Cambio de Paradigma en el Orden internacional.
Publicado: Vie Sep 02, 2016 12:41 pm
Saludos cordiales.
Me he animado a exponer parte de la introducción del libro de Adam Tooze, "El Diluvio" en cuanto a las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, y sus efectos como una honda expansiva en cuanto a las relaciones internacionales, y especialmente en el papel de los EEUU como factor esencial en el devenir de los hechos que finalmente llevaron a la década violenta de los años 30. Me ha parecido una gran lectura y me ha hecho replantearme puntos de vista que creía claros, y sobre todo, coincido con el autor en la pertinencia de abordar la temática de su libro y enlazarlo con los hechos actuales, ¿por qué Occidente juega tan mal sus bazas?.
La violencia de la Primera Guerra Mundial tuvo un efecto transformador. En 1918, la PGM había hecho que se tambalearan los viejos imperios de Eurasia: el de los Romanov, el de los Habsburgo y el Otomano. China se veía desgarrada por una guerra civil, y a comienzos de los años veinte del siglo pasado, los mapas del este de Europa y de Oriente Medio habían sido trazados de nuevo. De la Gran Guerra nació un nuevo orden que prometía fundamentalmente la reconstrucción de las relaciones entre las grandes potencias, a saber, GB, Francia, Italia, Japón, Alemania, Rusia y Estados Unidos.
El impacto geoestratégico de dicha transferencia de poder fue impresionante. El nuevo orden que estaba a punto de surgir se definiría en gran medida por la presencia ausente de su elemento más determinante: la nueva potencia que era EEUU. Tras la PGM se cimentó un orden basado en dos tratados regionales: el pacto europeo de paz, iniciado en Locarno en octubre de 1925, y los Tratados del Pacífico firmados en la conferencia naval celebrada en Washington en 1921. Dichos acuerdos dieron consistencia a la paz que había quedado incompleta en Versalles en 1919. Venían a rellenar el cheque en blanco que fue la Sociedad de Naciones.
Para muchos este nuevo panorama era motivo de alegría, pero no para otros, principalmente en Alemania y en la naciente URSS, ya que constituía una amenaza para la memoria histórica. Superficialmente podría parecer que los acuerdos de paz de 1919 fomentaban la lógica de la autodeterminación soberana surgida en la historia de Europa a finales de la Edad Media. En el s. XIX dicha lógica había inspirado la formación de nuevas naciones – estado en los Balcanes, así como la unificación de Italia y de Alemania. Y había culminado en el desmoronamiento de los imperios otomanos, ruso y Austrohúngaro, pero aunque hubo proliferación de soberanías también se vaciaron de contenido. La Gran Guerra debilitó a todos los combatientes europeos de manera irreversible, incluso a los más fuertes y también a los que se alzaron con la victoria.
En 1919 Francia podía celebrar su triunfo sobre Alemania, pero lo cierto es que dicha guerra puso fin a las pretensiones de Francia de ser una potencia de rango internacional. En sólo 18 años Alemania de exigir un lugar destacado en el escenario mundial pasó a pleitear con Polonia por las fronteras de Silesia; para Italia la guerra la situó en el espejo de la mediocridad, e incluso el claro vencedor europeo como GB no logró imponerse como una potencia europea, sino como la cabeza de un imperio global. Los tiempos de GB como potencia europea se acabaron. En una era de poder mundial, la posición de Europa en términos políticos, militares y económicos había quedado irreversiblemente limitada.
La única nación que, aparentemente, había salido de la guerra incólume y mucho más poderosa había sido los EEUU, dicha sensación de superioridad respecto a Europa llevó a un analista tan irónico como Trostky a señalar que tenía la impresión de que la “Europa balcanizada” se encontraba, “con respecto a EEUU, en la misma posición” que otrora habían ocupado los países del sureste de Europa en relación con París y Londres durante los años anteriores a la Gran Guerra (L. Trotsky, “Is the eslonga “The United States of Europe” a Timely One?”, http://www.marxists.org/archive/Trostky ... -2/25b.htm).
A lo largo de los gobiernos de los años veinte, GB se enfrentó al hecho de que los EEUU constituían una potencia completamente distinta a todas las demás. Se había convertido, casi de repente, en un nuevo tipo de superestado ejerciendo su veto en los asuntos financieros y de seguridad nacional de los otros grandes estados del mundo. Estudiar y comprender la aparición de este nuevo orden constituye un objetivo de gran importancia histórica y es la línea troncal del libro de Adam Tooze, “El Diluvio”, y no se hace sencillo la lectura por la cantidad de interconexiones de diferentes escenarios diplomáticos debido a la especial forma en que el poder de los norteamericanos se manifestó. A comienzos del s. XX, los líderes de los EEUU no estaban comprometidos con la misión de reafirmar su país como una potencia militar allende los océanos. A menudo ejercían su influencia indirectamente, en forma de fuerza potencial latente, y no como una presencia visible e inmediata. No obstante, su dominio era muy real.
La lucha del resto del mundo para adaptarse a la nueva centralidad norteamericana, es lo que ha marcado buena parte del s. XX. Fue una lucha siempre multidimensional, esto es, económica, militar y política. Una lucha que comenzó durante la propia guerra y que se prolongó, una vez acabada la contienda, a lo largo de toda la década de 1920, y a mí, personalmente me ha abierto mucho la comprensión histórica de unos hechos y unos años que consideraba en segundo orden respecto a la Segunda Guerra Mundial, ya que hace entender mejor los orígenes de la Pax Americana que sigue definiendo nuestro mundo en la actualidad. La espectacular escalada de violencia que se desencadenó en las décadas de 1939 y 1940 ponía de manifiesto el tipo de fuerza contra la que creían rebelarse los propios insurgentes.
