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El genocidio nazi contra los judíos

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Erich Hartmann
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Mensaje por Erich Hartmann » Vie Ene 02, 2009 2:02 pm

LOS ACONTECIMIENTOS DEL VERANO
Durante toda la primavera habían llegado transportes de Hungría; un prisionero de cada dos era húngaro, el húngaro se había convertido, después del yiddish, en la segunda lengua del campo.
En el mes de agosto de 1944, nosotros, internados cinco meses antes, nos contábamos ya entre los veteranos. Como tales, nosotros, los del Kommando 98, no nos habíamos asombrado de que las promesas hechas y el examen de química aprobado no hubiesen tenido consecuencias: ni asombrados ni demasiado tristes: en el fondo, todos teníamos cierto temor a los cambios: «Cuando se cambia, se cambia para peor», decía uno de los proverbios del campo. Mas en general la experiencia nos había demostrado ya infinitas veces la vanidad de toda previsión: ¿con qué objeto esforzarse en prever el porvenir cuando ninguno de nuestros actos, ninguna de nuestras palabras lo habría podido influenciar en lo más mínimo? Éramos viejos Häftlinge; nuestra sabiduría consistía en «no tratar de entender», ni imaginarse el futuro, no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse preguntas.
Conservábamos los recuerdos de nuestra vida anterior, pero velados y lejanos, y por ello profundamente dulces y tristes, como lo son para todos los recuerdos de la primera infancia y de todas las cosas acabadas; mientras para cada uno el momento de la entrada en el campo se encontraba en el origen de una diferente secuencia de recuerdos, cercanos y duros éstos, continuamente confirmados por la experiencia presente, como heridas que vuelven a abrirse a diario.
Las noticias, sabidas en el tajo, del desembarco aliado en Normandía, de la ofensiva rusa y del frustrado atentado contra Hitler, habían levantado oleadas de esperanzas violentas pero efímeras. Cada uno sentía, día tras día, que le abandonaban las fuerzas, que el deseo de vivir se desvanecía, que la mente se oscurecía; y Normandía y Rusia eran cosas lejanas, y el invierno estaba tan cerca; tan concretas el hambre y la desolación, y tan irreal todo lo demás, que no parecía posible que verdaderamente existiese un mundo y un tiempo, sino nuestro mundo de fango, y nuestro tiempo estéril y estancado al que ahora éramos incapaces de imaginar un final.
Para los hombres vivos, las unidades de tiempo tienen siempre un valor, tanto mayor cuanto más grandes son los recursos interiores de quien las recorre; pero para nosotros, horas, días, y meses retrocedían tórpidos del futuro al pasado, siempre demasiado lentos, materia vil y superflua de la que tratábamos de deshacernos lo más pronto posible. Concluido el tiempo en que los días se sucedían vivaces, preciosos e irreparables, el futuro estaba ante nosotros gris e inarticulado, como una barrera invencible. Para nosotros, la historia estaba parada.

Pero en agosto del 44 empezaron los bombardeos de la Alta Silesia, y se prolongaron, con pausas y reanudaciones irregulares, durante todo el verano y el otoño hasta la crisis definitiva.
El monstruoso y concorde trabajo de gestación de la Buna se detuvo bruscamente y pronto degeneró en una actividad deshilvanada, frenética y paroxística. El día en que la producción de la goma sintética habría debido comenzar, que en agosto parecía inminente, fue poco a poco retrasado, y los alemanes acabaron por no hablar más del asunto.
El trabajo de construcción cesó; la fuerza del desmesurado rebaño de esclavos fue dirigida a otra parte, y se hizo de día en día más levantisca y pasivamente hostil. A cada incursión, había siempre nuevos daños que reparar; desmontar e inmovilizar la delicada maquinaria pocos días antes puesta en funcionamiento con grandes esfuerzos; construir apresuradamente refugios y protecciones que a la primera prueba se revelaban irónicamente inconsistentes e inútiles.
Nos habíamos creído que cualquier cosa habría sido preferible a la monotonía de las jornadas iguales y encarnizadamente largas, a la rudeza sistemática y ordenada de la Buna en funcionamiento; pero hemos tenido que cambiar de opinión cuando la Buna ha empezado a caerse a pedazos alrededor de nosotros, como herida por una maldición de la que nosotros mismos nos sentíamos comprendidos. Hemos tenido que sudar entre el polvo y los escombros ardientes, y temblar como bestias, aplastados contra el suelo bajo la furia de los aviones; volvíamos al anochecer al campo, deshechos de cansancio y secos de sed, en los crepúsculos larguísimos y ventosos del verano polaco, y encontrábamos el campo en pleno desbarajuste, sin agua para beber y lavarse, sin potaje para las venas vacías, sin luz para defender el propio mendrugo de pan del hambre del otro, y para encontrar, por la mañana, el calzado y la ropa en la lobreguez vacía y llena de gritos del Block.
En la Buna se enfurecían los alemanes civiles, con el furor del hombre seguro que se despierta de un largo sueño de dominio y ve su ruina y no sabe comprenderla. También los Reichsdeutsche del Lager, comprendidos los políticos, sintieron en el momento del peligro el vínculo de la sangre y del suelo. El hecho nuevo condujo el enredo de los odios y de las incomprensiones a sus términos elementales, y dividió aún más los dos campos: los políticos, juntamente con los triángulos verdes y los SS, veían o creían ver en cada una de nuestras caras la burla del desquite y la triste alegría de la venganza. Como se sentían unidos por ello, su ferocidad aumentó.
Ningún alemán podía olvidar ahora que nosotros estábamos de la otra parte: de parte de los terribles sembradores que surcaban el cielo alemán como dueños, por encima de todas las barreras, y retorcían el hierro vivo de sus obras, llevando todos los días el estrago hasta dentro de sus casas, de las casas del pueblo alemán nunca antes violadas.
En cuanto a nosotros, estábamos demasiado destruidos para sentir verdadero temor. Los pocos que todavía podían juzgar y sentir rectamente, sacaron de los bombardeos nueva fuerza y esperanza; aquellos a los que el hambre no había reducido aún a la inercia definitiva, aprovecharon con frecuencia los momentos de pánico general para emprender expediciones doblemente temerarias (puesto que, además del riesgo directo de las incursiones, el hurto consumado en condiciones de emergencia era condenado a la horca) a la cocina de la fábrica y a los almacenes. Pero la mayor parte soportó el nuevo peligro y las nuevas incomodidades con inmutable indiferencia: no se trataba de una resignación consciente, sino del torpor opaco de las bestias domadas a palos, a las que ya no les duelen los palos.
A nosotros, el acceso a los refugios acorazados nos estaba prohibido. Cuando la tierra empezaba a temblar, nos arrastrábamos, aturdidos y renqueantes, a través de los humos corrosivos de las cortinas de humo, hasta las vastas áreas incultas, sórdidas y estériles, comprendidas en el recinto de la Buna; allí yacíamos inertes, amontonados los unos contra los otros como muertos, sensibles, sin embargo, a la momentánea dulzura de los miembros en reposo. Mirábamos con ojos atónitos las columnas de humo surgir en torno a nosotros: en los momentos de tregua, llenos del leve zumbido amenazante que todos los europeos conocen, arrancábamos del suelo cien veces pisoteado las achicorias y las escasas camomilas, y las masticábamos en silencio.
Una vez terminada la alarma, volvíamos desde todas partes a nuestros puestos, rebaño mudo innumerable, acostumbrado a la ira de los hombres y de las cosas; y reanudábamos aquel trabajo nuestro de siempre, odiado como siempre, y además claramente inútil e insensato en aquellos momentos.

En este mundo sacudido más profundamente cada día por los temblores del final cercano, entre nuevos terrores y esperanzas e intervalos de esclavitud exacerbada, sucedió que me encontré con Lorenzo.
La historia de mi relación con Lorenzo es al mismo tiempo larga y breve, sencilla y enigmática; es ésta una historia de un tiempo y de unas condiciones ya borradas por la realidad presente, y por ello no creo que pueda ser comprendida sino como se comprenden hoy los acontecimientos de la leyenda y de la historia más remota.
En términos concretos, se reduce a poca cosa: un obrero civil italiano me trajo un pedazo de pan y las sobras de su rancho todos los días y durante seis meses; me dio una camiseta suya llena de remiendos; escribió para mí una carta a Italia y me hizo recibir la respuesta. Por todo esto, no pidió ni aceptó ninguna recompensa, porque era bueno y simple, y no pensaba que se debiese hacer el bien por una recompensa.
Todo esto no debe parecer poco. Mi caso no ha sido el único; como ya se ha dicho, otros de nosotros mantenían relaciones de varias clases con civiles, y obtenían de qué sobrevivir: pero eran relaciones de naturaleza distinta. Nuestros compañeros hablaban de ellas con el mismo tono ambiguo y lleno de sobreentendidos con que los hombres de mundo hablan de sus relaciones femeninas: es decir, como de aventuras de las que uno puede sentirse orgulloso y por las que se desea ser envidiado, las cuales, sin embargo, incluso para las conciencias más paganas, se mantienen siempre al margen de lo lícito y de lo honesto; por lo que sería incorrecto e inconveniente hablar de ellas con demasiada complacencia. Así hablaban los Häftlinge de sus «protectores» y «amigos civiles» con ostentosa discreción, sin dar nombres, para no comprometerlos y, también y sobre todo, para no crearse indeseables rivales. Los más consumados, seductores profesionales como Henri, no hablaban de esto; envolvían sus asuntos en una aura de equívoco misterio y se limitaban a indicios y alusiones calculados de modo que suscitasen en los oyentes la leyenda confusa e inquietante de que gozaban del favor de civiles infinitamente potentes y generosos. Esto, en vista de un fin muy preciso: la fama improvisada, como he dicho en otro lugar, se muestra de fundamental utilidad a quien sabe rodearse de ella.
La fama de seductor, de «organizado», suscita al mismo tiempo envidia, burla, desprecio y admiración. Quien se deja ver en el acto de comer género «organizado» es juzgado bastante severamente; es ésta una grave falta de pudor y de tacto, además de una evidente estupidez. Igual de estúpido e impertinente sería preguntar «¿quién te lo ha dado?, ¿dónde lo has encontrado?, ¿qué has hecho?». Sólo los Números Altos, bobos, inútiles e indefensos, que nada saben de las reglas del Lager, hacen esta clase de preguntas; a estas preguntas, no se responde, o se responde Verschwinde, Mensch!, Hau'ab, Uciekaj, Schiess' in den Wind, Va chier; con uno, en fin, de los muchísimos equivalentes de «¡Quítate de en medio!» en que es rica la jerga del campo.
Hay también quien se especializa en complicadas y pacientes campañas de espionaje para identificar al civil o al grupo de civiles con los que el tal se entiende, y trata luego de varios modos de suplantarle. Nacen de ello interminables controversias de prioridad, más amargas para el perdedor por el hecho de que un civil ya «trabajado» es casi siempre más rentable, y sobre todo más seguro, que un civil en su primer contacto con nosotros. Es un civil que vale mucho más por evidentes razones sentimentales y técnicas: conoce ya los fundamentos de la «organización», sus reglas y sus peligros, y además ha demostrado estar en condiciones de superar la barrera de casta.

En realidad, para los civiles somos los intocables. Los civiles, más o menos explícitamente y con todos los matices que hay entre el desprecio y la conmiseración, piensan que por haber sido condenados a esta vida nuestra, por estar reducidos a esta condición nuestra, debemos estar manchados por alguna misteriosa y gravísima culpa. Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección. ¿Quién podría distinguir nuestras caras? Para ellos somos Kazett, neutro singular.
Naturalmente, esto no impide a muchos de ellos echarnos a veces un mendrugo de pan o una patata, o confiarnos, después de la distribución de la Zivilsuppe en la cantera, sus escudillas para que las raspemos y se las devolvamos lavadas. Les induce a ello el haber captado de paso alguna importuna mirada famélica, o bien un impulso momentáneo de humanidad, o la simple curiosidad de vernos acudir de todas partes para disputarnos el bocado los unos a los otros, bestialmente y sin recato, hasta que el más fuerte se lo zampa, y, entonces, todos los demás se ven afrentados y renqueantes.
Ahora bien, entre Lorenzo y yo no sucede nunca nada de esto. Por el sentido que pueda tener tratar de explicar las causas por las que mi vida, entre millares de otras equivalentes, ha podido resistir la prueba, diré que creo que es a Lorenzo a quien debo el estar hoy vivo; y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje, ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse.
Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás. Los SS malvados y estúpidos, los Kapos, los políticos, los criminales, los prominentes grandes y pequeños, hasta los Häftlinge indiferenciados y esclavos, todos los escalones de la demente jerarquía querida por los alemanes, están paradójicamente emparentados por una unitaria desolación interna.
Pero Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre.

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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Ene 04, 2009 2:22 am

OCTUBRE DE 1944
Con todas nuestras fuerzas hemos luchado para que no llegase el invierno. Nos hemos agarrado a todas las horas tibias, y a cada puesta de sol hemos procurado sujetar el sol en el cielo todavía un poco, pero todo ha sido inútil. Ayer por la tarde el sol se ha puesto irrevocablemente en un enredo de niebla sucia, de chimeneas y de cables, y esta mañana es invierno.
Sabemos lo que quiere decir, porque estábamos aquí el invierno pasado, y los demás lo aprenderán pronto. Quiere decir que, en el curso de estos meses, de octubre a abril, de cada diez de nosotros, morirán siete. Quien no se muera sufrirá minuto por minuto, día por día, durante todos los días: desde la mañana antes del alba hasta la distribución del potaje vespertino, deberá tener constantemente los músculos tensos, dar saltos primero sobre un pie y luego sobre el otro, darse palmadas bajo los sobacos para resistir el frío. Deberá gastar pan para procurarse guantes, y perder horas de sueño para repararlos cuando estén descosidos. Como no se podrá comer nunca al aire libre, tendremos que consumir nuestro pienso en la barraca, de pie, disponiendo cada uno de un palmo de pavimento, y apoyarse en las literas está prohibido. A todos se nos abrirán heridas en las manos y para conseguir una venda habrá que esperar toda la tarde durante horas y de pie en la nieve y al viento.
Del mismo modo que nuestra hambre no es la sensación de quien ha perdido una comida, así nuestro modo de tener frío exigiría un nombre particular. Decimos «hambre», decimos «cansancio», «miedo» y «dolor», decimos «invierno», y son otras cosas. Son palabras libres, creadas y empleadas por hombres libres que vivían, gozando y sufriendo, en sus casas. Si el Lager hubiese durado más, un nuevo lenguaje áspero habría nacido; y se siente necesidad de él para explicar lo que es trabajar todo el día al viento, bajo cero, no llevando encima más que la camisa, los calzoncillos, la chaqueta y unos calzones de tela, y, en el cuerpo, debilidad y hambre y conciencia del fin que se acerca.
Del mismo modo en que se ve desvanecerse una esperanza, así ha llegado el invierno esta mañana. Nos hemos dado cuenta cuando hemos salido del barracón para ir a lavarnos: no había estrellas, el aire oscuro y frío olía a nieve. En la plaza de la Lista, bajo la primera luz, al reunirnos para el trabajo, nadie ha hablado. Cuando hemos visto los primeros copos de nieve, hemos pensado que si el año pasado en esta época nos hubiesen dicho que íbamos a ver otro invierno en el Lager, nos habríamos dirigido a tocar el tendido eléctrico; y también lo haríamos ahora si fuésemos lógicos, si no fuera por este insensato y loco residuo de inconfesable esperanza.
Porque «invierno» quiere decir todavía una cosa más.
La primavera pasada los alemanes han construido dos enormes tiendas en una explanada de nuestro Lager. Cada una, durante el buen tiempo, ha hospedado a más de mil hombres; ahora, las tiendas han sido desmontadas y un exceso de dos mil hombres se hacinan en nuestras barracas. Nosotros, los veteranos prisioneros, sabemos que estas irregularidades no les gustan a los alemanes y que pronto sucederá algo que haga disminuir nuestro número.
La selección se siente llegar. Selekcja: la híbrida palabra latina y polaca se oye una vez, dos veces, muchas veces, intercalada en conversaciones extranjeras; al principio no se la individualiza, después se impone a la atención, finalmente nos persigue.
Esta mañana, los polacos dicen Selekcja. Los primeros son los que primero saben las noticias, y generalmente procuran que no se difundan, porque saber algo mientras los demás no lo saben todavía puede resultar ventajoso. Cuando todos sepan que la selección es inminente, lo poquísimo que cada uno podría intentar para escurrirse (corromper con pan o con tabaco a algún médico o a algún prominente; pasar de la barraca al Ka-Be o viceversa en el momento exacto, de manera que se cruce uno con la comisión) será su monopolio.
En los días siguientes, la atmósfera del Lager y de la cantera está saturada de Selekcja: nadie sabe nada preciso y todos hablan de ello, hasta los obreros libres, polacos, italianos, franceses, que vemos a escondidas durante las horas de trabajo. No se puede decir que se produzca una ola de abatimiento. Nuestra moral colectiva está demasiado desarticulada y aplastada para que sea inestable. La lucha contra el hambre, el frío y el trabajo deja poco margen al pensamiento, aun tratándose de este pensamiento. Cada cual reacciona a su manera, pero casi ninguno con las actitudes que parecerían más plausibles por ser realistas, es decir con la resignación o con la desesperación.
Quien puede tomar providencias, las toma; pero son los menos, porque sustraerse a la selección es muy difícil, los alemanes hacen estas cosas con gran seriedad y diligencia.
Quien no puede prevenirse materialmente trata de defenderse de otro modo. En los retretes, en el lavadero, nos enseñamos el uno al otro el pecho, las nalgas, los muslos, y los compañeros se tranquilizan: «Puedes estar tranquilo, seguro que esta vez no te toca... du bist kein Muselmann... más bien yo», y al mismo tiempo se bajan los pantalones y se levantan la camisa.
Ninguno niega a otro esta limosna: ninguno está tan seguro de su suerte como para tener el valor de condenar a otro. Yo mismo he mentido descaradamente al viejo Wertheimer; le he dicho que, si lo interrogan, responda que tiene cuarenta y cinco años y que no se olvide de afeitarse la tarde antes, aun a costa de quitarse de la boca un cuarto de pan; que, aparte de esto, no debe alimentar temores, y que además no es nada cierto que se trate de una selección para el gas: ¿no le ha oído decir al Blockältester que los seleccionados irán al campo de convalecencia de Jaworszno?
Es absurdo que Wertheimer tenga esperanzas: aparenta sesenta años, tiene gruesas varices, casi no siente el hambre. Y, sin embargo, se va a la litera sereno y tranquilo y, a quien le hace preguntas, le responde con mis palabras; son las palabras de orden del campo durante estos días: yo mismo las he repetido como, con menos detalles, me las he sentido recitar por Jaim, que está en el Lager desde hace tres años y, como es fuerte y robusto, está admirablemente seguro de sí; y le he creído.
Sobre esta exigua base también yo he atravesado la gran selección de octubre de 1944 con inconcebible tranquilidad. Estaba tranquilo porque había logrado mentirme cuanto era necesario. El hecho de que yo no haya sido elegido ha dependido sobre todo del azar y no demuestra que mi confianza estuviese bien fundada.
También Monsieur Pinkert es, a priori, un condenado: basta con mirarle a los ojos. Me llama con una seña, y me cuenta con aire confidencial que ha sabido, de qué fuente no puede decírmelo, que, efectivamente, esta vez hay una novedad: la Santa Sede, por medio de la Cruz Roja Internacional... en fin, me asegura personalmente que, tanto para él como para mí, de la manera más absoluta, está excluido todo peligro: cuando civil, era, como es sabido, agregado a la embajada belga en Varsovia.
De varios modos pues, también estos días de vigilia, que cuando se habla de ellos, parece que deberían haber sido tormentosos más allá de todo límite humano, pasan de una manera no muy diferente que los demás.
La disciplina del Lager y de la Buna no se relaja en modo alguno; el trabajo, el frío y el hambre son suficientes para acaparar toda nuestra atención.
Hoy es domingo de trabajo, Arbeitssonntag: se trabaja hasta las trece, después se vuelve al campo para la ducha, el afeitado y el control general de la sarna y de los piojos y, en el tajo, misteriosamente, todos hemos sabido que la selección será hoy.
La noticia ha llegado, como siempre, rodeada de un halo de detalles contradictorios y recelos: esta misma mañana ha habido una selección en la enfermería; el porcentaje ha sido del siete, del treinta, del cincuenta por ciento del total de los enfermos. En Birkenau, la chimenea del Crematorio humea desde hace diez días. Hay que hacerle sitio a una enorme expedición que va a llegar del gueto de Posen. Los jóvenes dicen a los jóvenes que serán elegidos todos los viejos. Los sanos dicen a los sanos que sólo serán elegidos los enfermos. Serán excluidos los especialistas. Serán excluidos los judíos alemanes. Serán excluidos los Números Bajos. Serás elegido tú. Seré excluido yo.
Con toda normalidad, a partir de las trece en punto, el taller se vacía y la formación gris e interminable desfila durante dos horas hacia los dos puestos de control, donde como todos los días somos contados y recontados, ante la orquesta que, durante horas sin interrupción, toca como todos los días las marchas con las que, a la entrada y a la salida, debemos sincronizar nuestros pasos. Parece que todo marcha como todos los días, la chimenea de la cocina humea como de costumbre, ya ha empezado la distribución del potaje. Pero luego se ha oído la campana, y ahora hemos comprendido que va en serio.
Porque esta campana suena siempre al alba, y entonces es la diana, pero cuando suena a media jornada quiere decir Blocksperre, encierro en la barraca, y esto sucede cuando hay selección, para que nadie se sustraiga a ella y, cuando los seleccionados salgan hacia el gas, para que nadie los vea partir.

