías en cada golpe, y extrajimos unos cincuenta kilos. Hubo algo más: Charles encontró un paquete de sal y (¡une fameuse trouvaille) un bidón de agua de quizás medio hectolitro en estado de hielo macizo.
Lo cargamos todo en una carretilla (servían antes para distribuir el rancho en las barracas: había muchas abandonadas por todas partes) y nos volvimos empujándola trabajosamente sobre la nieve. Durante aquel día nos contentamos también con patatas hervidas y rodajas de nabo asado en la estufa, pero para el día siguiente Arthur nos prometió importantes innovaciones.
Por la tarde, fui al ex ambulatorio en busca de algo útil. Se me habían adelantado: todo estaba estropeado por saqueadores inexpertos. Ni una botella entera; en el suelo, una capa de pingajos, estiércol y material de enfermería, un cadáver desnudo y retorcido. Pero he aquí algo que se les había escapado a mis predecesores: una batería de camión. Toqué los polos con el cuchillo: una chispita. Estaba cargada.
Por la noche, nuestra habitación tenía luz. Metido en la cama, veía por la ventana un largo trecho de carretera: pasaba por él, desde hacía tres días, la Wehrmacht fugitiva. Carros blindados, carros «tigre» camuflados de blanco, alemanes a caballo, alemanes en bicicleta, alemanes a pie, armados y desarmados. Se oía en la noche el estruendo de las cremalleras mucho antes de que los carros estuviesen visibles.
Preguntaba Charles:
-Ça roule encore?
-Ça roule toujours.
Parecía que no iba a terminar nunca.
21 de enero. Pero terminó. Con el alba del 21 la llanura apareció desierta y rígida, blanca hasta donde llegaba la vista bajo el vuelo de los cuervos, mortalmente triste.
Casi habría preferido seguir viendo algo que se moviese. También habían desaparecido los paisanos polacos, agazapados quién sabe dónde. Parecía que el viento se había parado por fin. Sólo una cosa habría deseado: quedarme en la cama bajo las mantas, abandonarme al cansancio total de los músculos, los nervios y la voluntad; esperar que todo acabase, o no acabase, lo mismo daba, como un muerto.
Pero Charles ya había encendido la estufa, el hombre Charles, el alegre, confiado y amigo, y me llamaba al trabajo:
-Vas-y, Primo, descends-toi de lá-haut; il y a Jules à attraper par les oreilles...
«Jules» era el cubo de la letrina, que todos los días había que coger por las asas, llevarlo fuera y verterlo en el pozo negro: era ésta la primera faena de la jornada, y si se piensa que no era posible lavarse las manos y que tres de los nuestros estaban enfermos de tifus, se comprenderá que no fuese un trabajo agradable.
Teníamos que inaugurar las coles y los nabos. Mientras yo iba a buscar leña, y Charles a recoger nieve para derretirla, Arthur movilizó a los enfermos que podían estar sentados para que ayudasen a mondar. Towarowski, Sertelet, Alcalai y Schenck respondieron a la llamada.
También Sertelet era un campesino de los Vosgos, de veinte años; parecía en buenas condiciones pero a medida que pasaban los días su voz iba adquiriendo un siniestro timbre nasal, que nos recordaba que la difteria raras veces perdona. Alcalai era un vidriero judío de Tolosa; era muy tranquilo y sensato, padecía de erisipela en la cara.
Schenck era un comerciante eslovaco, judío: convaleciente de tifus, tenía un formidable apetito. Y también Towarowski judío franco-polaco, majadero y parlanchín, pero útil a nuestra comunidad debido a su comunicativo optimismo. Mientras los enfermos trabajaban, con el cuchillo, cada uno sentado en su litera, Charles y yo nos dedicamos a buscar un sitio posible para las operaciones culinarias.