El factor común que impulsó a Hitler, a Stalin, a los fascistas italianos y a sus homólogos japoneses a emprender una acción tan radical fue precisamente el amenazador potencial que suponía para ellos el futuro dominio de la democracia capitalista norteamericana. Sus enemigos eran a menudo invisibles e intangibles, y a menudo les atribuían unas intenciones conspiratorias que envolvían al mundo en una red de influencias malignas. Evidentemente, semejantes ideas eran en buena parte disparatadas, pero para entender la forma que la política ultra violenta del período de entreguerras se incubó en la PGM y en los años posteriores, tenemos que tomarnos muy en serio esa dialéctica de orden e insurgencia. Nuestra comprensión de movimientos como el fascismo o el comunismo soviético será muy parcial si los normalizamos como expresiones habituales de la corriente racista e imperialista de la historia moderna de Europa, o si contamos su historia retrospectivamente desde el vertiginoso momento de los años 1940 – 1942, cuando se imponían victoriosamente en toda Europa y Asia, y el futuro parecía pertenecerles.
Los líderes de la Italia fascista, de la Alemania nacionalsocialista, del Japón Imperial y de la URSS se consideraban a sí mismos insurgentes radicales contra un orden mundial opresivo y poderoso. Al margen de las bravuconerías de la década de 1930, básicamente lo que pensaban de las Potencias Occidentales no era que eran débiles sino perezosas e hipócritas, sabían del poder de las Potencias Occidentales que habían aplastado al imperio alemán y que amenazaban con perpetuar un status quo. Prevenir dicha visión opresiva para los países insurgentes es la historia de entreguerras, y requirió un tremendo esfuerzo a los países insurgentes acompañado de un enorme peligro. Es la historia de Europa y del Mundo entre 1916 y 1931.
¿Cuáles eran los elementos fundamentales sobre lo que se sostenía ese nuevo orden que parecía tan opresivo a sus enemigos potenciales? El nuevo orden tenía tres elementos principales; autoridad moral, un poder militar que lo respaldaba y supremacía económica. Puede que la PGM, empezara como un choque de imperios, la típica guerra entre potencias, pero terminó convertida en un conflicto con una carga moral y política mucho mayor; con la victoria de una coalición que se autoproclamaba adalid de una cruzada en pro de un orden mundial (Para ver los objetivos políticos de cada Potencia en la PGM, veáse H. Strachan, The First World War (Londres, 2003). Encabezada por un presidente norteamericano, la “guerra para acabar con todas las guerras” se desarrolló y se ganó para defender el imperio del derecho internacional y acabar con la autocracia y el militarismo.
Lo cierto es que esa moralización y esa politización de los asuntos internacionales fueron una apuesta muy arriesgada. Desde los tiempos de las guerras de religión del siglo XVII, la interpretación convencional de lo que era la política y el derecho internacionales había levantado un muro entre la política exterior y política interior. La moralidad de la época y las concepciones nacionales de lo que era el derecho no tenían cabida en el mundo de la diplomacia y la guerra de las grandes potencias. Con la apertura de brechas en ese muro, los arquitectos de la nueva “organización mundial” eran bastante conscientes de que jugaban al juego de los revolucionarios.
El cambio de régimen se había convertido en una condición previa para entablar cualquier negociación de un armisticio. Esa exigencia no se conocía en el pasado, Versalles criminalizó al Káiser, culpándolo de la guerra. Wilson y la Entente dictaron una sentencia de muerte contra el imperio otomano y el de los Habsburgo, pero ¿qué daba a la Entente el derecho a dictar leyes morales de esa forma, a imponer un nuevo orden internacional?, ¿acaso la declaración de una paz perpetua no implicaba un compromiso profundamente conservador de mantener un statuo quo, independientemente de su legitimidad?. Estar en el bando de GB, Francia o EEUU podría resultar fácil, pero qué ocurriría – como se preguntaba un historiador alemán - cuando uno se encontraba entre los que no tenían voz ni voto, entre las castas inferiores del nuevo orden?. (F. Meinecke, Machiavellism: The Doctrine of Raison d`État and its place in Modern History, trad. Ing. De Douglas Scott (New Haven, CT, 1957), p. 432.).
Para los conservadores la única respuesta satisfactoria era viajar hacia atrás en el tiempo, exigían que el tren liberal de la organización internacional moralista cambiara de dirección y que los asuntos internacionales volvieran a la visión idealizada de un ius publicum europaeum en el que los participantes de las potencias europeas convivían unos con otros en una anarquía sin reprobaciones ni jerarquías (C. Schmitt, The Nomos of the Eart in the International Law of the Jus Publicum Europaeum – Nueva York, 2006). Esa era una visión mítica de la historia, que poco tuvo que ver con lo que ocurría en el s. XVIII, y XIX.
Ese fue la profunda carga de profundidad que llevaba implícito el mensaje de Bethmann-Hollweg al Reichstag en la primavera de 1916. Una vez terminada la PGM no habría vuelta atrás, el reloj no se podía parar, y nació o pretendió nacer un nuevo orden internacional, una era de un nuevo tipo de conformidad. La otra cara de la moneda, era la insurgencia, personificada inmediatamente después de la guerra por Benito Mussolini.