Nuestro Blockältester conoce su oficio. Se ha cerciorado de que todos hemos entrado, ha hecho cerrar la puerta con llave, ha dado a cada uno la ficha en que constan la matrícula, el nombre, la profesión, la edad y la nacionalidad, y ha dado orden de que todos se desnuden completamente quedándose sólo con el calzado. De este modo, desnudos y con la ficha en la mano, esperaremos a que la comisión llegue a nuestra barraca. Nosotros somos la barraca 48, pero no se puede prever si se empezará por la barraca 1 o por la 60. De todos modos, podemos estar tranquilos durante una hora por lo menos, y no hay motivo alguno para que no nos metamos bajo las mantas de las literas para calentarnos.

Ya dormitan muchos cuando un desencadenamiento de órdenes, de blasfemias y de golpes indica que la comisión está llegando. El Blockältester y sus ayudantes, a gritos y puñetazos, a partir del fondo del dormitorio, empujan hacia delante a la turba de desnudos asustados y los apiñan dentro del Tagesraum, que es la Comandancia. El Tagesraum es un cuarto de siete metros por cuatro: cuando la caza ha terminado, dentro del Tagesraum está comprimida una masa humana caliente y compacta que invade y rellena perfectamente todos los rincones y ejerce en las paredes de madera una presión que las hace crujir.
Ahora estamos todos en el Tagesraum y además de no haber tiempo, ni siquiera hay espacio para tener miedo. La sensación de la carne caliente que oprime por todo alrededor de uno es singular y no es desagradable. Hay que procurar tener la nariz en alto para encontrar aire, y no arrugar o perder la ficha que tenemos en la mano.
El Blockältester ha cerrado la puerta del Tagesraum que da al dormitorio y ha abierto las otras dos que, del Tagesraum y del dormitorio dan al exterior. Aquí, delante de las dos puertas, está el árbitro de nuestro destino, que es un suboficial de la SS. Tiene a la derecha al Blockältester, a la izquierda al furriel de la barraca. Cada uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas delante de los tres, entregar la ficha al SS y entrar por la puerta del dormitorio. El SS, en la fracción de segundo entre las dos pasadas sucesivas, con una mirada de frente y de espaldas, decide la suerte de cada uno y entrega a su vez la ficha al hombre que está a su derecha o al hombre que está a su izquierda, y esto es la vida o la muerte de cada uno de nosotros. En tres o cuatro minutos, una barraca de doscientos hombres está «terminada» y, durante la tarde, el campo entero de doce mil hombres.
Yo, inmovilizado en la carnicería del Tagesraum, he sentido gradualmente disminuir la presión humana en torno a mí, y pronto me ha tocado el turno. Como todos, he pasado con paso enérgico y elástico, procurando llevar la cabeza alta, el pecho fuera y los músculos contraídos y marcados. Con el rabillo del ojo, he procurado ver a mi espalda y me ha parecido que mi ficha ha ido a la derecha.
Conforme íbamos volviendo al dormitorio, podíamos vestirnos. Nadie conoce ahora con seguridad el propio destino, hay que saber primero con seguridad si las fichas condenadas son las pasadas a la derecha o a la izquierda. Ahora no es el caso de tener consideraciones los unos con los otros ni de tener escrúpulos supersticiosos. Todos se amontonan en torno a los más viejos, a los más desnutridos, a los más «musulmanes»; si sus fichas han ido a la izquierda, la izquierda es con toda seguridad el lado de los condenados.
Antes de que la selección haya terminado, todos saben ya que la izquierda ha sido efectivamente la «schlechte Seite», el lado infausto. Hay, naturalmente, irregularidades: René, por ejemplo, tan joven y robusto, ha terminado en la izquierda: quizás porque tiene gafas, quizás porque anda un poco encorvado como los miopes, pero más probablemente por un simple descuido: René ha pasado delante de la comisión inmediatamente antes que yo, y podría haberse producido un cambio de fichas. Lo pienso, hablo con Alberto y convenimos en que la hipótesis es verosímil: no sé lo que pensaré mañana y después; hoy, la cosa no despierta en mí ninguna emoción precisa.
Del mismo modo, también ha debido de haber un error en el caso de Sattler, un macizo campesino transilvano que veinte días antes estaba en su casa; Sattler no entiende alemán, no ha comprendido nada de lo que ha sucedido y está en un rincón remendándose la camisa. ¿Debo ir a decirle que la camisa ya no va a servirle?
No hay por qué asombrarse de estas equivocaciones: el examen es muy rápido y sumario y, por otra parte, para la administración del Lager, lo importante no es tanto que sean eliminados precisamente los inútiles, como que queden rápidamente libres los sitios de acuerdo con determinado tanto por ciento preestablecido.

En nuestra barraca, la selección ha terminado, pero continúa en las otras, por lo que ahora estamos en clausura. Pero puesto que, mientras tanto, han llegado los bidones de potaje, el Blockältester decide proceder sin más a su distribución. A los seleccionados se les distribuirá una ración doble. No he sabido nunca si ésta sería una iniciativa absurdamente compasiva del Blockältester o una explícita disposición de los SS, pero de hecho, en el intervalo de dos o tres días (también a veces mucho más largo) entre la selección y la partida, las víctimas de Monowitz-Auschwitz disfrutan de este privilegio.
Ziegler presenta la escudilla, recibe la ración normal y se queda esperando. «¿Qué más quieres?», le pregunta el Blockältester: no le parece que a Ziegler le toque suplemento, lo aparta de un empujón, pero Ziegler vuelve e insiste humildemente: me han puesto de verdad a la izquierda, todos lo han visto, que vaya el Blockältester a consultar las fichas: tiene derecho a ración doble. Cuando la ha conseguido, se va tan tranquilo a la litera y empieza a comérsela.

Ahora todos están raspando atentamente con la cuchara el fondo de la escudilla para sacar las últimas pizcas de potaje, y se forma un trasteo sonoro que quiere decir que la jornada ha terminado. Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido.
Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca?
Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.

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Mensaje por Erich Hartmann » Lun Ene 05, 2009 2:29 pm

KRAUS
Cuando llueve uno querría poder llorar. Estamos en noviembre, llueve desde hace diez días y la tierra es como el fondo de un pantano. Todas las cosas de madera huelen a moho.
Si pudiese dar diez pasos a la izquierda, hasta donde está el cobertizo, estaría a salvo; me bastaría con un saco para cubrirme la espalda, o tan sólo la esperanza de un fuego donde secarme; o quizás con un trapo seco que meterme entre la camisa y el espinazo. Lo pienso, entre una palada y otra, y me convenzo de que tener un trapo seco sería una auténtica felicidad.
Es imposible estar ya más mojado; lo único que hace falta es procurar moverse lo menos posible, y sobre todo no hacer movimientos nuevos, no sea que cualquier otra porción de piel se ponga en contacto sin necesidad con la ropa empapada y gélida.
Es una suerte que hoy no sople el viento. Es extraño, de alguna manera se tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier circunstancia, tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo de la desesperación y nos permite vivir. Llueve, pero no sopla el viento. O tal vez llueve y sopla el viento: pero sabes que esta tarde te toca a ti el suplemento de potaje y, entonces, también hoy encuentras fuerzas para superar la tarde. O incluso tienes lluvia, viento y el hambre cotidiana, y entonces piensas que si no te quedase otro remedio, si no sintieses en el corazón más que sufrimiento y tedio, como a veces sucede, que te parece en verdad yacer en el fondo, pues bien, aun entonces pensamos que si queremos, en cualquier momento, siempre podemos llegarnos hasta la alambrada eléctrica y tocarla o arrojarnos bajo los trenes que maniobran, y entonces dejaría de llover.

Desde esta mañana estamos clavados en el fango, hasta los muslos, sin mover nunca los pies de los dos agujeros que han hecho en el terreno viscoso; oscilando sobre las caderas a cada palada. Yo estoy a mitad de la excavación, Kraus y Clausner están en el fondo, Gounan por encima de mí, al nivel del suelo. Sólo Gounan puede mirar en torno a sí, y advierte con monosílabos a Kraus, de cuando en cuando, de la oportunidad de acelerar el ritmo, o eventualmente de descansar, según quien pase por el camino. Clausner pica, Kraus me sube la tierra palada a palada y yo se la subo a Gounan, que la amontona de lado. Otros hacen la lanzadera con las carretillas y llevan la tierra quién sabe adónde, no nos interesa, hoy nuestro mundo es este agujero fangoso.
Kraus ha errado un golpe, un puñado de barro vuela y se me aplasta contra las rodillas. No es la primera vez que sucede, sin mucha confianza le advierto que tenga cuidado: es húngaro, entiende bastante mal el alemán y no sabe una palabra de francés. Es largo, largo, tiene gafas y una cara curiosa, pequeña y torcida; cuando se ríe parece un niño, y se ríe con frecuencia. Trabaja demasiado, y demasiado vigorosamente: no ha aprendido todavía nuestro arte subterráneo de economizarlo todo, el aliento, los movimientos, hasta el pensamiento. No sabe todavía que es mejor hacerse golpear, porque de los golpes en general no se muere, pero sí de cansancio, y malamente, y cuando uno se da cuenta ya es demasiado tarde. Piensa todavía... oh, no, pobre Kraus, no es un razonamiento el suyo, es tan sólo una absurda honestidad de empleadillo, se la ha traído aquí dentro, y ahora le parece que es como afuera, donde trabajar es decente y lógico, además de conveniente, porque, según dicen todos, cuanto más trabaja uno, más gana y come.
-Regardez-moi ça! Pas si vite, idiot! -impreca Gounan desde arriba; después se lo traduce al alemán: Langsan, du blöder Einer, langsam, verstanden?
Kraus puede matarse de cansancio, se sabe, pero no hoy, que trabajamos en cadena y el ritmo de nuestro trabajo es condicionado por el suyo.
Ahí está, es la sirena del Carburo, ahora se van los prisioneros ingleses, son las cuatro y media. Después pasarán las chicas ucranianas y entonces serán las cinco, podremos enderezar la espalda, y ahora sólo la marcha de retorno, la llamada y el control de los piojos nos alejarán del reposo.
Es la reunión, Antreten de todas partes; por todas partes se arrastran los fantoches del fango, estiran, los miembros envarados, llevan las herramientas a las barracas. Nosotros sacamos los pies del foso, cautamente para no dejarnos pegados los zuecos, y nos vamos, bamboleantes y chorreantes, a formar para la marcha de vuelta. Zu dreien, de tres en fondo. He procurado ponerme junto a Alberto, hoy hemos trabajado separados, tenemos que preguntarnos qué tal nos ha ido: pero alguien me ha dado un manotazo en el estómago, me he quedado detrás, mira, exactamente junto a Kraus.
Ahora partimos. El Kapo canta el paso con voz fuerte: Links, links, links; al principio duelen los pies, poco a poco uno se calienta y los nervios se distienden. También hoy, también este hoy, que esta mañana parecía invencible y eterno, lo hemos perforado a través de todos sus minutos; ahora yace concluido e inmediatamente olvidado, ya no es un día, no ha dejado rastro en la memoria de nadie. Lo sabemos, mañana será como hoy: quizás llueva un poco más o un poco menos, o quizás en vez de a cavar vayamos al Carburo a descargar ladrillos. O mañana también puede acabarse la guerra, o nos matarán a todos nosotros, o seremos trasladados a otro campo, o se realizarán algunas de las grandes innovaciones que, desde que el Lager es Lager, son incansablemente pronosticadas como inminentes y seguras. Pero ¿quién podría pensar seriamente en mañana?
La memoria es un instrumento curioso: desde que estoy en el campo me han bailado en la cabeza dos versos que ha escrito un amigo mío hace mucho tiempo:

... hasta que un día
no tenga sentido decir mañana.

Aquí es así. ¿Sabéis cómo se dice «nunca» en la jerga del campo? Morgen früh, mañana por la mañana.

Ahora es la hora de links, links, links und links, la hora en que no hay que perder el paso. Kraus es torpe y ya se ha ganado un puntapié del Kapo porque no sabe marchar alineado: y ahora empieza a gesticular y a masticar un alemán miserable, oye, oye, quiere pedirme perdón por la paletada de barro, todavía no ha comprendido dónde estamos, hay que admitir que los húngaros son una gente muy singular.
Ir marcando el paso y pronunciar un discurso complicado en alemán es demasiado, esta vez soy yo quien me doy cuenta de que lleva mal el paso, y lo he mirado, y he visto sus ojos, detrás de las gotas de lluvia de las gafas, y eran los ojos del hombre Kraus.
Entonces sucedió algo importante, y viene a cuento contarlo ahora, quizás por la misma razón que fue oportuno que sucediese entonces. Se me ocurrió hablarle largamente a Kraus: en mal alemán, pero lento y recalcado, convenciéndome, después de cada frase, de que la había comprendido.
Le conté que había soñado que estaba en mi casa, en la casa donde había nacido, sentado con mi familia, con las piernas bajo la mesa, y encima, mucha, muchísima comida. Y estábamos en verano, y en Italia: ¿en Nápoles?... pues sí, en Nápoles, no es caso de afinar. Y de pronto, sonaba el timbre y yo me levantaba lleno de ansiedad, e iba a abrir, ¿y qué veía? A él, el aquí presente Kraus Páli, con pelo, limpio y gordo, y vestido de hombre libre, y con una hogaza en la mano. Dos kilos, todavía caliente. Entonces Servus, Páli, wie geht's? y me sentía lleno de alegría, y le decía que entrase y le explicaba a mi familia quién era, y que venía de Budapest, y por qué estaba tan mojado: porque estaba empapado, así, como ahora. Y le daba de comer y de beber, y después una buena cama para dormir, y era de noche, pero había una maravillosa tibieza gracias a la cual en un momento estábamos todos secos (sí, porque también yo estaba muy mojado).
Qué buen muchacho debía ser Kraus de paisano: no vivirá mucho tiempo aquí dentro, esto se advierte a la primera mirada y se demuestra como un teorema. Siento no saber húngaro, ahora que su emoción ha roto los diques e irrumpe en una marea de estrambóticas palabras magiares. No he podido entender más que mi nombre, pero de estos gestos solemnes se deduciría que jura y augura.
Pobre tonto de Kraus. Si supiese que no es verdad, que no he soñado nada de él, que para mí tampoco es él nada, sino durante un instante, nada como todo es nada aquí abajo, salvo el hambre dentro, y el frío y la lluvia alrededor.

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Mensaje por Erich Hartmann » Mar Ene 06, 2009 1:57 pm

DIE DREI LEUTE VOM LABOR
¿Cuántos meses han pasado desde que entramos en el campo? ¿Cuántos desde el día en que me dieron de alta en el Ka-Be? ¿Y desde el día del examen de química? ¿Y desde la selección de octubre?
Alberto y yo nos hacemos a veces estas preguntas, y también otras muchas. Éramos noventa y siete cuando entramos, nosotros, los italianos del convoy ciento setenta y cuatro mil; sólo veintinueve hemos sobrevivido hasta octubre, y de éstos ocho se han ido con la selección. Ahora somos veintiuno y apenas si ha empezado el invierno. ¿Cuántos llegaremos vivos al año nuevo? ¿Cuántos a la primavera?
Desde hace unas semanas las incursiones han cesado; la lluvia de noviembre se ha convertido en nieve y la nieve ha cubierto las ruinas. Los alemanes y los polacos van al trabajo con las botas de goma, los cubreorejas de pelo y los monos puestos, los prisioneros ingleses con sus maravillosas pellizas. En nuestro Lager no han distribuido capotes más que a algunos privilegiados; somos un Kommando especializado que, en teoría, no trabaja más que a cubierto: por eso nos hemos quedado con el uniforme de verano.
Somos los químicos y por eso trabajamos con los sacos de fenilbeta. Hemos despejado el almacén después de las primeras incursiones, en pleno verano: la fenilbeta se nos pegaba por debajo de la ropa a los miembros sudados y nos roía corno una lepra; la piel se nos caía de la cara en gruesas escamas quemadas. Luego se han interrumpido las incursiones y hemos devuelto los sacos al almacén. Después el almacén ha sido alcanzado y hemos puesto los sacos en la cantina de la Sección Estireno. Ahora, el almacén ha sido reparado y otra vez hay que apilar en él los sacos. El olor agudo de la fenilbeta impregna nuestro único traje y nos acompaña de día y de noche con nuestra sombra. Hasta el momento, las ventajas de ser del Kommando Químico se han reducido a éstas: los demás han recibido los capotes y nosotros no; los demás han llevado sacos de cincuenta kilos de cemento, y nosotros sacos de sesenta kilos de fenilbeta. ¿Cómo pensar ahora en el examen de química y en las ilusiones de entonces? Cuatro veces cuando menos, durante el verano, se ha hablado del laboratorio del Doktor Pannwitz en el Bau 939 y ha corrido la voz de que seríamos elegidos algunos de los analistas para la sección de Polimerización.
Ahora basta, ahora se acabó. Es el último acto: el invierno ha empezado, y con él nuestra última batalla. Ya no se puede dudar de que será la última. En cualquier momento del día en que prestemos oído a las voces de nuestros cuerpos, en que interroguemos a nuestros miembros, la respuesta es la misma: no nos bastarán las fuerzas. Todo, en torno a nosotros, habla de destrucción y de fin. La mitad del Bau 939 es un amasijo de chapas retorcidas y cascotes; de las tuberías enormes donde antes rugía el vapor sobrecalentado penden ahora hasta el suelo carámbanos azules tan gruesos como pilastras. La Buna está ahora silenciosa, y cuando el viento es propicio, si se tiende la oreja, se siente un sordo y continuo temblor subterráneo, que es el frente que se acerca. Han llegado al Lager trescientos prisioneros del ghetto de Lodz, que los alemanes han transferido ante el avance de los rusos: han traído hasta nosotros la noticia de la lucha legendaria en el ghetto de Varsovia y nos han contado cómo, hace ya un año, los alemanes han liquidado el campo de Lublín: cuatro ametralladoras en las esquinas y las barracas incendiadas; el mundo civil nunca lo sabrá. ¿Cuándo nos toca a nosotros?
Como de costumbre, esta mañana el Kapo ha distribuido las cuadrillas. Los diez del Cloromagnesio, al Cloromagnesio: y éstos parten, arrastrando los pies, lo más lentamente posible, porque el Cloromagnesio es un trabajo durísimo: se está todo el día hasta los tobillos en el agua salobre y helada que ablanda los zapatos, la ropa y la piel. El Kapo coge un ladrillo y se lo tira al grupo: se esquivan malamente pero no avivan el paso. Esta es casi una costumbre, pasa todas las mañanas y no siempre supone en el Kapo un propósito de hacer daño.
Los cuatro del Scheisshaus, a su trabajo: y parten los cuatro agregados a la construcción de las nuevas letrinas. Es preciso saber que, desde que con la llegada de los convoyes de Lodz y de Transilvania, habíamos superado el número de cincuenta mil Häftlinge, el misterioso burócrata alemán que se ocupa de estos asuntos nos ha autorizado la erección de un Zweiplatziges Kommandoscheisshaus, es decir, de un retrete de dos asientos reservado a nuestro Kommando. Nosotros no somos insensibles a este signo de distinción que hace del nuestro uno de los pocos comandos a los que uno puede jactarse de pertenecer: pero es evidente que viene así a faltar el más sencillo de los pretextos para ausentarse del trabajo y para trabar relaciones con los civiles. Noblesse oblige, dice Henri, que tiene otras cuerdas en su arco.
Los doce de los ladrillos. Los cinco de Meister Dahm. Los dos de las cisternas. ¿Cuántos ausentes? Tres ausentes. Homolka, ingresado esta mañana en el Ka-Be; Fabbro, muerto ayer; François, trasladado quién sabe adónde ni por qué. La cuenta cuadra; el Kapo toma nota y está satisfecho. No quedamos ya más que los dieciocho de la fenilbeta, además de los prominentes del Kommando. Y he aquí lo imprevisible.
El Kapo dice:
-El Doktor Pannwitz ha comunicado al Arbeitsdienst que tres Häftlinge han sido escogidos para el laboratorio. 169509, Brackier; 175633, Kandel; 174517, Levi.
Durante un instante me zumban los oídos y la Buna da vueltas a mi alrededor. Somos tres Levi en el Kommando 98, pero Hundert Vierunsiebzig Fünf Hundert Siebzehn sólo yo, no cabe duda. Soy uno de los tres elegidos.
El Kapo nos escudriña con una risa enconada. Un belga, un rumano y un italiano: tres Franzosen, en resumen. ¿Es posible que tuviesen que ser tres Franzosen los elegidos para el paraíso del laboratorio?
Muchos compañeros se alegran; el primero de todos Alberto, con verdadera alegría, sin sombra de envidia. Alberto no encuentra nada de qué burlarse en cuanto a la suerte que me ha tocado, y está por el contrario muy contento, ya sea por amistad, ya sea porque también le supondrá algunas ventajas pues los dos estamos unidos por un estrechísimo pacto de alianza, por lo que cada bocado «organizado» es dividido en dos partes rigurosamente iguales. No tiene por qué envidiarme, puesto que entrar en el Laboratorio no era una de sus esperanzas, ni siquiera uno de sus deseos. La sangre de sus venas es demasiado libre para que Alberto, mi viejo amigo no domado, piense en arrellanarse en una colocación; su instinto lo conduce a otra parte, hacia otras soluciones, hacia lo imprevisto, lo extemporáneo, lo nuevo. A un buen empleo, Alberto prefiere sin dudar las incertidumbres y las batallas de la «profesión liberal».