Una indescriptible suciedad había invadido todas las secciones del campo. Colmadas todas las letrinas, de cuyo mantenimiento ya no se cuidaba nadie, los disentéricos (eran más de un centenar) habían ensuciado todos los rincones del Ka-Be, llenado todos los cubos, todos los bidones antes destinados al rancho, todas las escudillas. No se podía dar un paso sin ver dónde iban a ponerse los pies; en la oscuridad era imposible desplazarse. Aun sufriendo con el frío, que seguía siendo muy intenso, pensábamos horrorizados en lo que habría sucedido si se nos hubiese echado encima el deshielo: las infecciones se habrían extendido sin obstáculos, el hedor se habría hecho sofocante y, además, una vez disuelta la nieve, nos habríamos quedado definitivamente sin agua.
Tras una larga búsqueda, encontramos por fin, en un local dedicado antes a lavadero, unos pocos palmos de pavimento no excesivamente sucio. Encendimos un fuego vivo y, después, para ahorrar tiempo y complicaciones, nos desinfectamos las manos friccionándolas con cloramina mezclada con nieve.
La noticia de que se estaba cociendo un potaje se esparció rápidamente entre los semivivos; se formó en la puerta un grupo de caras famélicas. Charles, con el cazo levantado, les dirigió un vigoroso y breve discurso que, aun siendo en francés, no necesitaba traducción.
Los más se dispersaron pero uno se echó hacia delante: era un parisino, sastre de categoría (decía él), enfermo de los pulmones. A cambio de un litro de potaje se pondría a nuestra disposición para cortarnos trajes de las numerosas mantas que quedaban en el campo.
Maxime demostró ser verdaderamente hábil. Al día siguiente Charles y yo teníamos chaqueta, pantalones y guantes de basto tejido de colores chillones.
Por la noche, después del primer potaje distribuido con entusiasmo y devorado con avidez, fue roto el gran silencio de la llanura. Desde nuestras literas, demasiado cansados para estar muy inquietos, tendíamos la oreja a los disparos de misteriosos cañones de artillería que parecían situados en todos los puntos del horizonte, y a los silbidos de los proyectiles por encima de nuestras cabezas.
Yo pensaba que la vida era bella afuera, y que todavía iba a ser bella, y habría sido verdaderamente una lástima dejarnos hundir ahora. Desperté a los enfermos que estaban adormilados y, cuando estuve seguro de que todos escuchaban, les dije, primero en francés, en mi mejor alemán después, que todos debíamos pensar ahora en volver a casa y que, en lo que de nosotros dependía, era preciso hacer algo y evitar algunas cosas. Que cada uno conservase cuidadosamente su escudilla y su cuchara; que ninguno le ofreciese a otro la sopa que eventualmente le sobrase; que nadie se bajase de la cama más que para ir a la letrina; quien necesitase algún servicio, que no se dirigiese más que a nosotros tres; Arthur estaba especialmente encargado de cuidarse de la disciplina y de la higiene y debía recordar que era mejor dejar las escudillas y las cucharas sucias que lavarlas con el peligro de cambiar la de un diftérico por la de un tifoso.
Tuve la impresión de que los enfermos sentían ya demasiada indiferencia por todo para preocuparse de lo que les había dicho; pero tenía mucha confianza en la diligencia de Arthur.
22 de enero. Si es valiente quien afronta un peligro grave con buen ánimo; Charles y yo fuimos valientes aquella mañana. Extendimos nuestras exploraciones al campo de los SS, inmediatamente fuera de la alambrada eléctrica.
Las guardias del campo debían de haber partido muy precipitadamente. Encontramos en las mesas platos medio llenos de menestra ya congelada, que devoramos con gran satisfacción; jarras todavía llenas de cerveza transformada en un hielo amarillento, un tablero con una partida empezada. En los cuartos, gran cantidad de cosas preciosas.
Nos llevamos una botella de vodka, varias medicinas, periódicos y revistas, y cuatro estupendas mantas acolchadas, una de las cuales está hoy en mi casa de Turín. Alegres e inconscientes, nos llevamos al cuartito el fruto de nuestra salida, confiándolo a la administración de Arthur. Hasta la noche no se supo lo que había sucedido quizás media hora más tarde.