En vez de un regreso a un Ancien Régime imaginario, Mussolini ofrecía la promesa de una escalada mayor de las tensiones. Lo que volvió a levantar cabeza con esta politización de los asuntos internacionales fue el tipo de conflicto irreconciliable de valores que había hecho de las guerras de religión del s. XVII unos enfrentamientos tan violentos y mortíferos. En vista de los horrores que había acarreado la PGM, o bien reinaba una paz perpetúa o bien estallaba una guerra todavía más radical. Ese riesgo no sólo se basaba en un choque de ideologías o resentimientos, sino dependerían de la plausibilidad del orden moral que se pretendía imponer, de las posibilidades que tuviera de ganarse la aceptación general por méritos propios, y de las fuerzas congregadas para mantenerlo.
A partir de 1945, durante la guerra fría global entre los EEUU y la URSS, el mundo sería testigo de la lógica de la confrontación llevada a sus máximos extremos. Dos coaliciones globales, proclamando con absoluto aplomo ideologías contrapuestas, provistas las dos de grandes arsenales nucleares amenazaron a la humanidad con una extinción similar a los dinosaurios. Hay un gran número de historiadores que quieren ver los años 1918 – 1919 un precursor de la guerra fría, con Wilson poniéndose a la defensiva contra Lenin, pero dicha interpretación pasa por alto un hecho: en 1919 no había nada semejante a la simetría imperante en 1945. (A. J. Mayer, Wilson vs Lenin: Political Origins of the New Diplomacy, 1917-1918, NY, 194).
En noviembre de 1918 no solo Alemania estaba de rodillas, sino que también lo estaba Rusia. En 1919, el equilibrio de la política mundial guardaba un parecido mayor con el momento unipolar del año 1989 que con el mundo dividido de 1945. El hecho de que la idea de un reordenamiento del mundo en torno a un único bloque de poder y un conjunto de valores liberales occidentales pareciera una especie de inicio de histórico radical es precisamente lo que convierte el resultado de la Primera Guerra Mundial en algo tan espectacular.
Las potencias Centrales sólo consiguieron imponerse realmente contra Rusia. En el frente Occidental, desde 1914 hasta el verano de 1918, el resultado que obtuvieron fue verdaderamente frustrante, y especialmente por el factor del equilibrio del material militar. A partir del verano de 1916, cuando el ejército británico puso a disposición del campo de batalla europeo una gran línea de abastecimientos que iba de un extremo a otro del Atlántico, sería simplemente una cuestión de tiempo que se lograra revertir cualquier superioridad local alcanzada por las Potencias Centrales.
Se habla mucho del Tratado de Versalles y de su dureza con Alemania y los países perdedores, pero en noviembre de 1921, el llamado Tratado de Washington fue el primer intento de definir un orden global por los norteamericanos en unos términos cuya dureza no tenía precedentes, no había ninguna ambigüedad como en Versalles, ni tampoco ninguna de las tergiversaciones del pacto de la Sociedad de Naciones. Las raciones de poder geoestratégico se fijaron en una proporción de 10, 10, 6, 3, 3, respectivamente en cuanto a la capacidad de poseer acorazados. En la cúspide estaban GB y EEUU, que ostentaban el mismo estatus como únicas potencias verdaderamente globales con una presencia militar en todos los mares. Japón ocupaba el tercer puesto, como potencia de un solo océano, confinada al Pacífico. Francia e Italia fueron relegadas a la costa del Atlántico y del Mediterráneo. Ningún otro estado fue incluido en la balanza, aparte de esos cinco.
La participación de Alemania y Rusia en la conferencia ni siquiera fue tenida en cuenta. Ese fue el resultado, al parecer, de la PGM: un orden internacional que todo lo abarcaba y en el que el poder estratégico era detentado más férreamente de lo que lo detentaron las armas nucleares. Supuso un giro radical en los asuntos internacionales, señaló Trotsky, análogo al que había supuesto la revisión de la cosmología universal emprendida por Copérnico. (L. Trotsky, “Europe and America”, febrero de 1924, http: //marxists.org/archive/Trotsky/1926/02/europe.htm).
La conferencia naval de Washington constituyó una poderosa manifestación de la fuerza que iba a respaldar al nuevo orden internacional, pero en 1921 ya había algunos que se preguntaban si los grandes “castillos de acero” de la era de los acorazados eran realmente las armas del futuro, independientemente de su utilidad militar, los acorazados eran un símbolo del poder global más costosos desde el punto de vista económico, y también los más sofisticados desde el punto de vista tecnológico. Solo los países más ricos podían permitirse el lujo de poseer flotas de combate y operar con ellas. EEUU ni siquiera construyó toda su cuota de naves, bastaba con que todo el mundo fuera consciente de que podía hacerlo si quisiera. La economía era el medio fundamental del poderío norteamericano y la fuerza militar era solo una consecuencia.
En la época de la conferencia naval de Washington de noviembre de 1921, el gobierno británico debía al contribuyente norteamericano cuatro mil quinientos millones de dólares, Francia tres mil quinientos millones e Italia mil ochocientos millones. La balanza de pagos de Japón sufría un grave deterioro y buscaba ansiosamente apoyos a través de J. P. Morgan. Al mismo tiempo, diez millones de ciudadanos soviéticos conseguían sobrevivir gracias a la ayuda norteamericana contra el hambre. Ninguna otra potencia había ejercido antes un dominio económico global semejante. Desde comienzos del s. XIX, el imperio británico había sido la unidad económica más grande del mundo. En 1916, el año de Verdún y del Somme, la producción conjunta del imperio británico se vio superada por la de los EEUU. A partir de entonces, y hasta comienzos del s. XXI, el poder económico norteamericano sería el factor decisivo en la creación del orden mundial.