Tengo en el bolsillo un boleto del Arbeitsdienst, donde está escrito que el Häftling 174517, como obrero especializado tiene derecho a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles.
La Buna destruida yace bajo la primera nieve, silenciosa y rígida como un desmesurado cadáver; todos los días aúllan las sirenas del Fliegeralarm; los rusos están a ochenta kilómetros. La central eléctrica está parada, las columnas del Metanol ya no existen, tres de cuatro gasómetros de acetileno han volado. A nuestro Lager afluyen todos los días a granel prisioneros «recuperados»» de todos los campos de la Polonia oriental; los menos van al trabajo, los más continúan hacia Birkenau y hacia el Horno. La ración ha vuelto a ser disminuida. El Ka-Be rebosa, los E-Häftlinge han traído al campo la escarlatina, la difteria y el tifus exantemático.
Pero el Häftling 174517 ha sido nombrado especialista y tiene derecho a camisa y calzoncillos nuevos y debe ser afeitado los miércoles. Nadie puede jactarse de comprender a los alemanes.

Hemos entrado en el laboratorio tímidamente, recelosos y desorientados como tres bestias salvajes que se adentrasen en una gran ciudad. ¡Qué liso y que limpio está el pavimento! Éste es un laboratorio sorprendentemente parecido a cualquier otro laboratorio. Tres largos pupitres de trabajo llenos de centenares de objetos familiares. La cristalería secándose en un rincón, la balanza analítica, una estufa Heraeus, un termostato Höppler. El olor me hace sobresaltar como un latigazo: el débil olor aromático de los laboratorios de química orgánica. Durante un instante, evocada con violencia brutal y en seguida desvanecida, la gran sala semioscura de la universidad, el cuarto curso, el aire suave de mayo en Italia.
Herr Stawinoga nos asigna los puestos de trabajo. Stawinoga es un alemán-polaco todavía joven, de cara enérgica pero al mismo tiempo triste y cansada. También es Doktor: no en química, pero (ne pas chercher á comprendre) en glotología; sin embargo, es el jefe del laboratorio. Con nosotros, no habla de buena gana, pero no parece mal dispuesto. Nos llama «Monsieur», lo que resulta ridículo y desconcertante.
En el laboratorio la temperatura es maravillosa: el termómetro marca 24°C. Pensamos que también podemos ponernos a lavar la cristalería, o a barrer el suelo, o a transportar las bombonas de hidrógeno, cualquier cosa con tal de quedarnos aquí dentro, y el problema del invierno estará resuelto para nosotros. Y además, pensándolo bien, tampoco el problema del hambre debería ser difícil de resolver. ¿Van a registrarnos todos los días a la salida? ¿O aunque así fuese, cada vez que pidamos permiso para ir a la letrina? Evidentemente, no. Y aquí hay jabón, hay bencina, hay alcohol. Me haré un bolsillo secreto por dentro de la chaqueta, me pondré en combinación con el inglés que trabaja en la oficina y comercia en bencina. Veremos cuán severa va a ser la vigilancia: pero ya llevo un año de Lager y sé que si uno quiere robar, y si se dedica a ello con seriedad, no hay vigilancia ni registros que puedan impedírselo.
Por lo que parece, pues, la suerte, llegada por caminos insospechados, ha hecho que nosotros tres, objeto de envidia para diez mil condenados, no tengamos este invierno ni frío ni hambre. Esto significa grandes posibilidades de no enfermar de gravedad, de salvarse de la congelación, de superar las selecciones. En estas condiciones, personas menos expertas que nosotros en las cosas del Lager también podrían ser tentadas por la esperanza de sobrevivir y por el pensamiento de la libertad. Nosotros no, nosotros sabemos cómo funcionan estas cosas; todo esto es un regalo del destino, que como tal es gozado lo más intensamente posible, y de prisa: pero del mañana no hay certeza. Al primer tubo que rompa, al primer error de medida, a la primera distracción, volveré a consumirme en la nieve y el viento, hasta que yo también esté maduro para el Horno. Y además, ¿quién puede saber lo que ocurrirá cuando vengan los rusos?
Porque los rusos vendrán. El suelo tiembla noche y día bajo nuestros pies; en el vacío silencio de la Buna el fragor sumergido y sordo de la artillería resuena ahora ininterrumpidamente. Se respira un aire tenso, un aire de resolución. Los polacos no trabajan ya, los franceses andan de nuevo con la cabeza alta. Los ingleses se guiñan el ojo y se saludan á escondidas con la V del índice y del corazón; y no siempre a escondidas.
Pero los alemanes son sordos y ciegos, encerrados en una coraza de obstinación y de deliberada ignorancia. Una vez más han fijado la fecha del principio de la producción de goma sintética: será el 1 de febrero de 1945. Construyen refugios y trincheras, reparan los daños, construyen, combaten, mandan, organizan y matan. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Son alemanes: este comportamiento suyo no es meditado y deliberado, sino que procede de su naturaleza y del destino que han elegido. No podrían hacer otra cosa: si se hiere el cuerpo de un agonizante la herida empieza a cicatrizar, aunque todo el cuerpo vaya a morirse al día siguiente.

Ahora, todas las mañanas al separar las cuadrillas, el Kapo nos llama, antes que a todos los demás, a nosotros tres, los del Laboratorio, die drei Lente vom Labor. En el campo, por la noche y por la mañana nada me distingue del rebaño, pero durante el día, durante el trabajo, estoy a cubierto y caliente y nadie me pega; robo y vendo jabón y bencina, sin riesgos serios, y quizás consiga un bono para unos zapatos de cuero. Además ¿se puede llamar trabajo al mío? Trabajar es empujar vagones, llevar vigas, picar piedras, palear tierra, apretar con las manos desnudas el escalofrío del hierro helado. Yo, en cambio, estoy sentado todo el día, tengo un cuaderno y un lápiz, y hasta me han dado un libro para que me refresque la memoria sobre los métodos analíticos. Hay un cajón donde puedo poner la gorra y los guantes, y cuando quiera salir basta con que avise a Herr Stawinoga, el cual nunca dice que no y, si tardo, no hace preguntas; tiene el aspecto de sufrir en su carne por la ruina que lo rodea.
Los compañeros del Kommando me envidian, y tienen razón, ¿quizás no debería declararme contento? Pero apenas me sustraigo por la mañana a la rabia del viento y traspaso el umbral del laboratorio, he aquí a mi lado la compañía de todos los momentos de tregua, del Ka-Be y de los domingos de descanso: el dolor del recuerdo, la vieja y feroz desazón de sentirme hombre, que me asalta como un perro en el instante en que la conciencia emerge de la oscuridad. Entonces cojo el lápiz y el cuaderno y escribo aquello que no sabría decirle a nadie.
Y después, las mujeres. ¿Desde hace cuántos meses no veía una mujer? No era raro encontrarse por la Buna con las obreras ucranianas y polacas, en pantalones y chaqueta de cuero, macizas y violentas como sus hombres. Estaban sudadas y despeinadas en verano, embutidas en ropa gruesa en invierno; trabajaban con pico y pala y no se las sentía al lado como mujeres.
Aquí es diferente. Frente a las chicas del laboratorio nosotros tres nos sentimos abismados en la vergüenza y el embarazo. No sabemos qué aspecto tenemos: nos vemos el uno al otro, y a veces nos reflejamos en un cristal terso. Somos ridículos y repugnantes. Nuestro cráneo está calvo el lunes y cubierto por una corta pelusa oscura el sábado. Tenemos la cara hinchada y amarilla permanentemente marcada por las cortaduras del barbero apresurado, y frecuentemente por cardenales y llagas entumecidas; tenemos el cuello largo y nudoso como pollos desplumados. Nuestra ropa está increíblemente sucia, manchada de barro, sangre y pringue; los pantalones de Kandel le llegan a mitad de las pantorrillas y dejan ver los tobillos huesudos y peludos; mi chaqueta me cuelga de los hombros como de un perchero de madera. Estamos llenos de pulgas, y nos rascamos a menudo desvergonzadamente; estamos obligados a pedir permiso para ir a las letrinas con humillante frecuencia. Nuestros zuecos de madera son insoportablemente ruidosos y llenos de capas superpuestas de barro y de grasa reglamentaria.
Y luego, a nuestro olor nosotros estamos acostumbrados pero las chicas no, y no desperdician ocasión de manifestárnoslo. No es el olor genérico del mal lavado, sino el olor a Häftling, suave y dulzón, que se nos ha agarrado a nuestra llegada al Lager y se exhala tenaz de los dormitorios, de las cocinas, de los lavaderos y de los retretes del Lager. Se lo adquiere en seguida y no se lo pierde nunca: «¿tan joven y ya hiedes?», así se suele acoger entre nosotros a los recién llegados.
A nosotros, estas muchachas nos parecen criaturas ultraterrenales. Son tres jóvenes alemanas, y Fräulein Liczba, polaca, que es la guarda del almacén, y Frau Mayer, que es la secretaria. Tienen la piel suave y rosada, bonitos vestidos de colores, limpios y calientes, los cabellos rubios, largos y bien peinados; hablan con mucha gracia y compostura y en lugar de tener el laboratorio ordenado y limpio, como deberían, fuman en los rincones, comen a ojos vistas rebanadas de pan con mermelada, se liman las uñas, rompen muchos tubos de ensayo y después tratan de echarnos la culpa a nosotros; cuando barren, nos barren los pies. No hablan con nosotros, y arrugan la nariz cuando nos ven arrastrarnos por el laboratorio, escuálidos y sucios, inadaptados y tambaleantes en los zuecos. Una vez le he pedido una información a Fräulein Liczba y no me ha contestado, sino que se ha vuelto rápidamente a Stawinoga con cara de fastidio y le ha hablado rápidamente. No he entendido la frase; pero «Stinkjude» lo he entendido claramente, y se me han encogido las tripas. Stawinoga me ha dicho que, para todas las cuestiones de trabajo, nos debemos dirigir a él directamente.
Estás chicas cantan, como cantan todas las chicas de todos los laboratorios del mundo, y esto nos hace profundamente desgraciados. Conversan entre sí, hablan del racionamiento, de sus novios, de sus casas, de las próximas fiestas...
-¿Vas el domingo a casa? Yo no: ¡es tan incómodo viajar!
-Yo iré en Navidad. Sólo dos semanas, y ya será Navidad: no parece verdad, ¡este año se ha pasado tan pronto!
... Este año se ha pasado pronto. El año pasado a esta hora yo era un hombre libre: fuera de la ley pero libre, tenía un nombre y una familia, tenía una mente ávida e inquieta y un cuerpo ágil y sano. Pensaba en muchas cosas lejanísimas: en mi trabajo, en el final de la guerra, en el bien y en el mal, en Ia naturaleza de las cosas y en las leyes que gobiernan la conducta humana; y además en las montañas, en cantar, en el amor, en la música, en la poesía. Tenía una enorme, arraigada, estúpida fe en la benevolencia del destino, y matar y morir me parecían cosas extrañas y literarias. Mis días eran alegres y tristes, pero todos los añoraba, todos eran densos y positivos; el porvenir estaba delante de mí como un gran tesoro. De mi vida de entonces no me queda hoy más que lo necesario para sufrir el hambre y el frío; no estoy ya lo suficientemente vivo para poder suprimirme.
Si hablase alemán mejor, podría tratar de explicarle todo esto a Frau Mayer; pero seguro que no lo entendería, o si fuese tan inteligente o tan buena como para entender, no podría soportar estar junto a mí, y huiría como se huye al contacto de un enfermo incurable o de un condenado a muerte.
O quizás me regalaría un bono de medio litro de potaje civil.
Este año se ha pasado pronto.

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Mensaje por Erich Hartmann » Vie Ene 09, 2009 2:01 am

EL ÚLTIMO
Ya está cerca la Navidad. Alberto y yo caminamos hombro con hombro en la larga fila gris echados hacia delante para aguantar mejor el viento. Es de noche y nieva; no es fácil tenerse en pie, y más difícil todavía es guardar el paso y la formación: de vez en cuando, uno de los que van delante tropieza y rueda por el barro negro, hay que estar atento para evitarlo y para recobrar nuestro puesto en la fila.
Desde que estoy en el Laboratorio Alberto y yo trabajamos separados y, en la marcha de regreso, tenemos siempre muchas cosas que contarnos. Por lo general no se trata de cosas muy elevadas: del trabajo, de los compañeros, del pan, del frío; pero desde hace una semana hay algo nuevo: Lorenzo nos trae todas las tardes tres o cuatro litros de potaje de los trabajadores civiles italianos. Para resolver el problema del transporte hemos debido procurarnos lo que se llama una menaschka, es decir, una escudilla fuera de serie de chapa de cinc, más parecida a un cubo que a una escudilla. Silberlust, el hojalatero, nos la ha hecho con dos trozos de canalón a cambio de tres raciones de pan: es un espléndido recipiente, sólido y capaz, con el característico aspecto de un utensilio del neolítico.
En todo el campo sólo algún griego posee una menaschka más grande que la nuestra. Esto, además de las ventajas materiales, ha acarreado una sensible mejora de nuestra condición social. Una menaschka como la nuestra es un título de nobleza, es un blasón heráldico: Henri se está haciendo amigo nuestro y habla con nosotros de igual a igual; L. ha adoptado un tono paternal y condescendiente; en cuanto a Elías, está constantemente encima de nosotros, y mientras por una parte nos espía con tenacidad para descubrir el secreto de nuestra organisacja, por la otra nos abruma con incomprensibles declaraciones de solidaridad y de afecto y nos atruena con una letanía de portentosas obscenidades y blasfemias italianas y francesas que ha aprendido quién sabe dónde y con las que se ve claramente que cree honrarnos.
En cuanto al aspecto moral del nuevo estado de cosas, Alberto y yo hemos debido convenir en que no hay de qué estar orgullosos; ¡pero es tan fácil hallar justificaciones! Por otra parte, el mismo hecho de tener cosas nuevas de las que hablar, no es una ventaja despreciable.
Hablamos de nuestro proyecto de comprarnos una segunda menaschka para alternarla con la primera, de modo que nos baste con una sola expedición al día al rincón remoto del taller donde trabaja ahora Lorenzo. Hablamos de Lorenzo y de la manera de pagarle; después, si volvemos, sí, claro es que haremos cuanto podamos por él; pero ¿de qué sirve hablar ahora de esto? Tanto él como nosotros sabemos muy bien que es difícil que volvamos. Habría que hacer algo ya; podríamos probar a hacer que le arreglasen los zapatos en la zapatería de nuestro Lager, donde las reparaciones son gratuitas (parece una paradoja, pero, oficialmente, en los campos de aniquilación todo es gratuito). Alberto lo intentará: es amigo del zapatero jefe, quizás baste un litro de potaje.
Hablamos de tres novísimas empresas nuestras, y estamos de acuerdo en deplorar que evidentes razones de secreto profesional desaconsejen ponerlas en circulación: qué lástima, nuestro prestigio personal ganaría mucho.
De la primera, la paternidad es mía. He sabido que el Blockältester del 44 anda escaso de escobas, y he robado una en el taller: y hasta aquí, nada hay de extraordinario. La dificultad era la de contrabandear la escoba en el Lager durante la marcha de vuelta, y la he resuelto de una manera que me parece inédita, desmembrando el cuerpo del delito en barredera y mango, cortando este último en dos piezas, llevando al campo los diferentes artículos por separado (los dos tacones de mango atados a los muslos, debajo de los pantalones) y reconstruyendo el utensilio en el Lager, para lo que he tenido que encontrar un trozo de chapa, martillo y clavos para soldar los dos palos. El trabajo sólo ha requerido cuatro días.
Contrariamente a cuanto me temía, el comprador no ha devaluado mi escoba, sino que se la ha enseñado como una curiosidad a varios de sus amigos, los cuales me han encargado otras dos escobas «del mismo modelo».
Pero Alberto tiene algo muy distinto en preparación. En primer lugar, ha puesto a punto la «operación lima», y la ha realizado ya con éxito un par de veces. Alberto se presenta en el almacén de herramientas, pide una lima y la escoge más bien grande. El almacenero escribe «una lima» junto a su número de matrícula, y Alberto se va. Se va derecho a un civil de confianza (un triestino que es todo un señor truhán, que sabe más que el diablo y ayuda a Alberto más por amor al arte que por interés o filantropía), el cual no tiene dificultad en cambiar en el mercado libre la lima grande por dos pequeñas de valor igual o menor. Alberto devuelve «una lima» al almacén y vende la otra.
Y, en fin, ha coronado en estos días su obra maestra, una combinación audaz, nueva y de singular elegancia. Es preciso saber que desde hace unas semanas a Alberto le ha sido confiada una misión especial: por la mañana, en el taller, le es entregado un cubo con pinzas, destornilladores y unos cientos de tarjetas de celuloide de distintos colores, las cuales debe montar mediante pinzas a propósito para distinguir las numerosas y largas tuberías de agua fría y caliente, vapor, aire comprimido, gas, nafta, vacío, etcétera, que recorren en todos los sentidos la Sección de Polimerización. También hay que saber (y parece que no tiene nada que ver, pero ¿no consiste quizás el ingenio en encontrar o crear relaciones entre órdenes de ideas aparentemente extrañas?) que para todos nosotros, los Häftlinge, la ducha es un asunto bastante desagradable por muchas razones (el agua es escasa y fría, o está hirviendo, no hay vestuario, no tenemos toallas, no tenemos jabón, y durante la forzada ausencia es fácil ser robado). Como la ducha es obligatoria, los Blockältester necesitan de un sistema de control que permita aplicar sanciones a quien se sustrae: por lo común, uno de confianza del Blockältester se instala junto a la puerta y toca, como Polifemo, a quien sale para ver si está mojado; quien lo está, recibe una contraseña, el que está seco recibe cinco vergajazos. Sólo mediante la presentación de la contraseña se puede obtener el pan a la mañana siguiente.
La atención de Alberto se ha dirigido a las contraseñas. Por lo general, no son otra cosa que míseros pedazos de papel, que se devuelven húmedos, despedazados e irreconocibles. Alberto conoce a los alemanes, y los Blockältester son todos alemanes o de escuela alemana: les gusta el orden, el sistema, la burocracia; además, aunque son groseros, sueltos de mano e iracundos, tienen un amor infantil por los objetos relucientes y variopintos.
Así expuesto el tema, he aquí su brillante desarrollo. Alberto ha sustraído sistemáticamente una serie de tarjetitas del mismo color; de cada una ha recortado tres fichas redondas (el instrumento necesario, un sacabocados, lo he «organizado» yo en el laboratorio): cuando ha tenido listas doscientas fichas, suficientes para un Block, se ha presentado al Blockältester y le ha ofrecido la Spezialität por la disparatada cantidad de diez raciones de pan en consignación gradual. El cliente ha aceptado con entusiasmo, y ahora dispone Alberto de un portentoso artículo de moda que ofrecer con garantía de éxito en todas las barracas, un color por barraca (ningún Blockältester querrá pasar por tacaño o misoneísta) y, lo que es más importante, no tiene que temer a la competencia porque sólo él tiene acceso a la materia prima. ¿No está bien estudiado?

De estas cosas hablamos, tropezando de un charco a otro, entre la negrura del cielo y el fango del camino. Hablamos y caminamos. Yo llevo las dos escudillas vacías, Alberto el peso de la menaschka agradablemente llena. Una vez más la música de la banda, la ceremonia del Mützen ab, fuera las gorras, de golpe, ante la SS; una vez más Arbeit Macht Frei y el anuncio del Kapo: Kommando 98, zwei und sechzig Häftlinge, Stürke stimmt (sesenta y dos prisioneros, la cuenta cuadra). Pero la columna se ha roto, nos hacen marchar hasta la plaza de la Lista. ¿Pasarán lista? No la pasan. Hemos visto la luz cruda del faro, y el perfil bien conocido de la horca.
Durante más de una hora las escuadras han estado llegando, con el pataleo duro de las suelas de madera sobre la nieve helada. Una vez que todos los Kommandos han vuelto, la banda se ha parado de golpe, y una ronca voz alemana ha impuesto silencio. De la improvisada quietud se ha levantado otra voz alemana, y en el aire oscuro y enemigo ha hablado durante mucho tiempo coléricamente. En fin, el condenado ha sido metido en el haz de luz del faro.
Todo este aparato, y este encarnizado ceremonial, no son nuevos para nosotros. Desde que estoy en el campo he tenido que asistir a trece ahorcamientos públicos; pero las otras veces se trataba de delitos comunes, hurtos en la cocina, sabotajes, tentativas de fuga. Hoy se trata de otra cosa.
El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla del Sonderkommando del Kommando Especial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado, y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo. Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.
El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia.
Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender, de nuevo se elevó la primera voz ronca: Habt ihr verstanden? (¿Lo habéis entendido?)
¿Quién respondió, Jawohl? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:
-Kamaraden, ich bin der Letze! (i Compañeros, yo soy el último!)
Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo.
Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto corno crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue.