Algunos SS, probablemente dispersos, pero armados, penetraron en el campo abandonado. Se encontraron con que dieciocho franceses se habían instalado en el refectorio de la SS-Waffe. Allí los mataron a todos metódicamente, de un tiro en la nuca, y alinearon después los cuerpos retorcidos en la nieve del camino; hecho lo cual, se fueron. Los dieciocho cadáveres se quedaron expuestos hasta la llegada de los rusos; nadie tuvo fuerzas para darles sepultura.
Por lo demás, en todas las barracas había ya camas ocupadas por cadáveres, tiesos como leños, a los que ninguno se ocupaba de llevarse de allí. La tierra estaba demasiado helada para que se pudiesen cavar fosas; muchos cadáveres fueron apilados en una zanja, pero ya desde los primeros días el montón emergía del hoyo y era ignominiosamente visible desde nuestra ventana.
Sólo una pared de madera nos separaba de la sección de los disentéricos. Allí eran muchos los moribundos, muchos los muertos. El suelo estaba cubierto por una capa de excrementos congelados. Nadie tenía ya fuerzas para salir de debajo de las mantas a buscar comida, y quien primero lo había hecho no había vuelto para socorrer a sus compañeros. En una misma cama, apretados para resistir mejor el frío, exactamente junto a la pared divisoria, estaban dos italianos: los oía hablar con frecuencia, pero como yo sólo hablaba francés, durante mucho tiempo no advirtieron mi presencia. Por casualidad oyeron mi nombre aquel día, pronunciado a la italiana por Charles, y desde entonces no pararon de gemir e implorar.
Naturalmente habría querido ayudarles si hubiese tenido los medios y las fuerzas; aunque sólo fuese para que cesase la obsesión de sus gritos. Por la noche, cuando todos los trabajos estuvieron terminados, venciendo la fatiga y el asco, me arrastré a tientas por el pasillo puerco y oscuro hasta su sección, con una escudilla de agua y las sobras de nuestro potaje del día. El resultado fue que desde entonces, a través de la delgada pared, toda la sección de los diarreicos me llamó noche y día por mi nombre, con las inflexiones de todas las lenguas de Europa, acompañado de súplicas incomprensibles, sin que yo pudiese ponerle remedio. Me sentía al borde del llanto, los habría maldecido.
La noche nos reservaba feas sorpresas. Lakmaker, el de la litera de debajo de la mía, era un calamitoso desecho humano. Era (o había sido) un judío holandés de diecisiete años, alto, delgado y apacible. Estaba en cama desde hacía tres meses, no sé cómo se había escapado de las selecciones. Había tenido sucesivamente el tifus y la escarlatina; mientras tanto se le había manifestado un grave trastorno cardíaco, y estaba lleno de llagas de decúbito, tanto que no podía yacer más que sobre el vientre. A pesar de todo esto, un apetito feroz; no hablaba más que holandés, ninguno de nosotros estaba en condiciones de entenderlo.
Quizás la causa de todo fue la menestra de coles y nabos, de la que Lakmaker había querido dos raciones. En mitad de la noche gimió y luego se tiró de la cama. Quería llegar a la letrina pero estaba demasiado débil y se cayó al suelo, llorando y gritando fuerte.
Charles encendió la luz (el acumulador demostró ser providencial) y pudimos darnos cuenta de la gravedad del incidente. La litera del muchacho y el suelo estaban ensuciados. El olor, en aquel reducido ambiente, se hacía rápidamente insoportable. No teníamos más que una mínima provisión de agua y carecíamos de mantas y de jergones de recambio. Y el pobrecillo tifoso era un terrible foco de infección; por supuesto, no se le podía dejar toda la noche en el suelo gimiendo y temblando de frío en medio de la suciedad.
Charles bajó de la cama y se vistió en silencio. Mientras yo sostenía la luz, cortó con el cuchillo todas las partes sucias del jergón y de la manta: levantó del suelo a Lakmaker con delicadeza maternal, lo limpió lo mejor que pudo con paja sacada del jergón y lo colocó en la cama vuelta a hacer en la única posición en que podía yacer el desgraciado: raspó el suelo con un pedazo de chapa; diluyó un poco de cloramina y, finalmente, lo roció todo de desinfectante, y también a sí mismo.