Un sector historiográfico británico, con Paul Kennedy a la cabeza (Auge y Caida de los Imperios) ha presentado la historia de los s. XIX y XX como un relato de una transición del poder, donde los EEUU heredaron el poder y la hegemonía ostentada anteriormente por los británicos. Es una idea que puede inducir al error por cuanto sugiere una continuidad de los problemas del orden mundial y de los medios para corregirlos. Los problemas del orden mundial que planteó la PGM fueron totalmente distintos de los que había podido surgir anteriormente; ni GB, ni EEUU ni ningún otro país habían tenido que afrontar nunca asuntos de tal envergadura. Pero, por otra parte, el poder económico de los norteamericanos era cualitativa y cuantitativamente muy distinto del que hubiera podido desplegar nunca GB.
La preponderancia económica británica había venido desarrollándose dentro del sistema mundial creado por su propio Imperio, extendiéndose desde el Caribe hasta el Pacífico, expandiéndose a través del libre comercio, los movimientos migratorios y la exportación de capital a lo largo y ancho de una vasta extensión “informal” (J. Darwin, Empire Project: The Rise and Fall of the British World-System, 1830 – 1970, Cambridge, 2009).
El imperio británico creó la matriz para el desarrollo de todas las demás economías que a finales del s. XIX constituían la frontera en constante avance de la globalización. Enfrentados a la aparición de importantes competidores nacionales, algunos técnicos del imperio, defensores de una GB todavía más grande, empezaron a ejercer presión para conseguir que ese conglomerado heterogéneo pasara a formar un único bloque económico cerrado. Pero gracias a la arraigada cultura británica del libre comercio, el imperio solo adoptaría un sistema arancelario preferencial en medio del desastre que supuso la Gran Depresión. EEUU, y no el imperio británico, representaba todo lo que anhelaban los paladines de la preferencia imperial. Empezaron siendo un conjunto heterogéneo de asentamientos coloniales que a comienzos del s. XIX habían evolucionado hasta convertirse en un imperio en expansión y sumamente integrador. A diferencia del imperio británico, la República Norteamericana pretendía que sus nuevos territorios del oeste y del sur quedaran plenamente incorporados a su Constitución federal.
Dada la división existente en las bases originales de su Constitución del s. XVIII entre el norte abolicionista y el sur esclavista, este proyecto integrador estuvo lleno de peligros. En 1861, apenas un siglo después de su nacimiento, la política en rápida expansión de EEUU desembocó en una guerra civil terrible. Fue su Guerra Mundial en cuanto a bajas. Cuatro años más tarde, la Unión había podido ser preservada, pero a un precio similar al que tendrían que pagar posteriormente los principales países beligerantes de la PGM. Apenas 50 años después, en 1914, la clase política norteamericana estaba formada por hombres cuya infancia se había visto marcada por aquel espantoso recuerdo de derramamiento de sangre. Lo que estaba en juego en la política de paz de la Casa Blanca de Wilson solo puede comprenderse si somos conscientes de que el vigesimoctavo presidente de los EEUU dirigía el primer gabinete de demócratas sureños que gobernaba el país desde la guerra de Secesión. Las críticas que se suelen hacer a los EEUU respecto a su política exterior post-Versalles deberían tener presente el recuerdo de sus bajas en su guerra civil.
Los EEUU se habían forjado a sí mismo a un precio terrible y se habían convertido en algo desconocido hasta ese momento. Ya no era el imperio voraz y expansivo que querían extenderse hacia el oeste, pero tampoco era el ideal neoclásico de “ciudad asentada sobre un monte” de Thomas Jefferson. Eran una república federal perfectamente consolidada y de tamaño continental, un estado – nación de proporciones descomunales. Entre 1865 y 1914, beneficiándose de los mercados y de las redes de transportes y de comunicación del sistema británico en el mundo, la economía nacional de EEUU creció con más rapidez que cualquier otra economía hasta entonces. Desde su posición privilegiada en las costas de los dos océanos más grandes del mundo, tenía la pretensión y la capacidad singular de ejercer una influencia global. No fue una simple sucesión de la hegemonía británica a la norteamericana, fue un cambio de paradigma, que coincidió con la adopción por parte de EEUU de una visión peculiar del orden mundial.
Tras haberse formado como un estado-nación de alcance global mediante un proceso de expansión agresivo y de envergadura continental, pero que había evitado entrar en conflicto con otras potencias, Norteamérica, adoptó una postura estratégica muy distinta de las de otras potencias más antiguas como GB o Francia, y de la de los países convertidos en competidores recién llegados, como Alemania, Japón o Italia. Mientras hacía su aparición en la escena mundial a finales del s. XIX, EEUU se dio cuenta de que su interés consistía en poder fin a la intensa rivalidad internacional que desde la década de 1870 venía determinando una nueva era de imperialismo global. Es cierto que en 1898 la clase política norteamericana vivió con emoción su peculiar incursión en el ámbito de la expansión ultramarina durante la guerra de Cuba contra España, pero tras enfrentarse a la realidad del dominio imperial en Filipinas, dicho entusiasmo pronto se desvaneció y se impuso una lógica estratégica más fundamental.