Alberto y yo hemos vuelto a la barraca y no hemos podido mirarnos a la cara. Aquel hombre debía de ser duro, debía de ser de un metal distinto del nuestro, si esta condición por la que nosotros hemos sido destrozados no ha podido plegarlo.
Porque también nosotros estamos destrozados, vencidos: aunque hayamos sabido adaptarnos, aunque hayamos, al fin, aprendido a encontrar nuestra comida y a resistir el cansancio y el frío, aunque regresemos.
Hemos puesto la menaschka en la litera, hemos hecho el reparto, hemos satisfecho la rabia cotidiana del hambre, y ahora nos oprime la vergüenza.

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Erich Hartmann
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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Ene 11, 2009 9:28 pm

HISTORIA DE DIEZ DÍAS
Desde hacía ya muchos meses se sentía a intervalos el retumbar de los cañones rusos cuando, el 11 de enero de 1945, enfermé de escarlatina y fui de nuevo hospitalizado en el Ka-Be. InfektionsabteiIurng: es decir, en un cuartito, a decir verdad bastante limpio, con diez literas en dos pisos; un armario; tres banquetas y la silleta con el cubo para las necesidades corporales. Todo en tres metros por cinco.
A las literas de arriba era desagradable subir, pues no había escalera; por eso, cuando un enfermo se agravaba era transferido a las literas de abajo.
Cuando yo entré fui el decimotercero: de los otros doce, cuatro tenían escarlatina, dos franceses «políticos» y dos muchachos judíos húngaros; había tres con difteria, dos con tifus y uno con una repugnante erisipela facial. Los otros dos padecían de más de una enfermedad y estaban increíblemente echados a perder.
Yo tenía mucha fiebre. "Tuve la suerte de tener una litera entera para mí; me acosté con sensación de alivio, sabía que tenía derecho a cuarenta días de aislamiento y, en consecuencia, de reposo, y me consideraba lo bastante bien conservado para no temer las consecuencias de la escarlatina, por una parte, ni las selecciones, por otra.
Gracias a mi ya larga experiencia de las cosas del campo, había conseguido llevarme mis pertenencias personales; un cinto de cables eléctricos trenzados; la cuchara-cuchillo; una aguja con tres hebras de hilo; cinco botones y, en fin, dieciocho piedras de eslabón que había robado en el Laboratorio. De cada una podían sacarse, afinándola pacientemente con el cuchillo, tres piedrecitas más pequeñas del tamaño adecuado para un encendedor normal de cigarrillos. Habían sido tasadas en seis o siete raciones de pan.
Pasé cuatro días tranquilos. Afuera nevaba y hacía mucho frío, pero la barraca estaba caliente. Recibía grandes dosis de sulfamidas, sufría unas náuseas muy fuertes y me costaba trabajo comer; no tenía ganas de trabar conversación.
Los dos franceses con escarlatina eran simpáticos. Eran dos provincianos de los Vosgos, ingresados en el campo pocos días antes con una gran expedición de civiles rastreados por los alemanes que se retiraban de la Lorena. El mayor, su compañero de litera, se llamaba Charles, era maestro de escuela y tenía treinta y dos años; en lugar de camisa, le había tocado una camiseta de verano cómicamente corta.
El quinto día vino el barbero. Era un griego de Salónica; sólo hablaba el bonito español de su gente, pero entendía algunas palabras de todas las lenguas que se hablaban en el campo. Se llamaba Askenazi y estaba en el campo desde hacía casi tres años; no se cómo había podido conseguir el cargo de Frisör del Ka-Be: no hablaba alemán ni polaco y no era demasiado brutal. Antes de que entrase, le había oído hablar con excitación en el pasillo durante un buen rato con el médico, que era compatriota suyo. Me pareció que tenía una expresión insólita, pero como la mímica de los levantinos no se corresponde con la nuestra, no comprendía si estaba asustado, contento o emocionado. Me conocía, o por lo menos sabía que yo era italiano.
Cuando llegó mi turno me bajé trabajosamente de la litera. Le pregunté en italiano si había algo de nuevo: interrumpió el afeitado, guiñó los ojos de manera solemne y alusiva, apuntó a la ventana con la barbilla, después hizo con la mano un gesto amplio hacia poniente:
-Morgen, alle Kamarad weg,
Me miró un momento con los ojos muy abiertos, como a la espera de mi estupor, y añadió:
-Todos todos -y reanudó su trabajo. Sabía lo de mis piedrecitas, por eso me afeitó con cierta delicadeza.
La noticia no provocó en mí ninguna emoción directa. Desde hacía muchos meses ya no conocía el dolor, la alegría, el temor, sino de ese modo despegado y lejano que es característico del Lager y que se podría llamar condicional: si tuviese ahora -pensaba- mi sensibilidad de antes, éste sería un momento en extremo emocionante.
Tenía las ideas perfectamente claras; desde hacía mucho tiempo Alberto y yo habíamos previsto los peligros que acompañarían al momento de la evacuación del campo y de la liberación. Además, la noticia dada por Askenazi no era más que la confirmación de un rumor que circulaba desde hacía varios días: que los rusos estaban en Czenstochowa, a cien kilómetros al norte; que estaban en Zakopane, a cien kilómetros al sur; que, en la Buna, los alemanes preparaban ya las minas de sabotaje.
Miré uno por uno a los rostros de mis compañeros de habitación: estaba claro que no se me ocurría hablar con ninguno de ellos. Me habrían contestado: «¿Y qué?». Y todo habría terminado allí. Los franceses eran diferentes, todavía estaban frescos.
-¿Sabéis? -les dije-: Mañana se evacua el campo.
Me agobiaron a preguntas:
-¿Hacia dónde? ¿A pie?, ¿... y también los enfermos?, ¿los que no pueden andar?
Sabían que era un prisionero veterano y que entendía el alemán: deducían de ello que también sabía sobre el asunto mucho más de lo que quería admitir.
No sabía nada más: lo dije, pero ellos siguieron preguntando. Qué fastidio. Pero, claro, estaban en el Lager desde hacía unas semanas, todavía no habían aprendido que en el Lager no se hacen preguntas.

Por la tarde vino el médico griego. Dijo que, también de entre los enfermos, todos los que podían andar serían provistos de zapatos y de ropa y saldrían al día siguiente, con los sanos, para una marcha de veinte kilómetros. Los otros se quedarían en el Ka-Be, con personal de asistencia escogido entre los enfermos menos graves.
El médico estaba insólitamente alegre, parecía borracho. Lo conocía, era un hombre culto, inteligente, egoísta y calculador. Dijo también que todos sin distinción recibirían triple ración de pan, de lo que los enfermos se alegraron visiblemente. Le hicimos algunas preguntas sobre lo que iba a ser de nosotros. Contestó que probablemente los alemanes nos abandonarían a nuestro destino: no, no creía que nos matasen. No ponía mucho empeño en ocultar que pensaba lo contrario, su misma alegría era significativa.
Ya estaba equipado para la marcha; apenas hubo salido los dos muchachos húngaros empezaron a hablar excitados entre sí. Se encontraban en convalecencia avanzada, pero muy desmejorados. Se entendía que tenían miedo de quedarse con los enfermos, deliberaban sobre la posibilidad de partir con los sanos. No se trataba de un razonamiento: es probable que también yo, si no me hubiese sentido tan débil, hubiese seguido el instinto del rebaño; el terror es muy contagioso y el individuo aterrorizado, en lo primero que piensa es en la fuga.
Fuera de la barraca se oía el campo en insólita agitación. Uno de los dos húngaros se levantó, salió y volvió al cabo de media hora cargado de trapos asquerosos. Debía de haberlos robado en el almacén de los efectos destinados a la desinfección. Su compañero y él se vistieron febrilmente, endosándose un trapo encima de otro. Se veía que tenían prisa por ver el hecho consumado antes de que el mismo miedo los hiciese retroceder. Era insensato pensar aunque sólo fuera en una hora de camino, tan débiles como estaban, y además por la nieve, y con aquellos zapatos rotos encontrados en el último momento.Traté de explicárselo, pero me miraron sin responder. Tenían ojos de bestias asustadas.
Sólo durante un momento se me pasó por la cabeza que también podían tener razón. Salieron con dificultad por la ventana, los vi, mamarrachos informes, tambalearse fuera, en la noche. No han vuelto; he sabido mucho después que, no pudiendo continuar, fueron abatidos por los SS pocas horas después de haber empezado la marcha.
También yo necesitaba un par de zapatos: estaba claro. Pero necesité una hora para vencer las náuseas, la fiebre y la inercia. Encontré un par en el pasillo (los sanos habían saqueado el depósito de los zapatos de los hospitalizados y habían cogido los mejores: los más deteriorados, agujereados y desparejados andaban por todos los rincones). Allí mismo me encontré con Kosman, un alsaciano. De civil, era corresponsal de la Reuter en Clermont-Ferrand: también estaba excitado y eufórico. Dijo:
-Si por casualidad vuelves antes que yo, escríbele al alcalde de Metz que estoy a punto de volver.
Se sabía que Kosman tenía conocidos entre los prominentes, por eso su optimismo me pareció un buen indicio y lo utilicé para justificar mi inercia ante mí mismo. Escondí los zapatos y me volví a la cama.
Bien entrada la noche vino otra vez el médico griego, con un saco a la espalda y un pasamontañas. Echó en mi litera una novela francesa:
-Ten, lee, italiano. Me la devolverás cuando volvamos a vernos.
Todavía lo odio por esta frase. Sabía que nosotros estábamos condenados.
Y vino al fin Alberto, desafiando la prohibición, a decirme adiós por la ventana. Era mi inseparable: nosotros éramos «los dos italianos» y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros nombres. Desde hacía seis meses compartíamos la litera y cada gramo de comida «organizada» extrarración; pero él había tenido escarlatina de pequeño y yo no había podido contagiarlo. Por eso, él partió y yo me quedé. Nos despedimos, no hacían falta muchas palabras, ya nos lo habíamos dicho todo infinitas veces. No creíamos que estaríamos separados durante mucho tiempo. Había encontrado unos zapatos gruesos de piel en discreto estado de conservación: era uno de los que encuentran en seguida todo lo que necesitan.
También él estaba alegre y confiado, como todos los que se iban. Era comprensible: estaba a punto de suceder algo grande y nuevo: se sentía por fin alrededor una fuerza que no era la de Alemania, se sentía materialmente derrumbarse todo nuestro maldito mundo. O por lo menos, esto era lo que sentían los sanos que por muy cansados y hambrientos que estuviesen, tenían la posibilidad de moverse; pero es indiscutible que quien está demasiado débil, o desnudo, o descalzo, piensa y siente de otra manera, y lo que se adueñaba de nuestras mentes era la sensación de estar totalmente inermes y en manos de la suerte.
Todos los sanos (quitado algún bien aconsejado que en el último instante se desnudó y se echó en cualquier litera de la enfermería) partieron duran te la noche del 18 de enero de 1945. Debían de ser cerca de veinte mil, procedentes de varios campos. En su casi totalidad, desaparecieron durante la marcha de evacuación: Alberto entre ellos. Quizás alguien escriba un día su historia.
Nosotros nos quedamos, pues, en nuestras yacijas, solos con nuestras enfermedades y con nuestra inercia más fuerte que el miedo.
En todo el Ka-Be éramos quizás ochocientos. En nuestra habitación nos habíamos quedado once, cada uno en una litera, salvo Charles y Arthur que dormían juntos. Extinguido el ritmo de la gran máquina del Lager, empezaron para nosotros diez días fuera del mundo y del tiempo.

18 de enero. Durante la noche de la evacuación las cocinas del campo todavía habían funcionado, y a la mañana siguiente se distribuyó en la enfermería el potaje por última vez. La instalación de la calefacción central había sido abandonada; en las barracas quedaba todavía un poco de calor, pero a cada hora que pasaba la temperatura iba bajando, y se comprendía que muy pronto íbamos a tener frío. Fuera debían de estar por lo menos a 20 grados bajo cero; la mayor parte de los enfermos no tenía más que la camisa, y algunos ni eso.
Nadie sabía en qué situación estábamos. Algunos de lo SS se habían quedado; algunas torres de guardia estaban todavía ocupadas.
Hacia mediodía un sargento de la SS hizo la inspección de las barracas. Nombró en cada una a un jefe de barraca, escogiéndolo de entre los no judíos, y dispuso que fuese inmediatamente hecha una lista de enfermos en la que se distinguiese a los judíos de los no judíos. La cosa parecía clara. Nadie se asombró de que hasta el final los alemanes conservasen su amor nacional por las clasificaciones, y ningún judío pensó ya seriamente en vivir hasta el día siguiente.
Los dos franceses no habían entendido v estaban muy asustados. Les traduje de mala gana lo que había dicho el SS; me parecía irritante que tuviesen miedo: no tenían todavía un mes de Lager, todavía casi no tenían hambre, ni siquiera eran judíos, y tenían miedo.
Se hizo otro reparto de pan. Por la tarde empecé a leer el libro dejado por el médico: era muy interesante y lo recuerdo con extraña precisión. Hice también una visita al departamento de al lado, en busca de mantas: de allí muchos enfermos habían sido evacuados, sus mantas habían quedado libres. Me llevé algunas bastante calientes.
Cuando supo que venían de la Sección de Disentería, Arthur arrugó la nariz:
-Y-avait point besoin de le dire. -En efecto estaban manchadas. Yo pensaba que de todas maneras, dado lo que nos esperaba, sería mejor dormir bien arropados.
Se hizo pronto de noche pero todavía funcionaba la luz eléctrica. Vimos con tranquilo espanto que en la esquina de la barraca había un SS armado. Yo no tenía ganas de hablar y no sentía temor sino de la manera exterior y condicional que ya he dicho. Seguí leyendo hasta bastante tarde.
No había reloj, pero debían de ser las doce cuando se apagaron todas las luces, incluso las de los reflectores de las torres de guardia. Se veían a lo lejos los haces de luz de los fotoeléctricos. Floreció en el cielo un racimo de luces intensas que se mantuvieron inmóviles iluminando crudamente el terreno. Se oía el trepidar de los aparatos.
Luego empezó el bombardeo. No era nada nuevo, me bajé de la litera, enfilé los pies desnudos en los zapatos y esperé.
Parecía lejano, quizás encima de Auschwitz.
Pero he aquí una explosión cercana y, antes de poder formular un pensamiento, una segunda y una tercera de las que rompen los oídos. Se oyó un estrépito de cristales rotos, la barraca oscilo, cayó al suelo la cuchara que tenía clavada en un encastre de la pared de madera.
Luego pareció que había terminado. Cagnolati, un joven campesino, también de los Vosgos, no debía de haber visto nunca una incursión: se había tirado desnudo de la cama, se había agazapado en un rincón y chillaba.
Después de unos minutos fue evidente que el campo había sido alcanzado. Dos barracones ardían violentamente, otros dos habían sido pulverizados, pero todos eran barracones vacíos. Llegaron decenas de enfermos, desnudos y miserables, de un barracón amenazado por el fuego: pedían asilo. Imposible acogerlos. Insistieron, suplicando y amenazando en muchas lenguas: tuvimos que atrancar la puerta. Se arrastraron hacia otro sitio, iluminados por las llamas, descalzos sobre la nieve en fusión. A muchos les colgaban por detrás los vendajes deshechos. Para nuestro barracón no parecía que hubiese peligro, a no ser que cambiase el viento.
Los alemanes ya no estaban allí. Las torres estaban vacías.
Hoy pienso que, sólo por el hecho de haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de Providencia: pero lo cierto es que, en aquel momento, el recuerdo de los salvamentos bíblicos en las adversidades extremas pasó como un viento por todos los ánimos.
No se podía dormir; se había roto un cristal y hacía mucho frío. Pensaba que teníamos que buscar una estufa para instalarla, y procurarnos carbón, leña y víveres. Sabía que todo esto era necesario, pero sin ayuda nunca habría podido hacerlo. Hablé de ello con los dos franceses.

19 de enero. Los franceses estuvieron de acuerdo. Nos levantamos al alba, nosotros tres. Me sentía enfermo e inerme, tenía frío y miedo.
Los demás enfermos nos miraron con curiosidad recelosa: ¿no sabíamos que a los enfermos les estaba prohibido salir del Ka-Be? ¿Y si todavía no se habían ido todos los alemanes? Pero no dijeron nada, estaban contentos de que alguien fuese a hacer la prueba.
Los franceses no tenían ninguna idea de la topografía del Lager, pero Charles era valiente y robusto, y Arturo era sagaz y tenía un excelente sentido práctico de campesino. Salimos al viento de un gélido día de niebla, mal envueltos en mantas.
Lo que vimos no se parecía a nada que yo haya visto nunca ni oído describir.
El Lager, apenas muerto, ya estaba descompuesto. Ni agua ni electricidad: las ventanas y puertas desbaratadas eran batidas por el viento, chirriaban las chapas desajustadas de los tejados y las cenizas del incendio volaban alto y lejos. A la obra de las bombas se juntaba la obra de los hombres: andrajosos, deshechos, esqueléticos, los enfermos en condiciones de moverse se arrastraban por todas partes como una invasión de gusanos, sobre la tierra endurecida por el hielo. Habían revuelto todas las barracas vacías en busca de alimentos y de leña; habían violado con furia insensata las habitaciones de los odiados Blockältester, grotescamente adornadas, cerradas hasta el día anterior a los vulgares Häftlinge; como no eran los dueños de sus vísceras, se habían ensuciado en todas partes, contagiando la preciosa nieve, única fuente de agua para todo el campo.
En torno a las ruinas humeantes de las barracas quemadas, los grupos de enfermos estaban acostados en el suelo para absorber su último calor. Otros habían encontrado patatas en cualquier parte y las asaban en las brasas del incendio, mirando en torno con ojos feroces. Pocos habían tenido fuerzas para encender un verdadero fuego, y hacían fundir la nieve en recipientes de ocasión.
Nos dirigimos a las cocinas lo más de prisa que pudimos, pero casi se habían terminado las patatas. Llenamos dos sacos de ellas y confiamos su custodia a Arthur. Entre los escombros del Prominenzblock, Charles y yo encontramos por fin todo lo que buscábamos: una pesada estufa de hierro colado, con tubos todavía utilizables; Charles acudió con una carretilla y la cargamos; después me dejó a mí el encargo de llevarla a la barraca y se fue corriendo a los sacos. Allí encontró a Arthur desfallecido de frío; Charles cargó con los dos sacos y los puso a salvo, y luego se ocupó del amigo.
Mientras tanto yo, sosteniéndome a duras penas, trataba de manejar lo mejor que podía la pesada carretilla. Se oyó el ruido de un motor, y un SS en motocicleta entró en el campo. Como siempre, cuando veíamos sus rostros duros, me sentí presa del terror y del odio. Era demasiado tarde para desaparecer, y no quería abandonar la estufa. El reglamento del Lager prescribía ponerse firme y descubrirse la cabeza. Yo no tenía gorra y me hallaba embarazado por la manta. Me alejé unos pasos de la carretilla e hice una especie de torpe inclinación. El alemán siguió adelante sin verme, dio la vuelta junto a un barracón y se fue. Más tarde supe qué peligro había corrido.
Llegué por fin a la puerta de nuestra barraca y dejé la estufa a cargo de Charles. El esfuerzo me había dejado sin aliento, veía bailar ante mí unas manchas negras.
Se trataba de ponerla a funcionar. Los tres teníamos las manos paralizadas y el metal gélido se pegaba a la piel de los dedos, pero era urgente que la estufa funcionase para calentarnos y para hervir las patatas. Habíamos encontrado leña y carbón, y también brasas procedentes de las barracas quemadas.
Cuando quedó reparada la ventana desvencijada y la estufa empezó a calentar, pareció como si algo se ensanchase en cada uno de nosotros, y fue entonces cuando Towarowski (un franco-polaco de veintitrés años, con tifus) propuso a los otros enfermos que cada uno de ellos nos diese una rebanada de pan a los tres que trabajábamos, y su proposición fue aceptada.
Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: «Come tu pan y, si puedes, el de tu vecino», y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto.
Fue aquél el primer gesto humano que se produjo entre nosotros. Creo que se podría fijar en aquel momento el principio del proceso mediante el cual, nosotros, los que no estábamos muertos, de Häftlinge empezamos lentamente a volver a ser hombres.
Arthur se había recobrado bastante, pero en adelante evitó siempre coger frío; se encargó del mantenimiento de la estufa, de la cocción de las patatas, de la limpieza de la habitación y del cuidado de los enfermos. Charles y yo nos repartimos los diferentes servicios del exterior. Todavía quedaba una hora de luz: una salida nos rindió medio litro de alcohol y un tarro de levadura de cerveza, tirado en la nieve por no sabíamos quién; hicimos un reparto de patatas cocidas y de una cucharada de levadura por cabeza. Pensaba vagamente que podría ser útil contra la avitaminosis.
Se hizo la oscuridad; de todo el campo, la nuestra era la única habitación provista de estufa, de lo que nos sentíamos muy orgullosos. Muchos enfermos de otras secciones se amontonaban a la puerta, pero la estatura de Charles los mantenía a raya. Ninguno, ni nosotros ni ellos, pensaba que la promiscuidad inevitable con nuestros enfermos hacía peligrosísima la permanencia en nuestro cuarto, y que enfermar de difteria en aquellas condiciones era más seguramente mortal que tirarse desde un tercer piso.
Yo mismo, que era consciente de ello, no me paraba demasiado a pensarlo: desde hacía demasiado tiempo me había acostumbrado a pensar en la muerte por enfermedad como en un evento posible, y en tal caso inevitable y, en consecuencia, fuera del alcance de cualquier medida tomada por nosotros. Y ni siquiera se me pasaba por la cabeza que habría podido establecerme en otro cuarto, en otra barraca con menos peligro de contagio; aquí estaba la estufa, obra nuestra, que difundía una maravillosa tibieza; y aquí tenía una cama; y, en fin, ahora nos unía un lazo, a nosotros, los once enfermos de la Infektionsabteilung.
Se oía de tarde en tarde un fragor cercano y lejano de artillería y, a intervalos, una crepitación de fusiles automáticos. En la oscuridad, rota únicamente por el enrojecimiento de las brasas, Charles, Arthur y yo estábamos sentados fumando cigarrillos de hierbas aromáticas encontradas en la cocina y hablando de muchas cosas pasadas y futuras. En medio de la inmensa llanura llena de hielo y de guerra, nos sentíamos en paz con nosotros y con el mundo. Estábamos deshechos de cansancio pero nos parecía, después de tanto tiempo, haber hecho por fin algo útil; quizás como Dios tras el primer día de la creación.