Yo medía su abnegación con el cansancio que habría tenido que vencer en mí para hacer todo lo que él estaba haciendo.
23 de enero. Nuestras patatas se habían acabado. Circulaba desde hacía unos días por los barracones el rumor de que había un enorme silo de patatas en algún sitio, fuera del alambre de púas, no lejano del campo.
Algún pionero desconocido debió de haber hecho pacientes investigaciones, o alguien debía saber con precisión el sitio: en efecto, la mañana del 23 un trecho de alambre de púas había sido derribado y una procesión doble de miserables salía y entraba por la abertura.
Charles y yo partimos, en el viento de la llanura lívida. Fuimos más allá de la barrera abatirla.
-Dis donc, Primo, on est dehors?
Así era: por primera vez desde el día de mi arresto, me encontraba libre, sin guardias armados, sin alambradas entre yo y mi casa.
A unos cuatrocientos metros del campo, se encontraban las patatas: un tesoro. Dos fosas larguísimas llenas de patatas y recubiertas de tierra alternada con paja para defenderlas del hielo. Nadie se moriría ya de hambre.
Pero la extracción no era un trabajo de nada. Debido al hielo, la superficie del terreno estaba dura como el mármol. Mediante un arduo trabajo de pico se conseguía perforar la costra y poner al descubierto el depósito; pero los más preferían meterse en los agujeros abandonados por los otros, llegando muy adentro y pasándoles las patatas a los compañeros que estaban afuera.
Un viejo húngaro había sido sorprendido allí por la muerte. Yacía rígido en el acto del hambriento: cabeza y hombros bajo el montón de tierra, el vientre en la nieve, tendía las manos a las patatas. Quien llegó después apartó el cadáver a un metro y reanudó el trabajo a través de la apertura que había quedado libre.
A partir de entonces nuestra comida mejoró. Además de las patatas cocidas y el potaje de patatas, ofrecimos a nuestros enfermos buñuelos de patatas, según una receta de Arthur: se raspan patatas crudas y se ponen con otras cocidas y deshechas; la mezcla se tuesta en una chapa muy caliente. Sabían a hollín.
Pero Sertelet, cuya enfermedad progresaba, no pudo probarlos. Además de hablar con un acento cada vez más nasal, aquel día no logró tragar debidamente ningún alimento: algo se le había estropeado en la garganta, cada bocado amenazaba sofocarlo.
Fui a buscar a un médico húngaro que se había quedado como enfermo en la barraca de enfrente. Al oír hablar de difteria dio tres pasos hacia atrás y me ordenó salir.
Por puras razones de propaganda les hice a todos instilaciones nasales de aceite alcanforado. Le aseguré a Sertelet que iba a sentarle bien: yo mismo trataba de convencerme de ello.
24 de enero. Libertad. La brecha del alambre de púas nos ofrecía su imagen concreta. Pensándolo con atención quería decir que ya no había alemanes, no había más selecciones, nada de trabajo, nada de golpes, nada de listas y, quizás dentro de poco, la vuelta.
Pero había que hacer un esfuerzo para convencerse y ninguno tenía tiempo de alegrarse. Alrededor todo era destrucción y muerte.
El montón de cadáveres de enfrente de nuestra ventana se derrumbaba ya fuera de la zanja. A pesar de las patatas, la debilidad de todos era extrema: en el campo ningún enfermo se curaba, por el contrario, muchos enfermaban de pulmonía y de diarrea: los que no habían estado en condiciones de moverse o no habían tenido energía para hacerlo yacían entumecidos en las literas, rígidos de frío, y nadie se daba cuenta de cuándo se morían.