EEUU no podía estar separado del mundo del s. XX, el afán de construir una gran armada sería el eje principal de la estrategia militar norteamericana hasta la aparición del concepto de fuerza aérea estratégica. EEUU se aseguraría de que sus vecinos del Caribe y de Centroamérica permanecieran en orden, manteniendo vigente la Doctrina Monroe, esto es, proteger el hemisferio occidental de cualquier intervención extranjera. Había que prohibir el acceso a otras potencias. EEUU podría tener bases y puestos militares donde proyectar su poder, pero de lo que sin duda podía prescindir era de un popurrí de posesiones coloniales problemáticas. En este punto tan simple como importante radicada la diferencia fundamental entre EEUU continental y el llamado “imperialismo liberal” de GB.
La verdadera lógica del poder norteamericano se puso claramente de manifiesto entre 1899 y 1902 en las tres “Notas” con las que el secretario de Estado John Hay marcó por primera vez la llamada política de “Puertas abiertas” como base de un nuevo orden internacional y proponían un principio engañosamente simple: igualdad de acceso a mercancías y a capital. Pero es importante tener claro qué no eran. Las Puertas Abiertas no constituían un llamamiento al libre comercio, los EEUU eran claramente proteccionistas y no venían con buenos ojos la competencia en sí misma. Una vez abiertas las puertas, sí creían que sus exportadores y banqueros barrerían a sus rivales, pero los EEUU no tenían interés en desestabilizar la jerarquía racial imperial ni su segregacionismo global basado en el color de la piel. El comercio y las inversiones económicas requerían orden, no revolución.
Hacia lo que iba dirigido la estrategia norteamericana era hacia la supresión del imperialismo, entendido no ya como expansión colonial productiva o como dominio racial, sino como la rivalidad “egoísta” y violenta de Francia, GB, Alemania, Italia, Rusia y Japón, que amenazaban con dividir un único mundo en esferas segmentadas de influencia. Se trataba de un programa de política exterior antimilitarista y post-imperialista destinado a un país convencido de su influencia global desde la distancia valiéndose de los medios propios del poder blando, como por ejemplo, la economía y la ideología (V. Grazia, Irresistible Empire: America`s Advance Through Twentieth-Century Europe (Cambridge, MA, 2005).
Lo que no explicó Wilson era cómo lograr dicho objetivo. Cuando Wilson puso a su país en el primer plano de la política mundial en 1916, su objetivo no era asegurarse de que la Gran Guerra la ganara el bando correcto, sino que ninguna de las partes en conflicto se alzara con la victoria, solo una “paz sin victoria”, el objetivo anunciado en un discurso sin precedentes pronunciado ante el Senado en enero de 1917, podía garantizar que EEUU se convirtiera en el verdadero árbitro indiscutible de los asuntos internacionales. El libro de Adam Tooze incide y demuestra que, a pesar del fracaso de esa política, y a pesar de la participación a regañadientes de los EEUU en la PGM, ese seguirá siendo el objetivo fundamental de Wilson y sus sucesores hasta bien entrada la década de 1930. Y es aquí donde podemos plantear la - siguiente cuestión: ¿Por qué las cosas salieron tan rematadamente mal, si EEUU tenía la intención de establecer un mundo de Puertas Abiertas y contaba con formidables recursos para alcanzar su objetivo?.
El historiador E. Hobsbawm, en su libro Age of Extremes, ofrece la visión clásica del descarrilamiento del liberalismo en el periodo de entreguerras, pero Tooze da un paso más fijando su aspecto en cuestiones como ¿hasta qué punto los vencedores impusieron realmente su dominio en la PGM encabezados por GB y EEUU?. En vista de lo ocurrido en la década de los años 30 es un asunto que suele olvidarse con facilidad. Antes de que se produjera el fracaso de la conferencia de paz de Versalles, ya había voces que la pronosticaban, presentaban a Wilson como un héroe trágico, como un hombre que trataba en vano de liberarse de las maquinaciones del “Viejo Mundo”. Dicha distinción era fundamental para su argumentación, pero al final, Wilson sucumbió ante las fuerzas de ese Viejo Mundo con los imperialistas británicos y franceses a la cabeza. El resultado fue una paz “mala” que, en su momento fue repudiada en el Senado y buena parte de la opinión pública. La acción de retaguardia emprendida por el viejo orden no solo bloqueó el camino hacia la reforma, sino que, con ello, abrió las puertas a una serie de demonios políticos todavía más violentos. De repente Wilson se vio enfrentado a Lenin en un anticipo de guerra fría.
El fantasma del comunismo animó a su vez a la extrema derecha. Primero en Italia y luego a largo plazo y ancho del viejo continente, y de manera más espectacular en Alemania, el fascismo se puso en primer plano. La violencia y un discurso cada vez más radicalizado y antisemita durante el período de crisis de 1917 – 1921 fuero un inquietante presagio de los horrores aún mayores que se vivirían en los años 40. De este desastre el único responsable era realmente el “Continente Tenebroso”, la llamada “Europa Negra” en palabras del historiador M. Mazower.
Es un argumento poderoso en la historiografía y tuvo gran importancia porque llegó a marcar parte de la política que había de seguirse a partir del inicio del s. XX por los EEUU, las posturas de los gobiernos de Wilson y sus sucesores republicanos hasta Hoover se vieron marcadamente modeladas por esa percepción de la historia de Europa y de Japón. Es un relato crítico, no sólo atractivo para los norteamericanos sino para parte de los europeos, ya que a los radicales liberales, a los socialistas y a los socialdemócratas de GB, Francia, Italia y Japón, Wilson les proporcionó muchos argumentos para que pudieran utilizarlos en sus países contra sus adversarios políticos. Pero fue en realidad durante la PGM y los años posteriores cuando Europa al mirarse en el espejo norteamericano se dio cuenta de su debilidad y atraso, una consideración que se impondría con más fuerza aún después de 1945.