20 de enero. Llegó el alba y yo estaba de turno para encender la estufa. Además de la debilidad, el dolor de las articulaciones me recordaba a cada instante que mi escarlatina estaba lejos de haber desaparecido. El pensamiento de tener que zambullirme en el aire helado en busca de fuego por las otras barracas me hacía temblar de espanto.
Me acordé de las piedras de mechero; empapé en alcohol una hojita de papel y, con paciencia, saqué de una piedra un montoncito de polvo negro, después empecé a rascar con más fuerza la piedra con el cuchillo. Y, tras haber arrancado unas chispas, el montoncito se incendió y del papel se levantó una llamita pálida de alcohol.
Arthur bajó entusiasmado de la litera y calentó tres patatas por cabeza de entre las hervidas el día anterior; después de lo cual, hambrientos y tiritando, Charles y yo partimos de nuevo a explorar el campo en ruinas.
Nos quedaban víveres (es decir, patatas) sólo para dos días; para el agua, estábamos reducidos a fundir la nieve, operación penosa debido a la falta de recipientes grandes, de la que se obtenía un líquido negruzco y turbio que teníamos que filtrar. El campo estaba en silencio. Otros espectros hambrientos deambulaban explorando como nosotros: barbas ya largas, ojos hundidos, miembros esqueléticos y amarillentos entre los andrajos. Mal sostenidos por las piernas, entrábamos y salíamos de los barracones desiertos sacando de ellos los más diferentes objetos: contraventanas, cubos, cazos, clavos: todo podía servir, y los más previsores ya pensaban en fructuosas operaciones mercantiles con los polacos de los campos circundantes.
En la cocina, dos andaban a la greña por las últimas patatas podridas. Se habían agarrado por los andrajos y se golpeaban con curiosos gestos lentos e inseguros, vituperándose en yiddish por entre los labios helados.
En el patio del almacén había dos grandes montones de coles y de nabos (los gordos nabos insípidos, base de nuestra alimentación). Estaban tan helados que sólo se podían separar con el pico. Charles y yo nos alternamos, echando todas nuestras energías en cada golpe, y extrajimos unos cincuenta kilos. Hubo algo más: Charles encontró un paquete de sal y (¡une fameuse trouvaille) un bidón de agua de quizás medio hectolitro en estado de hielo macizo.
Lo cargamos todo en una carretilla (servían antes para distribuir el rancho en las barracas: había muchas abandonadas por todas partes) y nos volvimos empujándola trabajosamente sobre la nieve. Durante aquel día nos contentamos también con patatas hervidas y rodajas de nabo asado en la estufa, pero para el día siguiente Arthur nos prometió importantes innovaciones.
Por la tarde, fui al ex ambulatorio en busca de algo útil. Se me habían adelantado: todo estaba estropeado por saqueadores inexpertos. Ni una botella entera; en el suelo, una capa de pingajos, estiércol y material de enfermería, un cadáver desnudo y retorcido. Pero he aquí algo que se les había escapado a mis predecesores: una batería de camión. Toqué los polos con el cuchillo: una chispita. Estaba cargada.
Por la noche, nuestra habitación tenía luz. Metido en la cama, veía por la ventana un largo trecho de carretera: pasaba por él, desde hacía tres días, la Wehrmacht fugitiva. Carros blindados, carros «tigre» camuflados de blanco, alemanes a caballo, alemanes en bicicleta, alemanes a pie, armados y desarmados. Se oía en la noche el estruendo de las cremalleras mucho antes de que los carros estuviesen visibles.
Preguntaba Charles:
-Ça roule encore?
-Ça roule toujours.

Parecía que no iba a terminar nunca.

21 de enero. Pero terminó. Con el alba del 21 la llanura apareció desierta y rígida, blanca hasta donde llegaba la vista bajo el vuelo de los cuervos, mortalmente triste.
Casi habría preferido seguir viendo algo que se moviese. También habían desaparecido los paisanos polacos, agazapados quién sabe dónde. Parecía que el viento se había parado por fin. Sólo una cosa habría deseado: quedarme en la cama bajo las mantas, abandonarme al cansancio total de los músculos, los nervios y la voluntad; esperar que todo acabase, o no acabase, lo mismo daba, como un muerto.
Pero Charles ya había encendido la estufa, el hombre Charles, el alegre, confiado y amigo, y me llamaba al trabajo:
-Vas-y, Primo, descends-toi de lá-haut; il y a Jules à attraper par les oreilles...
«Jules» era el cubo de la letrina, que todos los días había que coger por las asas, llevarlo fuera y verterlo en el pozo negro: era ésta la primera faena de la jornada, y si se piensa que no era posible lavarse las manos y que tres de los nuestros estaban enfermos de tifus, se comprenderá que no fuese un trabajo agradable.
Teníamos que inaugurar las coles y los nabos. Mientras yo iba a buscar leña, y Charles a recoger nieve para derretirla, Arthur movilizó a los enfermos que podían estar sentados para que ayudasen a mondar. Towarowski, Sertelet, Alcalai y Schenck respondieron a la llamada.
También Sertelet era un campesino de los Vosgos, de veinte años; parecía en buenas condiciones pero a medida que pasaban los días su voz iba adquiriendo un siniestro timbre nasal, que nos recordaba que la difteria raras veces perdona. Alcalai era un vidriero judío de Tolosa; era muy tranquilo y sensato, padecía de erisipela en la cara.
Schenck era un comerciante eslovaco, judío: convaleciente de tifus, tenía un formidable apetito. Y también Towarowski judío franco-polaco, majadero y parlanchín, pero útil a nuestra comunidad debido a su comunicativo optimismo. Mientras los enfermos trabajaban, con el cuchillo, cada uno sentado en su litera, Charles y yo nos dedicamos a buscar un sitio posible para las operaciones culinarias.
Una indescriptible suciedad había invadido todas las secciones del campo. Colmadas todas las letrinas, de cuyo mantenimiento ya no se cuidaba nadie, los disentéricos (eran más de un centenar) habían ensuciado todos los rincones del Ka-Be, llenado todos los cubos, todos los bidones antes destinados al rancho, todas las escudillas. No se podía dar un paso sin ver dónde iban a ponerse los pies; en la oscuridad era imposible desplazarse. Aun sufriendo con el frío, que seguía siendo muy intenso, pensábamos horrorizados en lo que habría sucedido si se nos hubiese echado encima el deshielo: las infecciones se habrían extendido sin obstáculos, el hedor se habría hecho sofocante y, además, una vez disuelta la nieve, nos habríamos quedado definitivamente sin agua.
Tras una larga búsqueda, encontramos por fin, en un local dedicado antes a lavadero, unos pocos palmos de pavimento no excesivamente sucio. Encendimos un fuego vivo y, después, para ahorrar tiempo y complicaciones, nos desinfectamos las manos friccionándolas con cloramina mezclada con nieve.
La noticia de que se estaba cociendo un potaje se esparció rápidamente entre los semivivos; se formó en la puerta un grupo de caras famélicas. Charles, con el cazo levantado, les dirigió un vigoroso y breve discurso que, aun siendo en francés, no necesitaba traducción.
Los más se dispersaron pero uno se echó hacia delante: era un parisino, sastre de categoría (decía él), enfermo de los pulmones. A cambio de un litro de potaje se pondría a nuestra disposición para cortarnos trajes de las numerosas mantas que quedaban en el campo.
Maxime demostró ser verdaderamente hábil. Al día siguiente Charles y yo teníamos chaqueta, pantalones y guantes de basto tejido de colores chillones.
Por la noche, después del primer potaje distribuido con entusiasmo y devorado con avidez, fue roto el gran silencio de la llanura. Desde nuestras literas, demasiado cansados para estar muy inquietos, tendíamos la oreja a los disparos de misteriosos cañones de artillería que parecían situados en todos los puntos del horizonte, y a los silbidos de los proyectiles por encima de nuestras cabezas.
Yo pensaba que la vida era bella afuera, y que todavía iba a ser bella, y habría sido verdaderamente una lástima dejarnos hundir ahora. Desperté a los enfermos que estaban adormilados y, cuando estuve seguro de que todos escuchaban, les dije, primero en francés, en mi mejor alemán después, que todos debíamos pensar ahora en volver a casa y que, en lo que de nosotros dependía, era preciso hacer algo y evitar algunas cosas. Que cada uno conservase cuidadosamente su escudilla y su cuchara; que ninguno le ofreciese a otro la sopa que eventualmente le sobrase; que nadie se bajase de la cama más que para ir a la letrina; quien necesitase algún servicio, que no se dirigiese más que a nosotros tres; Arthur estaba especialmente encargado de cuidarse de la disciplina y de la higiene y debía recordar que era mejor dejar las escudillas y las cucharas sucias que lavarlas con el peligro de cambiar la de un diftérico por la de un tifoso.
Tuve la impresión de que los enfermos sentían ya demasiada indiferencia por todo para preocuparse de lo que les había dicho; pero tenía mucha confianza en la diligencia de Arthur.

22 de enero. Si es valiente quien afronta un peligro grave con buen ánimo; Charles y yo fuimos valientes aquella mañana. Extendimos nuestras exploraciones al campo de los SS, inmediatamente fuera de la alambrada eléctrica.
Las guardias del campo debían de haber partido muy precipitadamente. Encontramos en las mesas platos medio llenos de menestra ya congelada, que devoramos con gran satisfacción; jarras todavía llenas de cerveza transformada en un hielo amarillento, un tablero con una partida empezada. En los cuartos, gran cantidad de cosas preciosas.
Nos llevamos una botella de vodka, varias medicinas, periódicos y revistas, y cuatro estupendas mantas acolchadas, una de las cuales está hoy en mi casa de Turín. Alegres e inconscientes, nos llevamos al cuartito el fruto de nuestra salida, confiándolo a la administración de Arthur. Hasta la noche no se supo lo que había sucedido quizás media hora más tarde.
Algunos SS, probablemente dispersos, pero armados, penetraron en el campo abandonado. Se encontraron con que dieciocho franceses se habían instalado en el refectorio de la SS-Waffe. Allí los mataron a todos metódicamente, de un tiro en la nuca, y alinearon después los cuerpos retorcidos en la nieve del camino; hecho lo cual, se fueron. Los dieciocho cadáveres se quedaron expuestos hasta la llegada de los rusos; nadie tuvo fuerzas para darles sepultura.
Por lo demás, en todas las barracas había ya camas ocupadas por cadáveres, tiesos como leños, a los que ninguno se ocupaba de llevarse de allí. La tierra estaba demasiado helada para que se pudiesen cavar fosas; muchos cadáveres fueron apilados en una zanja, pero ya desde los primeros días el montón emergía del hoyo y era ignominiosamente visible desde nuestra ventana.
Sólo una pared de madera nos separaba de la sección de los disentéricos. Allí eran muchos los moribundos, muchos los muertos. El suelo estaba cubierto por una capa de excrementos congelados. Nadie tenía ya fuerzas para salir de debajo de las mantas a buscar comida, y quien primero lo había hecho no había vuelto para socorrer a sus compañeros. En una misma cama, apretados para resistir mejor el frío, exactamente junto a la pared divisoria, estaban dos italianos: los oía hablar con frecuencia, pero como yo sólo hablaba francés, durante mucho tiempo no advirtieron mi presencia. Por casualidad oyeron mi nombre aquel día, pronunciado a la italiana por Charles, y desde entonces no pararon de gemir e implorar.
Naturalmente habría querido ayudarles si hubiese tenido los medios y las fuerzas; aunque sólo fuese para que cesase la obsesión de sus gritos. Por la noche, cuando todos los trabajos estuvieron terminados, venciendo la fatiga y el asco, me arrastré a tientas por el pasillo puerco y oscuro hasta su sección, con una escudilla de agua y las sobras de nuestro potaje del día. El resultado fue que desde entonces, a través de la delgada pared, toda la sección de los diarreicos me llamó noche y día por mi nombre, con las inflexiones de todas las lenguas de Europa, acompañado de súplicas incomprensibles, sin que yo pudiese ponerle remedio. Me sentía al borde del llanto, los habría maldecido.
La noche nos reservaba feas sorpresas. Lakmaker, el de la litera de debajo de la mía, era un calamitoso desecho humano. Era (o había sido) un judío holandés de diecisiete años, alto, delgado y apacible. Estaba en cama desde hacía tres meses, no sé cómo se había escapado de las selecciones. Había tenido sucesivamente el tifus y la escarlatina; mientras tanto se le había manifestado un grave trastorno cardíaco, y estaba lleno de llagas de decúbito, tanto que no podía yacer más que sobre el vientre. A pesar de todo esto, un apetito feroz; no hablaba más que holandés, ninguno de nosotros estaba en condiciones de entenderlo.
Quizás la causa de todo fue la menestra de coles y nabos, de la que Lakmaker había querido dos raciones. En mitad de la noche gimió y luego se tiró de la cama. Quería llegar a la letrina pero estaba demasiado débil y se cayó al suelo, llorando y gritando fuerte.
Charles encendió la luz (el acumulador demostró ser providencial) y pudimos darnos cuenta de la gravedad del incidente. La litera del muchacho y el suelo estaban ensuciados. El olor, en aquel reducido ambiente, se hacía rápidamente insoportable. No teníamos más que una mínima provisión de agua y carecíamos de mantas y de jergones de recambio. Y el pobrecillo tifoso era un terrible foco de infección; por supuesto, no se le podía dejar toda la noche en el suelo gimiendo y temblando de frío en medio de la suciedad.
Charles bajó de la cama y se vistió en silencio. Mientras yo sostenía la luz, cortó con el cuchillo todas las partes sucias del jergón y de la manta: levantó del suelo a Lakmaker con delicadeza maternal, lo limpió lo mejor que pudo con paja sacada del jergón y lo colocó en la cama vuelta a hacer en la única posición en que podía yacer el desgraciado: raspó el suelo con un pedazo de chapa; diluyó un poco de cloramina y, finalmente, lo roció todo de desinfectante, y también a sí mismo.
Yo medía su abnegación con el cansancio que habría tenido que vencer en mí para hacer todo lo que él estaba haciendo.

23 de enero. Nuestras patatas se habían acabado. Circulaba desde hacía unos días por los barracones el rumor de que había un enorme silo de patatas en algún sitio, fuera del alambre de púas, no lejano del campo.
Algún pionero desconocido debió de haber hecho pacientes investigaciones, o alguien debía saber con precisión el sitio: en efecto, la mañana del 23 un trecho de alambre de púas había sido derribado y una procesión doble de miserables salía y entraba por la abertura.
Charles y yo partimos, en el viento de la llanura lívida. Fuimos más allá de la barrera abatirla.
-Dis donc, Primo, on est dehors?
Así era: por primera vez desde el día de mi arresto, me encontraba libre, sin guardias armados, sin alambradas entre yo y mi casa.
A unos cuatrocientos metros del campo, se encontraban las patatas: un tesoro. Dos fosas larguísimas llenas de patatas y recubiertas de tierra alternada con paja para defenderlas del hielo. Nadie se moriría ya de hambre.
Pero la extracción no era un trabajo de nada. Debido al hielo, la superficie del terreno estaba dura como el mármol. Mediante un arduo trabajo de pico se conseguía perforar la costra y poner al descubierto el depósito; pero los más preferían meterse en los agujeros abandonados por los otros, llegando muy adentro y pasándoles las patatas a los compañeros que estaban afuera.
Un viejo húngaro había sido sorprendido allí por la muerte. Yacía rígido en el acto del hambriento: cabeza y hombros bajo el montón de tierra, el vientre en la nieve, tendía las manos a las patatas. Quien llegó después apartó el cadáver a un metro y reanudó el trabajo a través de la apertura que había quedado libre.
A partir de entonces nuestra comida mejoró. Además de las patatas cocidas y el potaje de patatas, ofrecimos a nuestros enfermos buñuelos de patatas, según una receta de Arthur: se raspan patatas crudas y se ponen con otras cocidas y deshechas; la mezcla se tuesta en una chapa muy caliente. Sabían a hollín.
Pero Sertelet, cuya enfermedad progresaba, no pudo probarlos. Además de hablar con un acento cada vez más nasal, aquel día no logró tragar debidamente ningún alimento: algo se le había estropeado en la garganta, cada bocado amenazaba sofocarlo.
Fui a buscar a un médico húngaro que se había quedado como enfermo en la barraca de enfrente. Al oír hablar de difteria dio tres pasos hacia atrás y me ordenó salir.
Por puras razones de propaganda les hice a todos instilaciones nasales de aceite alcanforado. Le aseguré a Sertelet que iba a sentarle bien: yo mismo trataba de convencerme de ello.

24 de enero. Libertad. La brecha del alambre de púas nos ofrecía su imagen concreta. Pensándolo con atención quería decir que ya no había alemanes, no había más selecciones, nada de trabajo, nada de golpes, nada de listas y, quizás dentro de poco, la vuelta.
Pero había que hacer un esfuerzo para convencerse y ninguno tenía tiempo de alegrarse. Alrededor todo era destrucción y muerte.
El montón de cadáveres de enfrente de nuestra ventana se derrumbaba ya fuera de la zanja. A pesar de las patatas, la debilidad de todos era extrema: en el campo ningún enfermo se curaba, por el contrario, muchos enfermaban de pulmonía y de diarrea: los que no habían estado en condiciones de moverse o no habían tenido energía para hacerlo yacían entumecidos en las literas, rígidos de frío, y nadie se daba cuenta de cuándo se morían.
Todos los demás estaban espantosamente cansados: después de haber estado meses y años en el Lager, no son las patatas las que pueden devolver le las fuerzas a un hombre. Cuando, una vez terminada la cocción, Charles y yo habíamos arrastrado los veinticinco litros de potaje diario del lavadero a la habitación, debíamos echarnos jadeantes en la litera, mientras Arthur, diligente y doméstico, hacía el reparto, procurando que sobrasen las tres raciones de rabiot pour les travailleurs y un poco de lo del fondo pour les italiens d'à côté.
En el segundo cuarto de Infecciosos, también contiguo al nuestro y ocupado en su mayoría por tuberculosos, la situación era muy diferente. Todos los que habían podido hacerlo habían ido a establecerse en otras barracas. Los compañeros más graves y más débiles se morían uno a uno en soledad.
Yo había entrado allí una mañana para pedir prestada una aguja. Un enfermo jadeaba entre estertores en una de las literas de arriba. Me oyó, se alzó para sentarse, luego se quedó colgado cabeza abajo fuera del borde, vuelto hacia mí, con el busto y los brazos rígidos y los ojos en blanco. El de la litera de abajo, automáticamente, alzó los brazos para sujetar aquel cuerpo y se dio cuenta entonces de que estaba muerto. Cedió lentamente bajo el peso, el otro resbaló hasta el suelo y allí se quedó. Nadie sabía su nombre.
Pero en la barraca 14 había sucedido algo nuevo. Allí los obreros habían ido mejorando y algunos estaban en bastante buenas condiciones. Organizaron una expedición al campo de los ingleses prisioneros de guerra, que se presumía había sido evacuado. Fue una empresa fructífera. Volvieron vestidos de caqui, con una carretilla llena de maravillas nunca vistas: margarina, polvos de budín, tocino, harina de soja, aguardiente.
Por la tarde, en la barraca 14 estaban cantando. Ninguno de nosotros se sentía con fuerza para hacer los dos kilómetros de camino al campo de los ingleses y volver con la carga. Pero, indirectamente, la afortunada expedición fue ventajosa para muchos. El desigual reparto de los bienes provocó un nuevo florecimiento de la industria y el comercio. En nuestro cuartucho de atmósfera mortal nació una fábrica de velas con mecha empapada de ácido bórico, hechas con moldes de cartón. Los ricos de la barraca 14 absorbían toda nuestra producción y nos pagaban con tocino y harina.
Yo mismo había encontrado el bloque de cera virgen en el Elektromagazin; recuerdo la expresión de contrariedad de los que me vieron llevármelo, y el diálogo que siguió:
-¿Qué quieres hacer con eso?
No era caso de descubrir un secreto de fabricación; me oí responder con las palabras que había oído a menudo a los antiguos del campo, y que contienen su jactancia preferida: la de ser «buenos prisioneros», gente apta que siempre sabe arreglárselas:
-Ich verstehe verschiedene Sachen... (entiendo de bastantes cosas...).