Todos los demás estaban espantosamente cansados: después de haber estado meses y años en el Lager, no son las patatas las que pueden devolver le las fuerzas a un hombre. Cuando, una vez terminada la cocción, Charles y yo habíamos arrastrado los veinticinco litros de potaje diario del lavadero a la habitación, debíamos echarnos jadeantes en la litera, mientras Arthur, diligente y doméstico, hacía el reparto, procurando que sobrasen las tres raciones de rabiot pour les travailleurs y un poco de lo del fondo pour les italiens d'à côté.
En el segundo cuarto de Infecciosos, también contiguo al nuestro y ocupado en su mayoría por tuberculosos, la situación era muy diferente. Todos los que habían podido hacerlo habían ido a establecerse en otras barracas. Los compañeros más graves y más débiles se morían uno a uno en soledad.
Yo había entrado allí una mañana para pedir prestada una aguja. Un enfermo jadeaba entre estertores en una de las literas de arriba. Me oyó, se alzó para sentarse, luego se quedó colgado cabeza abajo fuera del borde, vuelto hacia mí, con el busto y los brazos rígidos y los ojos en blanco. El de la litera de abajo, automáticamente, alzó los brazos para sujetar aquel cuerpo y se dio cuenta entonces de que estaba muerto. Cedió lentamente bajo el peso, el otro resbaló hasta el suelo y allí se quedó. Nadie sabía su nombre.
Pero en la barraca 14 había sucedido algo nuevo. Allí los obreros habían ido mejorando y algunos estaban en bastante buenas condiciones. Organizaron una expedición al campo de los ingleses prisioneros de guerra, que se presumía había sido evacuado. Fue una empresa fructífera. Volvieron vestidos de caqui, con una carretilla llena de maravillas nunca vistas: margarina, polvos de budín, tocino, harina de soja, aguardiente.
Por la tarde, en la barraca 14 estaban cantando. Ninguno de nosotros se sentía con fuerza para hacer los dos kilómetros de camino al campo de los ingleses y volver con la carga. Pero, indirectamente, la afortunada expedición fue ventajosa para muchos. El desigual reparto de los bienes provocó un nuevo florecimiento de la industria y el comercio. En nuestro cuartucho de atmósfera mortal nació una fábrica de velas con mecha empapada de ácido bórico, hechas con moldes de cartón. Los ricos de la barraca 14 absorbían toda nuestra producción y nos pagaban con tocino y harina.
Yo mismo había encontrado el bloque de cera virgen en el Elektromagazin; recuerdo la expresión de contrariedad de los que me vieron llevármelo, y el diálogo que siguió:
-¿Qué quieres hacer con eso?
No era caso de descubrir un secreto de fabricación; me oí responder con las palabras que había oído a menudo a los antiguos del campo, y que contienen su jactancia preferida: la de ser «buenos prisioneros», gente apta que siempre sabe arreglárselas:
-Ich verstehe verschiedene Sachen... (entiendo de bastantes cosas...).
25 de enero. Fue el turno de Sómogyi. Era un químico húngaro de unos cincuenta años, delgado, alto y taciturno. Como el holandés, estaba convaleciente de tifus y de escarlatina; pero le sobrevino algo nuevo. Fue presa de una fiebre muy alta. Desde hacía tal vez cinco días no había dicho palabra: abrió la boca aquel día y dijo con voz enérgica:
-Tengo una ración de pan debajo del jergón. Repartíosla vosotros tres. Yo ya no volveré a comer.
No supimos qué decir, pero de momento no tocamos el pan. Se le había hinchado la mitad de la cara. Mientras permaneció consciente, continuó encerrado en un silencio áspero.
Pero por la tarde, y durante toda la noche, y durante dos días sin interrupción, el silencio fue roto por el delirio. Entregado a un último e interminable sueño de liberación y esclavitud, empezó a murmurar Jawohl a cada expiración de aire; regular y constante como una máquina, Jawohl a cada bajada de su pobre hilera de costillas, miles de veces, hasta dar ganas de sacudirlo, de sofocarlo, o de que, por lo menos, cambiase de palabra.
Nunca he comprendido como entonces lo trabajosa que es la muerte de un hombre.
Afuera, todavía el silencio absoluto. El número de cuervos había aumentado mucho, y todos sabían por qué. Sólo a largos intervalos se despertaba el diálogo de la artillería.