Pero esta visión histórica de un Continente Tenebroso que se resistía violentamente a las fuerzas del progreso histórico esconde peligros para los historiadores. El desolador fracaso del wilsonianismo ha dejado huella. La interpretación wilsoniana de la historia del período de entreguerras satura por casi completo las fuentes históricas.
Efectivamente se produjo un cambio de paradigma fundamental en los asuntos internacionales, y los términos de esa traslación eran dictados por los EEUU, con GB actuando voluntariamente como ayudante. Si entre bambalinas había una dialéctica de radicalización que iba a abrir de par en par las puertas de la historia a la insurgencia extremista era algo que, al menos hasta 1929 no estaba claro. Fue necesario una segunda crisis, como la Gran Depresión para desencadenar la avalancha de insurgencias. En cuanto los extremistas vieron la oportunidad, fue precisamente la idea de que estaban enfrentándose a unos adversarios poderosos lo que avivó la violencia y la energía mortífera de su ataque contra el orden de posguerra.
Hay otra corriente histórica interpretativa del desastre del periodo de entreguerras que es la escuela de la “crisis de la hegemonía” ( P. Kindleberger, The World in Depression: 1929 – 1939. Berkeley, CA, 1973; R. Gilpin, “The Theory of Hegemonic War”, The Journal of Interdisciplinary History 18 nº 4 (primavera de 1988), pp. 591 – 613). Dicha escuela se pregunta no ya por qué encontró resistencia la principal iniciativa del poder norteamericano sino por qué no se impusieron los vencedores, los que ostentaban una preponderancia de poder justo al término de la Gran Guerra. Al fin y al cabo, su superioridad no era imaginaria. Su victoria en 1918 no fue casualidad. En 1945, una coalición similar de fuerzas infligiría una derrota todavía más contundente a Italia, Alemania y Japón. Es más, a partir de 1945 EEUU, dentro de su esfera de influencia, procedió a organizar un orden político y económico sumamente satisfactorio y eficaz (J. Ikenberry, After Victory: Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order after Major Wars (Princeton, NJ, 2001). Así, ¿qué salió mal después de 1918?, ¿por qué Occidente no juega mejor sus bazas?, ¿Dónde está la capacidad de dirección y liderazgo?.
Ante estas dos opciones explicativas básicas – la escuela del “Continente Tenebroso” por un lado y la del “fracaso de la hegemonía liberal” por otro – el libro de Adam Tooze ofrece una síntesis, aunque no se limita a mezclar elementos de ambas tendencias, sino abrir el debate histórico, la argumentación histórica a una tercera posibilidad o cuestión, y es que ambas escuelas tienden a ignorar la novedad radical de la situación a la que se enfrentaron los líderes del mundo a comienzos del s. XX.
Este punto débil está implícito en la tosca dicotomía “Nuevo Mundo, Viejo Mundo” establecida por la interpretación del Continente Tenebroso, que atribuye la novedad, la apertura y el progreso a las fuerzas externas, ya sean los EEUU o la URSS revolucionaria, y se identifica al imperialismo como reminiscencia del Viejo Mundo o un Antiguo Régimen, una época que en algunos casos se considera que se remonta a los tiempos del absolutismo. Los desastres del s. XX son atribuidos a la herencia o al peso del pasado. El modelo de la crisis de la hegemonía, tal vez, interpreten la crisis del periodo de entreguerras de manera distinta, pero resulta incluso más dramática en su recorrido y no valora correctamente en reconocer que los primeros años del s. XX probablemente fueran, en realidad, una época de verdaderas novedades.
Las versiones más drásticas han interpretado que la economía mundial capitalista ha dependido – desde sus comienzos en el s. XVI – de un poder central estabilizador, ya fuera el de las ciudades – estado italianas, el de la monarquía de los Austrias, el de la República Holandesa o el de la Marian Real de la Inglaterra Victoriana. Los intervalos que marcaron el paso de una hegemonía a otra fueron invariablemente período de crisis. La crisis del periodo de entreguerras no fue más que el último de esos hiatos, el intervalo del paso de la hegemonía británica a la hegemonía norteamericana.
Pero, como observaron rápidamente, los observadores de la época, la intensa competición “política mundial” en la que se enzarzaron las grandes potencias a finales s. XIX no era un sistema estable de rancio abolengo (J. Hobson, Imperialismo: un Estudio). No venía avalada por una tradición dinástica ni por una estabilidad natural intrínseca. Era explosiva, y peligrosas, y en 1914 apenas tenía unas pocas décadas de antigüedad. Lejos de pertenecer al léxico de un Antiguo Régimen, el término imperialismo era un neologismo cuyo uso solo empezó a extenderse a partir más o menos del año 1900. Venía a mostrar una perspectiva nueva de un fenómeno también nuevo: la remodelación de la estructura política de todo el planeta bajo unas condiciones de competición totalmente desinhibida en el campo militar, económico, político y cultural. Así pues, los dos modelos, el del “Continente Tenebroso”, y el del “fracaso hegemónico” se basan en una premisa errónea. El imperialismo global moderno era una fuerza nueva y radical, no una reliquia del Viejo Mundo. Análogamente, el problema que suponía establecer un orden mundial hegemónico “después del imperialismo” no tenía precedente.