25 de enero. Fue el turno de Sómogyi. Era un químico húngaro de unos cincuenta años, delgado, alto y taciturno. Como el holandés, estaba convaleciente de tifus y de escarlatina; pero le sobrevino algo nuevo. Fue presa de una fiebre muy alta. Desde hacía tal vez cinco días no había dicho palabra: abrió la boca aquel día y dijo con voz enérgica:
-Tengo una ración de pan debajo del jergón. Repartíosla vosotros tres. Yo ya no volveré a comer.
No supimos qué decir, pero de momento no tocamos el pan. Se le había hinchado la mitad de la cara. Mientras permaneció consciente, continuó encerrado en un silencio áspero.
Pero por la tarde, y durante toda la noche, y durante dos días sin interrupción, el silencio fue roto por el delirio. Entregado a un último e interminable sueño de liberación y esclavitud, empezó a murmurar Jawohl a cada expiración de aire; regular y constante como una máquina, Jawohl a cada bajada de su pobre hilera de costillas, miles de veces, hasta dar ganas de sacudirlo, de sofocarlo, o de que, por lo menos, cambiase de palabra.
Nunca he comprendido como entonces lo trabajosa que es la muerte de un hombre.
Afuera, todavía el silencio absoluto. El número de cuervos había aumentado mucho, y todos sabían por qué. Sólo a largos intervalos se despertaba el diálogo de la artillería.
Todos se decían unos a otros que pronto, de repente, llegarían los rusos; todos lo proclamaban, todos estaban seguros, pero nadie lograba convencerse de ello. Porque en el Lager se pierde la costumbre de esperar, y también la confianza en la propia razón. En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor y que alguna próvida ley natural embota cuando los sufrimientos exceden un límite determinado.
Lo mismo que de la alegría, del miedo, del mismo dolor, así se cansa uno de la espera. Llegados al 25 de enero, rotas desde hacía ocho días las relaciones con aquel feroz mundo que, sin embargo, era un mundo, los más de entre nosotros estaban demasiado agotados incluso para esperar.
Por la noche, alrededor de la estufa, una vez más Carlos, Arthur y yo sentíamos que volvíamos a ser hombres. Podíamos hablar de todo. Me apasionaba la conversación de Arthur sobre la manera en que pasan los domingos en Provenchéres, en los Vosgos, y Charles casi lloraba cuando le hablé del armisticio en Italia, del principio confuso y desesperado de la resistencia partisana, del hombre que nos había traicionado y de nuestra captura en las montañas.
En la oscuridad, detrás y sobre nosotros, los ocho enfermos no se perdían una sílaba, incluso los que no entendían francés. Sólo Sómogyi se encarnizaba en confirmar a la muerte su entrega.

26 de enero. Yacíamos en un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes triunfantes había sido perfeccionada por los alemanes derrotados.
Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más atroz.
Parte de nuestra existencia reside en las almas de quien se nos aproxima: he aquí por qué es no humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre. Nosotros tres fuimos en gran parte inmunes, y nos debemos por ello mutua gratitud; es por lo que mi amistad con Charles resistirá al tiempo.
Pero a miles de metros sobre nosotros, en los desgarrones que hay entre las nubes grises, se desarrollaban los complicados milagros de los duelos aéreos. Sobre nosotros, desnudos, impotentes, inermes, unos hombres de nuestro tiempo procuraban su muerte recíproca con los más refinados instrumentos. El gesto de uno de sus dedos podía provocar la destrucción del campo entero, aniquilar a millares de hombres; mientras la suma de todas nuestras energías y voluntades no habría bastado para prolongar ni un minuto la vida de uno solo de nosotros.
La zarabanda cesó por la noche y la habitación estuvo de nuevo llena del monólogo de Sómogyi. En plena oscuridad me desperté sobresaltado. L'pauv' vieux callaba: había terminado. Con el último sobresalto de vida se había tirado al suelo desde la litera: oí el golpe de las rodillas, de las caderas, de la espalda y de la cabeza.
-La mort l’a chassé de son lit -definió Arthur.
Desde luego no podíamos llevarlo afuera por la noche. No nos quedaba más remedio que dormirnos.

27 de enero. El alba. En el suelo, el infame revoltijo de miembros secos, la cosa Sómogyi.
Hay trabajos más urgentes: no podemos lavarnos, no podemos tocarlo hasta después de haber cocinado y comido. Y además ... rien de si dégoûtant que les débordements, dice justamente Charles; hay que vaciar la letrina. Los vivos son más exigentes; los muertos pueden esperar. Nos ponemos a trabajar como todos los días.
Los rusos llegaron mientras Charles y yo llevábamos a Sómogyi cerca de allí. Pesaba muy poco. Volcamos la camilla en la nieve gris.
Charles se quitó la gorra. Yo sentí no tener gorra.
De los once de la Infektionsabteilung fue Sómogyi el único que murió en los diez días. Sertelet, Cagnolati, Towarowski, Lakmaker y Dorget (de este último no he hablado hasta ahora; era un industrial francés que, después de operado de peritonitis, se había enfermado de difteria nasal), murieron unas semanas más tarde en la enfermería rusa provisional de Auschwitz. En abril me encontré en Katowice con Schenck y Alcalai, que estaban con buena salud. Arthur se reunió felizmente con su familia, y Charles ha vuelto a su profesión de maestro; nos hemos escrito largas cartas y espero volverlo a ver algún día.

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Mensaje por Erich Hartmann » Mié Ene 14, 2009 11:42 am

APÉNDICE DE 1976 (I)

He redactado este apéndice en 1976 para la edición escolar de Si esto es un hombre, en respuesta a las preguntas que constantemente me hacen los lectores estudiantes. Sin embargo, ya que aquéllas coinciden ampliamente con las preguntas que recibo de mis lectores adultos, me pareció adecuado incorporar íntegramente mis respuestas también en esta edición.

Alguien, hace mucho tiempo, escribió que también los libros, como los seres humanos, tienen un destino, imprevisible, distinto del que para ellos se deseaba y que de ellos se esperaba. También este libro ha tenido un extraño destino. Su acta de nacimiento es remota: se la puede hallar en una de sus páginas (la número 153 de esta edición), en donde se puede leer que «escribo aquello que no sabría decir a nadie»: tan fuertemente sentíamos la necesidad de relatar, que había comenzado a redactar el libro allí, en ese laboratorio alemán lleno de hielo, de guerra y de miradas indiscretas, aun sabiendo que de ninguna manera habría podido conservar esos apuntes garabateados como mejor podía; que habría debido tirarlos en seguida, porque si me los hubieran encontrado encima me habrían costado la vida.
Pero escribí el libro apenas regresé, en unos pocos meses: a tal punto los recuerdos me quemaban por dentro. Rechazado por algunos grandes editores, el manuscrito fue aceptado en 1947 por una pequeña editorial dirigida por Franco Antonicelli: se imprimieron 2.500 ejemplares, luego la editorial se disolvió y el libro cayó en el olvido, entre otras cosas porque en esos tiempos de áspera posguerra la gente no tenía muchas ganas de regresar con la memoria a los dolorosos años que acababan de pasar. Halló nueva vida sólo en 1958, cuando fue reimpreso por el editor Einaudi, y desde entonces el interés del público nunca faltó. Se tradujo a seis lenguas y fue adaptado para la radio y el teatro.
Fue acogido por estudiantes y enseñantes con un favor que superó todas las expectativas, tanto del editor como mías. Centenares de clases, de todas las regiones de Italia, me invitaron a comentar el libro, por escrito o, si fuese posible, personalmente: dentro de los límites de mis ocupaciones, he respondido siempre afirmativamente a estos pedidos, al punto de que de buen grado he debido agregar a mis dos oficios un tercero, el de presentador y comentarista de mí mismo o, mejor dicho, de aquel lejano yo que había vivido la aventura de Auschwitz y la había narrado. Durante estos numerosos encuentros con mis lectores estudiantes he debido responder a muchas preguntas: ingenuas o no, conmovidas o provocadoras, superficiales o fundamentales. Me di cuenta muy pronto de que algunas de estas preguntas se repetían con frecuencia, que nunca faltaban: debían pues nacer de una curiosidad motivada y razonada, a la que de algún modo el texto del libro no daba satisfactoria respuesta. Me propongo responder a estas preguntas aquí.

1. En su libro no hay expresiones de odio hacia los alemanes, ni rencor, ni deseo de venganza. ¿Los ha perdonado?
Por naturaleza el odio no me viene fácilmente. Lo considero un sentimiento animal y torpe, y prefiero en cambio que mis acciones y mis pensamientos, dentro de lo posible, nazcan de la razón; por ello nunca cultivé en mí mismo el odio como deseo primitivo de revancha, de sufrimiento infligido a mi enemigo real o presunto, de venganza privada. Debo agregar que, por lo que creo percibir, el odio es personal, se dirige a una persona, un hombre, un rostro: pero nuestros perseguidores de entonces no tenían rostro ni nombre, lo demuestran las páginas de este libro: estaban alejados, eran invisibles, inaccesibles. El sistema nazi, prudentemente, hacía que el contacto directo entre esclavos y señores se redujese al mínimo. Habréis notado que en este libro se describe un solo encuentro del autor-protagonista con un SS (p. 173), y no es casual que tenga lugar sólo durante los últimos días, en el Lager en descomposición, una vez que el sistema ha estallado.
Por lo demás, en los meses en que este libro fue escrito, en 1946, el nazismo y el fascismo parecían realmente carecer de rostro: parecían haber vuelto a la nada, desvanecidos como un sueño monstruoso, según justicia y mérito, tal como desaparecen los fantasmas al cantar del gallo. ¿Cómo habría podido cultivar el rencor, querer la venganza contra un conjunto de fantasmas?
Pocos años después Europa e Italia se dieron cuenta de que se trataba de una ingenua ilusión: el fascismo estaba muy lejos de haber muerto, sólo estaba escondido, enquistado; estaba mutando de piel, para presentarse con piel nueva, algo menos reconocible, algo más respetable, mejor adaptado al nuevo mundo que había salido de la catástrofe de esa Segunda Guerra Mundial que el fascismo mismo había provocado. Debo confesar que ante ciertos rostros no nuevos, ante ciertas viejas mentiras, ante ciertas figuras en busca de respetabilidad, ante ciertas indulgencias, ciertas complicidades, la tentación de odiar nace en mí, y hasta con alguna violencia: pero yo no soy fascista, creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso, y por ello antepongo la justicia al odio. Por esta misma razón, para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador: pensé que mi palabra resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; sólo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terreno para el juez. Los jueces sois vosotros.
No querría empero que el abstenerme de juzgar explícitamente se confundiese con un perdón indiscriminado. No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno, a menos que haya demostrado (en los hechos: no de palabra, y no demasiado tarde) haber cobrado conciencia de las culpas y los errores del fascismo nuestro y extranjero, y que esté decidido a condenarlos, a erradicarlos de su conciencia y de la conciencia de los demás. En tal caso sí, un no cristiano como yo, está dispuesto a seguir el precepto judío y cristiano de perdonar a mi enemigo; pero un enemigo que se rectifica ha dejado de ser un enemigo.

2. ¿Los alemanes sabían? ¿Los aliados sabían? ¿Cómo es posible que el genocidio, el exterminio de millones de seres humanos, haya podido llevarse a cabo en el corazón de Europa sin que nadie supiese nada?
El mundo en que vivimos hoy nosotros, los occidentales, presenta muchos y muy graves defectos y peligros, pero con respecto al mundo de ayer goza de una enorme ventaja: todos pueden saber inmediatamente todo acerca de todo. La información es hoy «el cuarto poder»: al menos en teoría, el cronista y el periodista tienen vía libre en todas partes, nadie puede detenerlos ni alejarlos ni hacerlos callar. Todo es fácil: si uno quiere, escucha la radio de su país o de cualquier país; va hasta el kiosco y elige los periódicos que prefiere, italiano de cualquier tendencia, o americano, o soviético, dentro de una amplia gama de alternativas; puede comprar y leer los libros que quiera, sin peligro de que se lo inculpe por «actividades antiitalianas» ni de que sea allanada su casa por la policía política. Desde luego, no es sencillo sustraerse a todo condicionamiento, pero por lo menos es posible elegir el condicionamiento que uno prefiere.
En un Estado autoritario no es así. La Verdad es sólo una, proclamada desde arriba; los diarios son todos iguales, todos repiten esta única idéntica verdad; así también las radios, y no es posible escuchar las de los otros países porque, en primer lugar, tratándose de un delito, el riesgo es el de ir a parar a la cárcel; en segundo lugar, las transmisoras del propio país emiten en las frecuencias apropiadas una señal perturbadora que se superpone a los mensajes extranjeros impidiendo su escucha. En cuanto a los libros, sólo se publican y se traducen los que agradan al Estado: los demás hay que irlos a buscar al extranjero e introducirlos en el propio país a propio riesgo, puesto que se los considera más peligrosos que la droga o los explosivos, y si se los descubre en la frontera son confiscados y su portador es castigado. Con los libros no gratos, o ya no gratos de épocas anteriores, se encienden hogueras públicas en las plazas. Así era Italia entre 1924 y 1945; así, la Alemania nacionalsocialista; así sigue siendo en muchos países, entre los que es doloroso tener que incluir a la Unión Soviética, que tan heroicamente supo luchar contra el fascismo. En un Estado autoritario se considera lícito alterar la verdad, reescribir retrospectivamente la Historia, distorsionar las noticias, suprimir las verdaderas, agregar falsas: la propaganda sustituye a la información. De hecho, en estos países no se es ciudadano, detentador de derechos, sino súbdito y, como tal, deudor al Estado (y al dictador que lo encarna) de fanática lealtad y sojuzgada obediencia.
Es evidente que en tales condiciones es posible (si bien no siempre fácil: nunca es fácil violentar a fondo la naturaleza humana) borrar fragmentos incluso amplios de la realidad. En la Italia fascista, la operación de asesinar al diputado socialista Matteotti y acallar todo el asunto al cabo de pocos meses dio buen resultado; Hitler, y su ministro de propaganda Joseph Goebbels, demostraron ser muy superiores a Mussolini en esta tarea de control y enmascaramiento de la verdad.
Sin embargo, esconder del pueblo alemán el enorme aparato de los campos de concentración no era posible, y además (desde el punto de vista de los nazis) no era deseable. Crear y mantener en el país una atmósfera de indefinido terror formaba parte de los fines del nazismo: era bueno que el pueblo supiese que oponerse a Hitler era extremadamente peligroso. Efectivamente, cientos de miles de alemanes fueron encerrados en los Lager desde los comienzos del nazismo: comunistas, socialdemócratas, liberales, judíos, protestantes, católicos, el país entero lo sabía, y sabía que en los Lager se sufría y se moría.
No obstante, es cierto que la gran masa de alemanes ignoró siempre los detalles más atroces de lo que más tarde ocurrió en los Lager: el exterminio metódico e industrializado en escala de millones, las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios, el abyecto uso de los cadáveres, todo esto no debía saberse y, de hecho, pocos lo supieron antes de terminada la guerra. Para mantener el secreto, entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial sólo se usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía «exterminación» sino «solución final», no «deportación» sino «traslado», no «matanza con gas» sino «tratamiento especial», etcétera. No sin razón, Hitler temía que estas horrorosas noticias, una vez divulgadas, comprometieran la fe ciega que le tributaba el país, como así la moral de las tropas de combate; además, los aliados se habrían enterado y las habrían utilizado como instrumento de propaganda: cosa que, por otra parte, ocurrió, si bien a causa de la enormidad de los horrores de los Lager, descritos repetidamente por la radio de los aliados, no ganaron el crédito de la gente.
El resumen más convincente de la situación de entonces en Alemania la he hallado en el libro Der SS Staat (El Estado de la SS), de Eugen Kogon, ex prisionero en Buchenwald y luego profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Munich:
  • ¿Qué sabían los alemanes acerca de los campos de concentración? A más del hecho concreto de su existencia, casi nada, y aún hoy saben poco. Indudablemente, el método de mantener rigurosamente secretos los detalles del sistema terrorista, indeterminando así la angustia y por ende haciéndola mucho más honda, se mostró eficaz. Como dije en otra parte, incluso muchos funcionarios de la Gestapo ignoraban qué sucedía dentro de los Lager, a los que, sin embargo, enviaban sus prisioneros; la mayor parte de los prisioneros mismos tenían una idea bastante vaga del funcionamiento de su campo y de los métodos que ahí se empleaban. ¿Cómo iba a conocerlos el pueblo alemán? Quien ingresaba se encontraba ante un universo abismal, totalmente nuevo para él: ésta es la mejor demostración de la potencia y eficacia del secreto.
    ... Y, sin embargo..., y sin embargo, no había un alemán que no supiese de la existencia de los campos, o que los considerase sanatorios. Pocos eran los alemanes que no tenían un pariente o un conocido en un campo, o que al menos no supiesen que tal o cual persona allí había sido enviada. Todos los alemanes eran testigos de la multiforme barbarie antisemita: millones de ellos habían presenciado, con indiferencia o con curiosidad, con desdén o quizás con maligna alegría, el incendio de las sinagogas o la humillación de los judíos y judías obligados a arrodillarse en el fango de la calle. Muchos alemanes habían sabido algo por las radios extranjeras, y muchos habían estado en contacto con prisioneros que trabajaban fuera de los campos. No pocos alemanes habían encontrado, en la calle o en las estaciones de ferrocarril, filas miserables de detenidos: en una circular fechada el 9 de noviembre de 1941 y dirigida por el jefe de Policía y de los Servicios de Seguridad a todas [...] las comisarías de Policía y a los comandantes de los Lager, se puede leer: «En particular, hemos debido constatar que durante los traslados a pie, por ejemplo de la estación al campo, un número apreciable de prisioneros cae muerto en la calle o desvanecido por agotamiento... Es imposible impedir que la población se entere de hechos semejantes». Ni siquiera un alemán podía ignorar que las cárceles estaban llenas a rebosar ni que en todo el país tenían lugar continuamente ejecuciones capitales; por miles se contaban los magistrados y funcionarios de policía, abogados, sacerdotes y asistentes sociales que sabían en términos generales que la situación era bastante grave. Muchos eran los hombres de negocios que tenían relaciones de proveedores con la SS de los Lager, los industriales que solicitaban mano de obra de trabajadores-esclavos a las oficinas administrativas y económicas de la SS, y los empleados de las oficinas de empleo que [...] estaban al corriente del hecho de que muchas grandes sociedades explotaban mano de obra esclava. No eran pocos los trabajadores que desarrollaban su actividad cerca de los campos de concentración o incluso dentro de los mismos. Varios profesores universitarios colaboraban con los centros de investigación médica instituidos por Himmler, y varios médicos del Estado y de los institutos privados colaboraban con los asesinos profesionales. Buen número de miembros de la Aviación Militar habían sido trasladados a los locales de la SS, y debían seguramente estar al tanto de lo que allí sucedía. Muchos eran los altos oficiales del Ejército que conocían las matanzas masivas de prisioneros de guerra rusos en los Lager, y muchísimos los soldados y miembros de la Policía Militar que debían conocer con precisión qué horrores espantosos se cometían en los campos, en los guetos, en las ciudades y zonas rurales de los territorios orientales ocupados. ¿Es acaso falsa una sola de estas afirmaciones?
A mi modo de ver, ninguna de estas afirmaciones es falsa, pero hay que agregar otra para completar el cuadro: pese a las varias posibilidades de informarse, la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber o más: porque quería no saber. Es cierto que el terrorismo de Estado es un arma muy fuerte a la que es muy difícil resistir, pero también es cierto que el pueblo alemán, globalmente, ni siquiera intentó resistir. En la Alemania de Hitler se había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía no preguntaba, quien preguntaba no obtenía respuesta. De esta manera el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente de no ser cómplice, de todo lo que ocurría ante su puerta.
Saber, y hacer saber, era un modo (quizás tampoco tan peligroso) de tomar distancia con respecto al nazismo; pienso que el pueblo alemán, globalmente, no ha usado de ello, y de esta deliberada omisión lo considero plenamente culpable