Todos se decían unos a otros que pronto, de repente, llegarían los rusos; todos lo proclamaban, todos estaban seguros, pero nadie lograba convencerse de ello. Porque en el Lager se pierde la costumbre de esperar, y también la confianza en la propia razón. En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor y que alguna próvida ley natural embota cuando los sufrimientos exceden un límite determinado.
Lo mismo que de la alegría, del miedo, del mismo dolor, así se cansa uno de la espera. Llegados al 25 de enero, rotas desde hacía ocho días las relaciones con aquel feroz mundo que, sin embargo, era un mundo, los más de entre nosotros estaban demasiado agotados incluso para esperar.
Por la noche, alrededor de la estufa, una vez más Carlos, Arthur y yo sentíamos que volvíamos a ser hombres. Podíamos hablar de todo. Me apasionaba la conversación de Arthur sobre la manera en que pasan los domingos en Provenchéres, en los Vosgos, y Charles casi lloraba cuando le hablé del armisticio en Italia, del principio confuso y desesperado de la resistencia partisana, del hombre que nos había traicionado y de nuestra captura en las montañas.
En la oscuridad, detrás y sobre nosotros, los ocho enfermos no se perdían una sílaba, incluso los que no entendían francés. Sólo Sómogyi se encarnizaba en confirmar a la muerte su entrega.
26 de enero. Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes triunfantes había sido perfeccionada por los alemanes derrotados.
Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más atroz.
Parte de nuestra existencia reside en las almas de quien se nos aproxima: he aquí por qué es no humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre. Nosotros tres fuimos en gran parte inmunes, y nos debemos por ello mutua gratitud; es por lo que mi amistad con Charles resistirá al tiempo.
Pero a miles de metros sobre nosotros, en los desgarrones que hay entre las nubes grises, se desarrollaban los complicados milagros de los duelos aéreos. Sobre nosotros, desnudos, impotentes, inermes, unos hombres de nuestro tiempo procuraban su muerte recíproca con los más refinados instrumentos. El gesto de uno de sus dedos podía provocar la destrucción del campo entero, aniquilar a millares de hombres; mientras la suma de todas nuestras energías y voluntades no habría bastado para prolongar ni un minuto la vida de uno solo de nosotros.
La zarabanda cesó por la noche y la habitación estuvo de nuevo llena del monólogo de Sómogyi. En plena oscuridad me desperté sobresaltado. L'pauv' vieux callaba: había terminado. Con el último sobresalto de vida se había tirado al suelo desde la litera: oí el golpe de las rodillas, de las caderas, de la espalda y de la cabeza.
-La mort l’a chassé de son lit -definió Arthur.
Desde luego no podíamos llevarlo afuera por la noche. No nos quedaba más remedio que dormirnos.
27 de enero. El alba. En el suelo, el infame revoltijo de miembros secos, la cosa Sómogyi.
Hay trabajos más urgentes: no podemos lavarnos, no podemos tocarlo hasta después de haber cocinado y comido. Y además ... rien de si dégoûtant que les débordements, dice justamente Charles; hay que vaciar la letrina. Los vivos son más exigentes; los muertos pueden esperar. Nos ponemos a trabajar como todos los días.
Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos a Sómogyi cerca de allí. Pesaba muy poco. Volcamos la camilla en la nieve gris.
Charles se quitó la gorra. Yo sentí no tener gorra.
De los once de la Infektionsabteilung fue Sómogyi el único que murió en los diez días. Sertelet, Cagnolati, Towarowski, Lakmaker y Dorget (de este último no he hablado hasta ahora; era un industrial francés que, después de operado de peritonitis, se había enfermado de difteria nasal), murieron unas semanas más tarde en la enfermería rusa provisional de Auschwitz. En abril me encontré en Katowice con Schenck y Alcalai, que estaban con buena salud. Arthur se reunió felizmente con su familia, y Charles ha vuelto a su profesión de maestro; nos hemos escrito largas cartas y espero volverlo a ver algún día.