La envergadura del problema del orden mundial en su forma moderna se le vino encima por primera vez a GB en las últimas décadas del s. XIX, cuando su enorme sistema imperial tuvo que enfrentarse a desafíos provenientes del centro de Europa, del Mediterráneo, de Oriente Próximo, del subcontinente indio, de la enorme extensión de Rusia y de Asia central y oriental. Fue el sistema mundial de GB el que había unido todos esos teatros de operaciones, y el que condujo a la sincronía global de sus respectivas crisis. La Gran Guerra dejó debilitada a GB para ni siquiera controlar las previsibles crisis que se le presentarían, y dejó un legado económico y político global completamente nuevo, pero sin un modelo histórico de hegemonía mundial con el que arreglarlo. Nunca se había visto la historia imperial británica tan envuelta en la historia mundial – y viceversa – en un enredo que se prolongó forzosamente durante el período de entreguerras, y pusieron a la vista de todo el mundo los límites de la capacidad hegemónica de GB. Sólo había una potencia, si acaso, capaz de desempeñar ese papel, un papel por lo demás nuevo, que ninguna nación se había atrevido nunca a desempeñar en serio: EEUU.
Cuando Wilson fue a Europa en 1918, la extensión del desorden al que se enfrentaban las principales potencias una vez acabada la PGM era tremenda. A lo largo y ancho de Eurasia, la guerra había creado un vacío sin precedentes. De los antiguos imperios, solo el de China y el de Rusia sobrevivirían. El estado soviético fue el primero en recuperarse. La amenaza de la revolución bolchevique ha sido utilizada como un bálsamo exculpatorio por las derechas conservadoras, aunque sin duda presente en las mentes de los conservadores de todo el mundo a partir de 1918, pero se trataba de un temor a la guerra civil y al desorden anárquico, y era en gran medida una amenaza fantasma. No era en absoluto comparable con la abrumadora presencia militar del Ejército rojo de Stalin en 1945, ni siquiera con la influencia estratégica de la Rusia zarista antes de 1914. El régimen de Lenin sobrevivió a la revolución, a la derrota a manos de los alemanes y a la guerra civil, por los pelos. El comunismo se pasó la década de 1920 a la defensiva, y aún cabría discutir que EEUU y la URSS estuvieran en condiciones de igualdad en 1945, pero una generación antes, tratar a Wilson y a Lenin como iguales implica no reconocer uno de los rasgos realmente determinantes de la situación: el dramático derrumbamiento del poder de Rusia. En 1920 Rusia parecía tan débil que la República Polaca con apenas dos años de existencia, decidió que había llegado la hora de emprender una invasión. El ER fue suficientemente fuerte para repeler el ataque, pero cuando atacaron hacia el oeste, sufrieron una derrota aplastante a las puertas de Varsovia. El contraste con la época del pacto entre Hitler y Stalin y los tiempos de la guerra fría difícilmente puede ser más acusado.
Dado el sorprendente vacío de poder reinante en toda Eurasia, desde Pekín hasta el Báltico, no es raro que los exponentes más agresivos del imperialismo en Japón, Alemania, GB e Italia vieran una oportunidad de oro. Pero por violentas que fueran las declaraciones y sus discursos bélicos no podemos dejar de reconocer que hasta personajes como Ludendorff no se dejaban engañar pensando que sus grandiosos proyectos de remodelación total de Eurasia eran una expresión de la política tradicional. Justificaban la envergadura de sus ambiciones aduciendo precisamente que el mundo estaba cambiando y entrando en una nueva fase radical, hombres como Ludendorff, Gotó Shinpei en Japón, no eran exponentes de ningún tipo de “Antiguo Régimen”. A menudo se mostraron sumamente críticos con los tradicionalistas que, en nombre del equilibrio y la legitimidad, no se atrevían a aprovechar la oportunidad histórica. Lejos de ser típicos exponentes del Viejo Mundo, los adversarios más violentos del nuevo orden mundial liberal eran innovadores futuristas.
Aunque Wilson fue derrotado, también es cierto que los imperialistas fueron superados, dado que incluso antes de la guerra cualquier programa de expansión verdaderamente grandioso se había quedado expuesto claramente ante todos. Los imperialistas japoneses protestaban por la tibieza de su gobierno ante China, y aunque los británicos fueron los que más éxito tuvieron en su expansión por Oriente Medio fue la excepción que confirma la regla. En medio de las rivalidades con los franceses, la región entera quedó sumida en el caos y fueron la PGM y sus consecuencias en Oriente Medio la rémora estratégica que sigue constituyendo Oriente Medio hoy en día. Pero para GB, la principal línea o política a seguir fue la de la retirada, la autonomía y el autogobierno, a regañadientes pero inequívocamente iban en esa dirección.
Los antiguos imperialistas estaban llegando a la conclusión de que debían buscar nuevas estrategias apropiadas para los nuevos tiempos, después de una época de imperialismo, hombres como Stresemann llevaron a Alemania a una nueva relación de cooperación con las potencias de la Entente y con EEUU; el ministro de exteriores Austen Chamberlain, compartió con Stresemann el premio Nóbel de la Paz, por sus esfuerzos en alcanzar un acuerdo satisfactorio que garantizara la paz en Europa. El tercer premiado con el Nobel de la Paz fue Briand, por su participación en el pacto de Locarno, antiguo socialista y que dio nombre al pacto, firmado en 1928, que condenaba la guerra como medio de solución de problemas internacionales. Todos ellos volvieron su mirada hacia los EEUU, como elemento clave para el establecimiento de un nuevo orden. Estos individuos fueron a menudo exponentes ambiguos del cambio, divididos entre su apego personal a las viejas formas de hacer política y lo que, a su juicio, eran los imperativos de una nueva era.