3. ¿Había prisioneros que lograban escapar de los Lager? ¿Cómo es que no hubo rebeliones en masa?
Estas son preguntas que me hacen muy frecuentemente, y por ello deben nacer de alguna curiosidad o exigencia particularmente importante. Mi interpretación es optimista: los jóvenes de hoy sienten la libertad como un bien al que de ninguna manera se puede renunciar, y por eso, para ellos, la idea de cárcel está ligada inmediatamente con la idea de fuga o de rebelión. Por otra parte, es cierto que, según los códigos militares de muchos países, el prisionero de guerra ha de intentar liberarse por todos los medios, para volver a ocupar su puesto de combatiente, y que, según la Convención de La Haya, el intento de fuga no debe ser castigado. El concepto de evasión como obligación moral está continuamente reafirmado en la literatura romántica (¿os acordáis del conde de Montecristo?), en la literatura popular, en el cine, donde el héroe, injustamente (o justamente) encarcelado, intenta siempre evadirse, aun en las circunstancias menos verosímiles, y su tentativa se ve siempre coronada por el éxito.
Quizás sea bueno resentir la condición de prisionero, la no libertad, como una condición indebida, anormal: como una enfermedad en fin, que debe curarse mediante la fuga o la rebelión. Desgraciadamente este marco se asemeja bastante poco al marco real del campo de concentración.
Los prisioneros que intentaron fugarse, por ejemplo, de Auschwitz, fueron pocos centenares, y los que lo lograron fueron unas pocas decenas. La evasión era difícil y extremadamente peligrosa: los prisioneros estaban debilitados, además de desmoralizados, por el hambre y los malos tratos, tenían la cabeza rapada, ropa de rayas inmediatamente identificable, zapatos de madera que impedían el paso rápido y silencioso; no tenían dinero y, en general, no hablaban polaco, la lengua local, ni tenían contactos en la región -cuya geografía por otra parte desconocían-. Además, para reprimir las fugas se adoptaban represalias feroces: a quien atrapaban lo colgaban públicamente en la plaza de la Lista, a menudo después de torturarlo cruelmente; cuando se descubría una fuga, se consideraba a los amigos del evadido como cómplices suyos y se los dejaba morir de hambre en las celdas de la prisión, el barracón entero debía permanecer de pie durante veinticuatro horas y, a veces, se arrestaba y se deportaba a los Lager a los padres del «culpable».
A los SS que mataban a un prisionero que intentaba huir se les concedía una licencia premio: por ello solía suceder a menudo que un SS disparase a un prisionero que no tenía ninguna intención de escapar, únicamente con el fin de conseguir el premio. Este hecho aumenta artificialmente el número oficial de casos de fuga registrados en las estadísticas; como indiqué antes, el número real era en cambio muy pequeño. Dada esta situación, del campo de Auschwitz se evadieron con éxito sólo algunos prisioneros polacos «arios» (es decir, no judíos, según la terminología de entonces) que vivían no muy lejos del Lager y que por consiguiente tenían una meta a la que encaminarse y la seguridad de que la población los protegería. En los demás campos las cosas tuvieron lugar de manera análoga.
Por lo que respecta a la ausencia de rebeliones, se trata de algo distinto. En primer lugar cabe recordar que en algunos Lager hubo efectivamente insurrecciones: en Treblinka, en Sobibor y también en Birkenau, uno de los campos dependientes de Auschwitz. No tuvieron gran peso numérico: como la parecida insurrección del ghetto de Varsovia, fueron más bien ejemplos de extraordinaria fuerza moral. En todos los casos fueron planeadas y dirigidas por prisioneros de alguna manera privilegiados, por lo tanto en condiciones físicas y espirituales mejores que las de los prisioneros comunes. Esto no debe sorprender: sólo a primera vista puede parecer paradójico que se subleve quien menos sufre. También fuera de los Lager, las luchas raramente son lideradas por el subproletariado. Los «harapientos» no se rebelan.
En los campos para prisioneros políticos, o en donde éstos prevalecían, la experiencia conspiradora de éstos demostró ser preciosa, y a menudo se llegó, más que a rebeliones abiertas, a actividades de defensa bastante eficientes. Según el Lager y según las épocas, se logró por ejemplo chantajear o corromper a la SS, frenando así sus poderes indiscriminados; se logró sabotear el trabajo para las industrias de guerra alemanas; se logró organizar evasiones; se logró comunicar por radio con los aliados, dándoles noticias acerca de las horribles condiciones de los campos; se logró mejorar el tratamiento de los enfermos, sustituyendo a los médicos de la SS con médicos prisioneros; se logró «condicionar» las selecciones, mandando a la muerte a espías o traidores y salvando a prisioneros cuya supervivencia tenía por algún motivo particular importancia; se logró preparar, incluso militarmente, una resistencia en caso de que, al acercarse el frente, los nazis decidieran (como de hecho a menudo lo hicieron) liquidar totalmente los Lager.
En los campos en los que los judíos eran mayoría, como los de la zona de Auschwitz, una defensa activa o pasiva era particularmente difícil. Aquí los prisioneros, en general, carecían de casi toda experiencia organizativa o militar; provenían de todos los países de Europa, hablaban lenguas diferentes, y por ello no se entendían entre sí: sobre todo, tenían más hambre, estaban más débiles y cansados que los demás, porque sus condiciones de vida eran más duras y porque tenían frecuentemente tras de sí un largo historial de hambre, persecuciones y humillaciones en los guetos. Por ende, la duración de su estancia en el Lager era trágicamente breve, constituían en definitiva una población fluctuante, continuamente disminuida por la muerte y renovada por las incesantes llegadas de nuevos cargamentos. Es comprensible que en un tejido humano tan deteriorado e inestable no prendiese fácilmente el germen de la rebelión.
Podríamos preguntarnos por qué no se rebelaban los prisioneros no bien bajaban del tren, que esperaban horas (¡a veces días!) antes de entrar a las cámaras de gas. Además de todo lo que he dicho, debo agregar que los alemanes habían perfeccionado, en esta empresa de muerte colectiva, una estrategia diabólicamente astuta y versátil. En la mayor parte de los casos, los recién llegados no sabían qué se les tenía preparado: se los recibía con fría eficiencia pero sin brutalidad, se los invitaba a desnudarse «para la ducha», a veces se les entregaba una toalla y jabón, y se les prometía un café para después del baño. Las cámaras de gas, en efecto, estaban camufladas como salas de duchas, con tuberías, grifos, vestuarios, perchas, bancos, etcétera. Cuando por el contrario un prisionero daba la menor muestra de saber o sospechar su destino inminente, la SS y sus colaboradores actuaban por sorpresa, intervenían con extremada brutalidad, gritando, amenazando, pateando, disparando y azuzando -contra esa gente perpleja y desesperada, marinada por cinco o diez días de viajes en vagones sellados- a sus perros adiestrados para despedazar hombres.
Siendo así las cosas, parece absurda y ofensiva la afirmación a veces formulada según la cual los judíos no se rebelaron por cobardía. Nadie se rebelaba. Baste recordar que las cámaras de gas de Auschwitz fueron puestas a prueba con un grupo de trescientos prisioneros de guerra rusos, jóvenes, con entrenamiento militar, preparados políticamente y sin el freno que representan mujeres y niños; tampoco ellos se rebelaron.
Querría finalmente agregar una consideración. La conciencia arraigada de que no se debe consentir la opresión sino resistir no estaba muy difundida en la Europa fascista, y era particularmente débil en Italia. Era patrimonio de un pequeño grupo de hombres políticamente activos, mas el fascismo y el nazismo los habían aislado, expulsado, aterrorizado o incluso destruido: no se debe olvidar que las primeras víctimas de los Lager alemanes, cientos de miles, fueron precisamente los cuadros de los partidos políticos antinazis. Al faltar su aportación, la voluntad popular de resistir, de organizarse para resistir, resurgió mucho más tarde, gracias sobre todo a la contribución de los partidos comunistas europeos que se lanzaron a la lucha contra el nazismo una vez que Alemania, en junio de 1941, agredió de improviso a la Unión Soviética rompiendo el acuerdo Ribbentrop-Molotov de septiembre de 1939. En definitiva, reprochar a los prisioneros el que no haya habido rebelión representa además un error de perspectiva histórica: significa pretender de ellos una conciencia política que hoy es patrimonio casi común, pero que entonces pertenecía solamente a una élite.

4. ¿Volvió usted a Auschwitz después de la liberación?
Volví a Auschwitz en 1965, con ocasión de una ceremonia conmemorativa de la liberación de los campos. Como señalé en mis libros, el imperio concentracionario de Auschwitz no estaba formado por un solo Lager, sino por unos cuarenta: el campo de Auschwitz propiamente dicho se alzaba en la periferia de la pequeña ciudad del mismo nombre (Oswiecim, en polaco), tenía capacidad para unos veinte mil prisioneros y, por así decir, era la capital administrativa del conjunto; además estaba el Lager (o más exactamente el grupo de Lager: de tres a cinco, según la época) de Birkenau, que llegó a contener a sesenta mil prisioneros, de los cuales cuarenta mil eran mujeres y en los que funcionaban las cámaras de gas y los hornos crematorios; y finalmente un número continuamente variable de campos de trabajo, alejados de la «capital» hasta cientos de kilómetros: mi campo, llamado Monowitz, era el más grande de éstos y había llegado a tener doce mil prisioneros. Estaba a unos siete kilómetros al este de Auschwitz. Toda esa zona se encuentra hoy en territorio polaco.
No me ha impresionado mucho visitar el Campo Central: el gobierno polaco lo ha transformado en una especie de monumento nacional, los barracones han sido limpiados y pintados, han plantado árboles, diseñado canteros. Hay un museo en el que se exponen miserables trofeos: toneladas de cabellos humanos, centenares de miles de gafas, peines, brochas de afeitar, muñecas, zapatos de niños; pero no deja de ser un museo, algo estático, ordenado, manipulado. El campo entero me pareció un museo. En cuanto a mi Lager, ya no existe: la fábrica de goma a la que estaba vinculado, hoy en manos polacas, ha crecido hasta ocupar todo el terreno.
He sentido una angustia violenta, en cambio, al entrar en el Lager de Birkenau, que nunca había visto como prisionero. Aquí nada cambió: había barro y sigue habiendo barro, o en verano un polvo que sofoca; los barracones (los que no fueron incendiados con el paso del frente) están tal cual, bajos, sucios, hechos de tablones mal ensamblados y con el suelo de tierra apisonada; no hay literas sino tableros de madera desnuda, hasta el techo. Aquí nada ha sido embellecido. Venía conmigo una amiga, Giuliana Tedeschi, sobreviviente de Birkenau. Me hizo ver que sobre cada tablero de 1,80 por 2 dormían hasta nueve mujeres. Me hizo notar que por la ventanuca se ven las ruinas del crematorio; en esa época se veían llamas en la cúspide de la chimenea. Ella había preguntado a las veteranas: «¿Qué es ese fuego?», y le habían contestado: «Somos nosotras, que nos quemamos».
Ante el triste poder de evocación de esos sitios, cada uno de nosotros, los sobrevivientes, se comporta de manera distinta, pero se distinguen dos grandes categorías. Pertenecen a la primera categoría los que rehúsan regresar, o incluso hablar del tema; los que querrían olvidar pero no pueden, y viven atormentados por pesadillas; los que, al contrario, han olvidado, han extirpado todo y han vuelto a vivir a partir de cero. He notado que, en general, todos estos individuos fueron a parar al Lager «por desgracia», es decir sin un compromiso político preciso; para ellos el sufrimiento ha sido una experiencia traumática pero privada de significado y de enseñanza, como una calamidad o una enfermedad: el recuerdo es para ellos algo extraño, un cuerpo doloroso que se inmiscuyó en sus vidas, y han tratado (o aún tratan) de eliminarlo. La segunda categoría, en cambio, está constituida por los ex prisioneros «políticos», o en todo caso con preparación política, o con una convicción religiosa, o con una fuerte conciencia moral. Para estos sobrevivientes recordar es un deber: éstos no quieren olvidar, y sobre todo no quieren que el mundo olvide, porque han comprendido que su experiencia tenía sentido y que los Lager no fueron un accidente, un hecho imprevisto de la Historia.
Los Lager nazis han sido la cima, la culminación del fascismo en Europa, su manifestación más monstruosa; pero el fascismo existía antes que Hitler y Mussolini, y ha sobrevivido, abierto o encubierto, a su derrota en la Segunda Guerra Mundial. En todo el mundo, en donde se empieza negando las libertades fundamentales del Hombre y la igualdad entre los hombres, se va hacia el sistema concentracionario, y es éste un camino en el que es difícil detenerse. Conozco muchos ex prisioneros que han comprendido bien la terrible lección implícita en su experiencia, y que cada año vuelven a «su» campo llevando de la mano peregrinajes de jóvenes: yo mismo lo haría de buen grado si el tiempo me lo permitiese y si no supiera que logro el mismo fin escribiendo libros y aceptando comentarlos ante los estudiantes.

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Erich Hartmann
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Mensaje por Erich Hartmann » Vie Ene 16, 2009 4:15 pm

APÉNDICE DE 1976 (II)

5. ¿Por qué habla usted sólo de los Lager alemanes, y no también de los rusos?
Como escribí al contestar a la primera pregunta, prefiero la parte del testigo a la del juez: debo testimoniar sobre las cosas que sufrí y vi. Mis libros no son libros de historia: escribiéndolos me limité rigurosamente a hechos de los que tuve experiencia directa, y excluí aquellos de los que me enteré más tarde por los libros y los periódicos. Por ejemplo, notaréis que no he dado las cifras de la matanza de Auschwitz, ni he descrito los detalles de las cámaras de gas y de los crematorios: de hecho no conocía estos datos cuando estaba en el Lager, lo supe sólo después, cuando lo supo todo el mundo.
Por la misma razón no hablo en general de los Lager rusos: por suerte para mí no he estado en ellos y sólo podría repetir lo qué he leído, es decir lo que saben todos aquellos que se han interesado en estos temas. Es evidente, sin embargo, que no quiero ni puedo sustraerme al deber, propio de todo hombre, de hacerse un juicio y formular una opinión. A la vez que las obvias semejanzas, entre los Lager soviéticos y los Lager nazis me parece que puedo observar diferencias sustanciales.
La diferencia principal consiste en su finalidad. Los Lager alemanes constituyen algo único en la no obstante sangrienta historia de la humanidad: al viejo fin de eliminar o aterrorizar al adversario político, unían un fin moderno y monstruoso, el de borrar del mundo pueblos y culturas enteros. A partir de más o menos 1941, se volvieron gigantescas máquinas de muerte: las cámaras de gas y los crematorios habían sido deliberadamente proyectados para destruir vidas y cuerpos humanos en una escala de millones; la horrenda primacía le corresponde a Auschwitz, con 24.000 muertos en un solo día de agosto de 1944. Los campos soviéticos no eran ni son, desde luego, sitios en los que la estancia sea agradable, pero no se buscaba expresamente en ellos, ni siquiera en los más oscuros años del estalinismo, la muerte de los prisioneros: era un hecho bastante frecuente, y se lo toleraba con brutal indiferencia, pero en sustancia no era querido; era, en fin, un subproducto debido al hambre, el frío, las infecciones, el cansancio. En esta lúgubre comparación entre dos modelos de infierno, hay que agregar que en los Lager alemanes, en general, se entraba para no salir: ningún otro fin estaba previsto más que la muerte. En cambio en los campos soviéticos siempre existió un término: en la época de Stalin los «culpables» eran condenados a veces a penas larguísimas (incluso de quince y veinte años) con espantosa liviandad, pero subsistía una esperanza de libertad, por leve que fuera.
De esta diferencia fundamental nacen las demás. Las relaciones entre guardias y prisioneros, en la Unión Soviética, están menos deshumanizadas: todos pertenecen al mismo pueblo, hablan la misma lengua, no son «superhombres» e «infrahombres» como bajo el nazismo. Los enfermos, aun mal, son atendidos; ante un trabajo demasiado duro una protesta es concebible, individual o colectiva; los castigos corporales son raros y no demasiado crueles: es posible recibir cartas y paquetes de víveres de casa; en una palabra, la personalidad humana no está negada ni se pierde totalmente. En contraposición, al menos por lo que hacía a los judíos y gitanos, en los Lager alemanes el exterminio era casi total: no se detenía ni siquiera ante los niños, que murieron por centenares de miles en las cámaras de gas, caso único entre las atrocidades de la historia humana. Como consecuencia general, los niveles de mortandad resultan ser bastante diferentes en los dos sistemas. AI parecer, en la Unión Soviética, en el período más duro, la mortandad era de un 30 por ciento de la totalidad de ingresados, un porcentaje sin duda intolerablemente alto; pero en los Lager alemanes la mortandad era del 90-98 por ciento.
Me parece muy grave la reciente innovación soviética por la cual algunos intelectuales disidentes son sumariamente declarados locos, encerrados en institutos psiquiátricos y sometidos a «curas» que no sólo provocan sufrimientos crueles sino que tuercen y debilitan las funciones mentales. Esto demuestra que la disidencia es temida: no se la castiga, pero se intenta demolerla mediante fármacos (o el miedo a los fármacos). Quizás esta técnica no esté muy difundida (al parecer estos internados políticos, en 1975, no superan el centenar), pero es odiosa porque implica el uso abyecto de la ciencia y una prostitución imperdonable de los médicos que tan servilmente se prestan a secundar la voluntad de las autoridades. Pone de manifiesto un extremado desprecio de la confrontación democrática y las libertades civiles.
En cambio, y por lo que respecta precisamente al aspecto cuantitativo, hay que señalar que en la Unión Soviética el fenómeno Lager está actualmente disminuyendo. Parece que alrededor de 1950 el número de prisioneros políticos era de millones; según Amnesty International (asociación apolítica que se propone socorrer a todos los prisioneros políticos, en todos los países e independientemente de sus opiniones), hoy, en 1976, no quedarían sino unos diez mil.
En conclusión, los campos soviéticos siguen siendo una manifestación deplorable de ilegalidad y deshumanización. Nada tienen que ver con el socialismo sino al contrario: se destacan en el socialismo soviético como una fea mancha; han de considerarse más bien como una barbarie heredada del absolutismo zarista de la que los gobiernos soviéticos no han sabido o no han querido liberarse. Quien lea Memorias de la casa de los muertos, escrito por Dostoievski en 1862, no tiene dificultad en reconocer los mismos rasgos carcelarios descrito por Soljenitsyn cien años después. Pero es posible, o más bien: es fácil imaginar un socialismo sin Lager: en muchas partes del mundo se lo ha conseguido. No es imaginable, en cambio, un nazismo sin Lager.

6. De los personajes que aparecen en Si esto es un hombre, ¿cuáles ha vuelto a ver después de la liberación?
La mayoría de los personajes que aparecen en estas páginas debe darse por desaparecida desgraciadamente ya en los días del Lager o durante la tremenda marcha de evacuación de la que se habla en la página 168; otros murieron más tarde, de enfermedades contraídas durante la prisión, y de otros nunca he podido hallar rastros. Unos pocos sobreviven y he logrado mantener o restablecer contacto con ellos.
Vive, y se encuentra bien, Jean, el Pikolo del Canto de Ulises: su familia había sido destruida pero se volvió a casar a su regreso, tiene ahora dos hijos y lleva una vida muy tranquila como farmacéutico en una pequeña ciudad de provincia en Francia. Nos encontramos a veces en Italia, donde pasa sus vacaciones; otras veces fui yo a encontrarme con él. Extrañamente, ha olvidado mucho de su año en Monowitz: en él priman los atroces recuerdos del viaje de evacuación, durante el cual vio morir de agotamiento a todos sus amigos (entre ellos a Alberto).
Me veo con frecuencia con el personaje que he llamado Piero Sonnino (p. 58), el mismo que aparece como «César» en La tregua. También él, al cabo de un período difícil de readaptación, ha encontrado trabajo y ha fundado una familia. Vive en Roma. Cuenta de buen grado las vicisitudes de su estadía en el campo y de su largo viaje de regreso, pero en sus narraciones, que a menudo se convierten casi en monólogos teatrales, tiende a poner de manifiesto las aventuras de que ha sido protagonista antes que los hechos trágicos que presenció pasivamente.
He vuelto a ver a Charles. Había sido hecho prisionero en las colinas de los Vosgos, cerca de su casa, donde actuaba como partigiano, sólo en noviembre de 1944, y había permanecido en el Lager no más de un mes; pero este mes de sufrimiento, como los hechos feroces que había presenciado, lo habían marcado profundamente, quitándole toda la alegría de vivir y la voluntad de edificarse un futuro. Una vez repatriado, al cabo de un viaje no muy diferente del que cuento en La tregua, volvió a su oficio de maestro de la primaria en la minúscula escuela de su pueblo, en donde enseñaba a los niños también a criar abejas y a cultivar un vivero de abetos y pinos. Hace pocos años que se jubiló; se casó hace poco con una colega ya no joven, y juntos se construyeron una casa nueva, pequeña pero cómoda y graciosa. Fui a verlo dos veces, en 1951 y en 1974. En esta última visita me habló de Arthur, que vive en un pueblo no muy alejado, está viejo y enfermo y no desea recibir visitas que puedan despertarle viejas angustias.
Dramático, imprevisto y lleno de alegría mutua fue el encuentro con Mendi, el «rabino modernista» al que me refiero en pocas líneas en las páginas 74 y 114. Se reconoció leyendo casualmente en 1965 la traducción alemana de este libro: me recordó y me escribió una larga carta dirigida a la Comunidad Israelita de Turín. Nos escribimos extensamente, informándonos mutuamente del destino de nuestros amigos comunes. En 1967 fui a verlo a Dortmund, en Alemania Federal, en donde entonces era rabino: se conservaba igual, «tenaz, valeroso y agudo», y además extraordinariamente culto. Se casó con una ex prisionera de Auschwitz y tienen tres hijos ya grandes; la familia entera tiene la intención de establecerse en Israel.
No he vuelto a ver al Doktor Pannowitz, el químico que me había sometido a un frío «examen de estado», pero me dio noticias suyas el Doktor Müller, a quien dediqué el capítulo Vanadio en mi libro El sistema periódico. Ante la inminencia de la llegada del Ejército Rojo a la fábrica de la Buna, se comportó con prepotencia y cobardía: ordenó a sus colaboradores civiles que resistieran a ultranza, les prohibió subir al último tren que partía hacia la retaguardia, pero en cambio subió él en el último momento aprovechando la confusión. Murió en 1946 de un tumor cerebral.

7. ¿Cómo se explica el odio fanático de los nazis por los judíos?
La aversión contra los judíos, impropiamente llamada antisemitismo, es un caso particular de un fenómeno más vasto: la aversión contra quien es diferente de uno. No hay duda de que se trata, en sus orígenes, de un hecho zoológico: los animales de una misma especie pero de grupos distintos manifiestan entre sí fenómenos de intolerancia. Esto también ocurre con los animales domésticos: es sabido que si se introduce una gallina de un determinado gallinero en otro, durante varios días es rechazada a picotazos. Lo mismo sucede con ratones y abejas y, en general, con todas las especies de animales sociales. Ahora bien, el hombre es ciertamente un animal social (ya lo había afirmado Aristóteles): pero ¡pobres de nosotros si todas las pulsiones zoológicas que sobreviven en el hombre se toleraran! Las leyes humanas están precisamente para esto: para limitar los impulsos animales. El antisemitismo es un fenómeno típico de intolerancia. Para que surja una intolerancia hace falta que entre dos grupos en contacto exista una diferencia perceptible: ésta puede ser física (los negros y los blancos, los rubios y los morenos), pero nuestra complicada sociedad nos ha hecho sensibles a diferencias más sutiles, como la lengua, o el dialecto, o el mismo acento (bien lo saben nuestros meridionales cuando se ven obligados a emigrar al norte); la religión, con todas sus manifestaciones exteriores y su profunda influencia sobre la manera de vivir; el modo de vestir o de gesticular; los hábitos públicos y privados. La atormentada historia del pueblo judío ha hecho que en casi todas partes los judíos manifiesten una o más de estas diferencias.
En la trama, extremadamente compleja, de pueblos y naciones que se entrechocan, la historia de este pueblo tiene características particulares. Era (y en parte es) depositario de un vínculo interno muy fuerte, de naturaleza religiosa y tradicional; por consiguiente, pese a su inferioridad numérica y militar, se opuso con desesperado valor a ser conquistado por los romanos, fue derrotado, deportado y dispersado, pero el vínculo sobrevivió. Las colonias judías que se fueron formando, primero a lo largo de todas las costas mediterráneas y luego en el Medio Oriente, en España, en Renania, en Rusia meridional, en Polonia, en Bohemia y muchos otros sitios, siempre se mantuvieron obstinadamente fieles a este vínculo, que se fue consolidando bajo la forma de un inmenso cuerpo de leyes y tradiciones escritas, de una religión minuciosamente codificada y de un ritual peculiar y vistoso que permeaba todos los actos del día. Los judíos, minoritarios en todos sus afincamientos, eran así distintos, reconocibles como distintos, y a menudo orgullosos (con o sin razón) de ser distintos: todo lo cual los hacía muy vulnerables. De hecho fueron duramente perseguidos, en casi todos los países y en casi todos los siglos; a las persecuciones los judíos reaccionaron en pequeña parte asimilándose, es decir fundiéndose con la población circunstante; en su mayor parte, volvieron a emigrar a países más hospitalarios. Sin embargo, de tal manera se renovaba su «diferencia», exponiéndolos a nuevas restricciones y persecuciones.
Si bien en su esencia profunda el antisemitismo es un fenómeno irracional de intolerancia, en todos los países cristianos y a partir del momento en que el cristianismo se va consolidando como religión de Estado, el antisemitismo cobra un carácter marcadamente religioso, y aun teológico. Según afirma san Agustín, los judíos están condenados a la dispersión por el propio Dios, y por dos razones: porque de ese modo reciben el castigo por no haber reconocido en Cristo al Mesías, y porque su presencia en todos los países es necesaria a la Iglesia católica, que también está en todas partes, para que en todas partes se ponga de manifiesto ante los fieles la merecida infelicidad de los judíos. Por eso la dispersión y la separación de los judíos nunca habrá de terminar: ellos, con sus penas, deben testimoniar por la eternidad su propio error y, por ende, la verdad de la fe cristiana. Por consiguiente, dado que su presencia es necesaria, han de ser perseguidos, pero no matados.
No obstante, la Iglesia no se mostró siempre tan moderada: desde los primeros siglos del cristianismo se acusó a los judíos de algo mucho más grave: el ser, colectivamente y por la eternidad, responsables de la crucifixión de Cristo, de ser en fin el «pueblo deicida». Esta formulación, que aparece en la liturgia pascual en tiempos remotos y que sólo fue suprimida por el Concilio Vaticano Il (1962-1965), se halla en el origen de varias creencias populares, funestas y siempre renovadas: que los judíos envenenan los pozos propagando la peste; que profanan habitualmente la hostia consagrada; que en Pascua secuestran niños cristianos con cuya sangre embeben el pan ácimo. Estas creencias han dado pie a numerosas y sangrientas matanzas, y, entre otras cosas, a la expulsión masiva de judíos primero de Francia e Inglaterra y luego (1492-1498) de España y Portugal.
Se llega al siglo XIX pasando a través de una serie nunca interrumpida de matanzas y migraciones, un siglo marcado por el despertar generalizado de las conciencias nacionales y por el reconocimiento de los derechos de las minorías: con excepción de la Rusia de los zares, en toda Europa caen todas las restricciones legales contra los judíos, las mismas que habían sido invocadas por las Iglesias cristianas (según el lugar y la época, la obligación de residir en guetos o zonas particulares, la obligación de llevar en la ropa un distintivo, la prohibición de acceso a determinados oficios o profesiones, la veda de los matrimonios mixtos, etcétera). Sobrevive, sin embargo, el antisemitismo, más vivaz sobre todo en aquellos países en los que una religiosidad tosca seguía atribuyendo a los judíos el asesinato de Cristo (Polonia y Rusia), y donde las reivindicaciones nacionales habían dejado una estela de aversión genérica contra los lindantes y los extranjeros (Alemania; pero también Francia, en donde al final del siglo XIX los clericales, los nacionalistas y los militares se ponen de acuerdo para desencadenar una violenta oleada antisemita con ocasión de la falsa acusación de alta traición contra Alfred Dreyfus, oficial judío del Ejército francés).
En Alemania, especialmente, durante todo el siglo pasado una ininterrumpida serie de filósofos y políticos habían insistido en una teorización fanática según la cual el pueblo alemán, dividido y humillado durante mucho tiempo, era depositario de la primacía en Europa y quizás en el mundo entero, era heredero de remotas y extremadamente nobles tradiciones y civilidades, y estaba constituido por individuos sustancialmente homogéneos de sangre y raza. Los pueblos alemanes debían unirse en un Estado fuerte y aguerrido, hegemónico en Europa e investido de una majestad casi divina.
Esta idea de la misión de la Nación Germana sobrevive a la derrota en la primera guerra mundial y sale, al contrario, fortalecida de la humillación del tratado de paz de Versalles. De ella se adueña uno de los personajes más siniestros e infaustos de la Historia, el agitador político Adolf Hitler. Los burgueses y los industriales alemanes prestan atención a su inflamada oratoria: para ellos Hitler promete, Hitler logrará desviar hacia los judíos la aversión del proletariado alemán por las clases que lo han llevado a la derrota y al desastre económico. En pocos años, a partir de 1933, logra sacar partido de la cólera de un país humillado y del orgullo nacionalista suscitado por los profetas que lo precedieron, Lutero, Fichte, Hegel, Wagner, Gobineau, Chamberlain, Nietzsche: su idea fija es la de una Alemania dominadora, no en un futuro lejano sino ahora mismo; no mediante una misión civilizadora sino con las armas. Todo lo que no es germánico le parece inferior, o peor: detestable, y los primeros enemigos de Alemania son los judíos, por muchos motivos que Hitler enunciaba con fervor dogmático: porque tienen «sangre distinta»; porque están emparentados con otros judíos en Inglaterra, en Rusia, en América; porque son herederos de una cultura en la que se razona y se discute antes de obedecer y en la que está prohibido inclinarse ante los ídolos, cuando él mismo aspira a ser venerado como un ídolo y no vacila en proclamar que «debemos desconfiar de la inteligencia y de la conciencia, y poner toda nuestra fe en los instintos». Y finalmente, muchos judíos alemanes han alcanzado posiciones clave en la economía, en las finanzas, en las artes, en la ciencia, en la literatura: Hitler, pintor fallido, arquitecto fracasado, vuelca sobre los judíos su resentimiento y su envidia de frustrado.
Esta semilla de intolerancia, cuando cae en un terreno bien predispuesto, prende con vigor increíble pero con nuevas formas. El antisemitismo de corte fascista, ese que el Verbo de Hitler despierta en el pueblo alemán, es más bárbaro que todos sus precedentes: convergen en él doctrinas biológicas artificialmente falseadas, según las cuales las razas débiles deben caer frente a las razas fuertes; las absurdas creencias populares que el sentido común había enterrado hacía siglos; una propaganda sin tregua Se rayan cotas nunca alcanzadas hasta entonces. El judaísmo no es una religión de la que pueda uno alejarse mediante el bautismo, ni una tradición cultural que pueda abandonarse por otra: es una subespecie humana, una raza diferente e inferior a todas las otras. Los judíos son seres humanos sólo en apariencia: en realidad son otra cosa: son algo abominable e indefinible, «más lejanos de los alemanes que el mono del hombre»; son culpables de todo, del rapaz capitalismo americano y del bolchevismo soviético, de la derrota de 1918, de la inflación de 1923; liberalismo, democracia, socialismo y comunismo son satánicos inventos judíos que amenazan la solidez monolítica del Estado nazi.
El paso de la prédica teórica a la acción práctica fue rápido y brutal. En 1933, sólo dos meses después de que Hitler conquistara el poder, nace Dachau, el primer Lager. En mayo del mismo año se enciende la primera hoguera de libros de autores judíos o enemigos del nazismo (pero más de cien años antes Heine, poeta judío alemán, había escrito: «Quien quema libros termina tarde o temprano por quemar hombres»). En 1935 el antisemitismo queda codificado en una legislación monumental y minuciosa, las Leyes de Nuremberg. En 1938, durante una única noche de desórdenes manipulados desde arriba, se incendian 191 sinagogas y se destruyen miles de tiendas de judíos. En 1939 los judíos de la Polonia recién ocupada son encerrados en guetos. En 1940 se abre el Lager de Auschwitz. En 1941-1942 la máquina de exterminio está en pleno funcionamiento: las víctimas llegarán a millones en 1944.
En la práctica cotidiana de los campos de exterminación se realizan el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente sólo la muerte sino una multitud de detalles maníacos y simbólicos, tendentes todos a demostrar y confirmar que los judíos, y los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia. Recordad el tatuaje de Auschwitz, que imponía a los hombres la marca que se usa para los bovinos; el viaje en vagones de ganado, jamás abiertos, para obligar así a los deportados (¡hombres, mujeres y niños!) a yacer días y días en su propia suciedad; el número de matrícula que sustituye al nombre; la falta de cucharas (y, sin embargo, los almacenes de Auschwitz contenían, en el momento de la liberación, toneladas de ellas), por lo que los prisioneros habrían debido lamer la sopa como perros; el inicuo aprovechamiento de los cadáveres, tratados como cualquier materia prima anónima, de la que se extraía el oro de los dientes, los cabellos como materia textil, las cenizas como fertilizante agrícola; los hombres y mujeres degradados al nivel de conejillos de india para, antes de suprimirlos, experimentar medicamentos.
La manera misma elegida para la exterminación (al cabo de minuciosos experimentos) era ostensiblemente simbólica. Había que usar, y se usó, el mismo gas venenoso que se usaba para desinfectar las estibas de los barcos y los locales infestados de chinches o piojos. A lo largo de los siglos se inventaron muertes más atormentadoras, pero ninguna tan cargada de vilipendio y desdén.
Como se sabe, la obra de exterminación fue muy lejos. Los nazis, que a la vez estaban empeñados en una guerra durísima, manifestaron en ello una prisa inexplicable: los cargamentos de víctimas destinadas al gas o a ser trasladadas de los Lager cercanos al frente, tenían precedencia sobre los transportes militares. No llegó a su culminación sólo porque Alemania fue derrotada, pero el testamento político de Hitler, dictado pocas horas antes de su suicidio y con los rusos a pocos metros de distancia, concluía así: «Sobre todo, ordeno al gobierno y al pueblo alemán que mantengan plenamente vigentes las leyes raciales, y que combatan inexorablemente contra el envenenador de todas las naciones, el judaísmo internacional».
Para resumir, se puede afirmar que el antisemitismo es un caso particular de intolerancia; que durante siglos ha tenido un carácter principalmente religioso; que en el tercer Reich fue exacerbado por la explosión nacionalista y militarista del pueblo alemán, y por la peculiar «diferencia» del pueblo judío; que se diseminó fácilmente por toda Alemania y buena parte de Europa, gracias a la eficacia de la propaganda de los fascistas y de los nazis que tenían necesidad de un chivo emisario sobre quien descargar todas las culpas y todos los resentimientos; y que el fenómeno fue llevado a su paroxismo por Hitler, dictador maníaco.
Debo conceder, sin embargo, que estas explicaciones comúnmente aceptadas no me satisfacen: son diminutas, no tienen común medida ni proporción con los hechos que pretenden explicar. Releyendo las crónicas del nazismo, desde sus turbios inicios hasta su fin convulsionado, no logro quitarme de encima la impresión de una atmósfera general de locura descontrolada que me parece ser única en la historia. Esta locura colectiva, este descarrío, suele explicarse postulando la combinación de muchos factores distintos, insuficientes uno a uno. El más importante sería la misma personalidad de Hitler y su profunda interacción con el pueblo alemán. Es verdad que sus obsesiones personales, su capacidad de odiar, su prédica de la violencia, hallaban una resonancia desenfrenada en la frustración del pueblo alemán, y de él le volvían multiplicadas, confirmándole su convicción delirante de ser él mismo quien encarnaba al Héroe de Nietzsche, el Superhombre redentor de Alemania.
Mucho se ha escrito acerca de su odio hacia el pueblo judío. Se ha dicho que Hitler volcaba sobre los judíos su odio hacia todo el género humano; que reconocía en los judíos algunos de sus propios defectos, y que al odiar a los judíos se odiaba a sí mismo; que la violencia de su aversión provenía del temor de tener «sangre judía» en las venas.
Insisto: no me parecen explicaciones adecuadas. No me parece lícito explicar un fenómeno histórico cargando todas las culpas sobre un individuo (¡los ejecutores de órdenes horrendas no son inocentes!), y además siempre es arduo interpretar las motivaciones profundas de un individuo. Las hipótesis propuestas justifican los hechos sólo parcialmente, explican la calidad pero no la cantidad. Debo admitir que prefiero la humildad con que algunos historiadores entre los más serios (Bullock, Schramm, Bracher) confiesan no comprender el antisemitismo furibundo de Hitler y, detrás de él, de Alemania.
Quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: «comprender» una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros, tiene su racionalidad, lo «comprendemos».
Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también.
Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos. Todos deben saber, o recordar, que tanto a Hitler como a Mussolini, cuando hablaban en público, se les creía, se los aplaudía, se los admiraba, se los adoraba como dioses. Eran «jefes carismáticos», poseían un secreto poder de seducción que no nacía de la credibilidad o de la verdad de lo que decían, sino del modo sugestivo con que lo decían, de su elocuencia, de su arte histriónico, quizás instintivo, quizás pacientemente ejercitado y aprendido. Las ideas que proclamaban no eran siempre las mismas y en general eran aberraciones, o tonterías, o crueldades; y, sin embargo, se entonaban hosannas en su honor y millones de fieles los seguían hasta la muerte. Hay que recordar que estos fieles, y entre ellos también los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros natos, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir, como Eichmann, como Hoess, comandante de Auschwitz, como Stangl, comandante de Treblinka, como los militares franceses de veinte años más tarde, asesinos en Argelia, como los militares norteamericanos de treinta años más tarde, asesinos en Vietnam.
Hay que desconfiar, pues, de quien trata de convencernos con argumentos distintos de la razón, es decir de los jefes carismáticos: hemos de ser cautos en delegar en otros nuestro juicio y nuestra voluntad. Puesto que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta; es mejor renunciar a la verdad revelada, por mucho que exalten su simplicidad y esplendor, aunque las hallemos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor conformarse con otras verdades más modestas y menos entusiastas, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco y sin atajos por el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas v verificadas.
Es evidente que esta receta es demasiado simple como para cubrir todos los casos: un nuevo fascismo, con su retahíla de intolerancias, prepotencias y servidumbre, puede nacer fuera de nuestro país y ser importado, quizás en puntas de pies y haciéndose llamar con otros nombres; o puede desencadenarse dentro de casa con una violencia capaz de desbaratar todo reparo. Entonces los consejos de sabiduría ya no sirven y se debe encontrar la forma de resistir: también en esto, la memoria de lo sucedido en el corazón de Europa, y no hace mucho, puede servir de sostén y admonición.,



8. ¿Qué sería usted hoy si no hubiera estado preso en los Lager? ¿Qué siente cuando recuerda esa época? ¿A qué atribuye el haber sobrevivido?
Rigurosamente hablando, no sé ni puedo saber qué sería yo hoy si no hubiese estado en los Lager: ningún hombre conoce su futuro, y aquí se trataría justamente de describir un futuro que no tuvo lugar. Tiene cierto significado el intentar hacer previsiones (siempre groseras, por otra parte) sobre el comportamiento de una población, pero en cambio es extremadamente difícil, o imposible, prever el comportamiento de un individuo, aun en una escala de días. Del mismo modo, el físico sabe pronosticar con gran exactitud el tiempo que tardará un gramo de radio en reducir a la mitad su radiactividad, pero de ninguna manera es capaz de decir cuándo se desintegrará un átomo particular de ese gramo de radio. Si un hombre camina hacia una bifurcación del camino y no coge a la izquierda, es obvio que cogerá a la derecha; pero nuestras elecciones casi nunca son entre dos alternativas: luego, a cada elección suceden otras, todas múltiples, y así al infinito; finalmente, nuestro futuro depende mucho de factores externos, del todo ajenos a nuestras elecciones deliberadas, y de factores internos, pero de los que no somos conscientes. Por estas notorias razones no conocemos nuestro porvenir ni el de nuestro prójimo; por las mismas razones nadie puede decir cuál habría sido su pasado «si».
Una afirmación, sin embargo, puedo formular, y es ésta: si no hubiera vivido la temporada de Auschwitz, es probable que nunca hubiera escrito nada. No habría tenido motivo, incentivo para hacerlo: fui estudiante mediocre de italiano y pobre de historia, más me interesaban la física y la química, y además había elegido un oficio, el de químico, que nada tenía en común con el mundo de la palabra escrita. Fue la experiencia del Lager lo que me obligó a escribir: no tuve que luchar contra la pereza, los problemas de estilo me parecían ridículos, encontré milagrosamente tiempo para escribir sin jamás robar una hora a mi oficio cotidiano: me parecía tener este libro entero en la mente, sólo tenía que dejarlo salir y que descendiera al papel.
Ahora han pasado muchos años: el libro ha tenido muchas aventuras y se ha curiosamente interpuesto, como una memoria artificial, pero también como una barrera defensiva, entre mi tan normal presente y mi feroz pasado de Auschwitz. Lo digo con cierta vacilación, porque no quiero parecer cínico: recordar los Lager hoy no me provoca ninguna emoción violenta ni dolorosa. Al contrario: a mi experiencia breve y trágica de deportado se ha superpuesto esa otra mucho más larga y compleja de escritor-testigo, y la suma es claramente positiva; globalmente, este pasado me ha hecho más rico y seguro. Una amiga mía, que muy joven había sido deportada al Lager para mujeres de Ravensbrück, dice que el campo fue su universidad: creo poder afirmar lo mismo, es decir que viviendo y luego escribiendo y meditando acerca de aquellos hechos, he aprendido muchas cosas sobre los hombres y el mundo.
Tengo que precisar de inmediato que este éxito positivo fue suerte de muy pocos: de los deportados italianos, por ejemplo, sólo el cinco por ciento pudo regresar y, de ellos, muchos perdieron la familia, los amigos, los bienes, la salud, el equilibrio, la juventud. El hecho de haber sobrevivido y de haber vuelto indemne se debe en mi opinión a que tuve suerte. En muy pequeña medida jugaron los factores preexistentes, como mi entrenamiento para la vida en la montaña y mi oficio de químico, que me acarreó algún privilegio durante mis últimos meses de prisión. Quizás también me haya ayudado mi interés, que nunca flaqueó, por el ánimo humano y la voluntad no sólo de sobrevivir (común a todos), sino de sobrevivir con el fin preciso de relatar las cosas a las que habíamos asistido y que habíamos soportado. Y finalmente quizás haya desempeñado un papel también la voluntad, que conservé tenazmente, de reconocer siempre, aun en los días más negros, tanto en mis camaradas como en mí mismo, a hombres y no a cosas, sustrayéndome de esa manera a aquella total humillación y desmoralización que condujo a muchos al naufragio espiritual.


PRIMO LEVI
Noviembre de 1976

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