Resulta tentador identificar la nueva atmósfera de los años veinte con la “sociedad civil”, con el sinfín de ONG internacionalistas y pacifistas que surgieron al término de la PGM, aunque la tendencia a identificar una empresa ética innovadora con las asociaciones internacionales en pro de la paz reafirman los estereotipos más habituales que hablan de la persistencia recalcitrante de los impulsos imperialistas en el corazón mismo del poder. El libro de Adam Tooze sitúa el cambio en los cálculos de poder dentro de la propia maquinaria del gobierno, no fuera de ella, en la interacción entre fuerza militar, economía y diplomacia. En este sentido el caso más evidente fue el de Francia, la más difamada de las potencias del Viejo Mundo. A partir, de 1916, París, en vez de seguir siendo presa de viejos rencores, se puso por objetivo forzar una nueva alianza atlántica, orientada a Occidente, con GB y EEUU. Se liberaría así de los odiosos vínculos con la autocracia zarista en los que había venido basándose desde finales s. XIX a cambio de una dudosa promesa de seguridad. La búsqueda de dicha alianza atlántica se convirtió en la nueva preocupación de la política francesa que a partir de 1917 unión a personajes como Clemenceau y Poincaré.
En Alemania dominaba la escena la figura de Gustav Stresemann, el gran estadista del período de estabilización de la República de Weimar. Y a partir de la grave crisis del Ruhr en 1923, Stresemann desempeñaría indudablemente un papel trascendental en el establecimiento de una orientación pro occidental en su país, la fuerza política que sostuvo todas sus iniciativas fue una coalición parlamentaria de amplia base con la que al principio Stresemann había estado en franco desacuerdo. Las tres formaciones que integraban dicha coalición, los socialdemócratas, los democristianos y los liberales progresistas eran las tres principales fuerzas democráticas del Reichstag de preguerra, y lo que les unió en junio de 1917 bajo del liderazgo de Erzberger fue la desastrosa campaña de guerra submarina contra los EEUU. La primera prueba de fuego que tuvo que afrontar su nueva política se produjo ya en el invierno de 1917 – 1918 cuando Lenin pidió la paz, y la coalición del Reichstag hizo todo lo posible por cambiar la dirección del temerario expansionismo de Ludendorff y modelar la que esperaban que fuera una hegemonía legítima, y por lo tanto, sostenible en el este de Europa. El famoso tratado de Brest-Litovsk adquiere una importancia comparable al Tratado de Versalles, no por su revanchismo, sino porque fue una “buena paz malograda”.
Lo que marcó en Alemania la discusión acerca de la paz victoriosa de Brest-Litovsk es el hecho de que en todo momento pivotó no solo en torno a los asuntos de orden interno, sino también alrededor de su política exterior. Fue la negativa del régimen del Kaiser a cumplir sus promesas de reformas nacionales y a crear una diplomacia viable la que abonó el terreno para los cambios revolucionarios que se producirían en el otoño de 1918.
En este nexo entre política nacional y política exterior, y en la elección entre insurgencia radical y conformidad, hay notables paralelismos a comienzos del s. XX entre la situación de Alemania y la de Japón. Ante la amenaza de una subordinación total a las potencias extranjeras a mediados del s. XX, y obligado a enfrentarse a Rusia, Gran Bretaña, China y EEUU como rivales potenciales, Japón decidió responder tomando la iniciativa y emprendió reformas internas y de agresión al exterior. Esta fue la tendencia más conocida, pero suele olvidarse que dicha política se vio contrarrestada en todo momento por la búsqueda de seguridad mediante la imitación, alianza y cooperación. Ello se consiguió en primer lugar a través de una asociación con GB en 1902 y luego mediante la búsqueda de un modus vivendi estratégico con EEUU. Mientras las potencias Occidentales pudieran controlar el desarrollo de la economía mundial sin involucrarse y asegurar la paz en el este asiático, los liberales japoneses llevarían ventaja, si ese marco se rompía, serían los militaristas imperialistas los que aprovecharan la situación.
El resultado de esta reinterpretación es opuesto al del relato del Continente Tenebroso: la violencia de la Gran Guerra no desembocó, en primera instancia, en el dualismo propio de la guerra fría de dos proyectos contrapuestos, uno norteamericano y otro soviético, ni en la visión igualmente anacrónica de una competición a tres bandas entre la democracia norteamericana, el fascismo y comunismo. Lo que la guerra provocó fue una búsqueda multilateral y policéntrica de estrategias de pacificación y apaciguamiento. Y en esta empresa los cálculos de todas las grandes potencias giraron en torno a un factor clave: EEUU.
Era ese conformismo lo que exasperaba a Hitler, que siempre esperó una alianza entre GB y Alemania para enfrentarse al poder norteamericano, pero pese a la palabrería tory de la década de 1920, no había muchas perspectivas de que se produjera una confrontación angloamericana. En una concesión estratégica sumamente significativa, GB cedió pacíficamente la supremacía a los EEUU.
Los nuevos aires democráticos que supuso para GB la llegada al gobierno del Partido Laborista no hicieron más que reforzar ese impulso. Los dos gabinetes laboristas presididos por Ramsay MacDonald, en 1924 y en 1929-1931, tuvieron una orientación decididamente atlantista. Pero, sin embargo, pese a esa conformidad global, los insurgentes tendrían su oportunidad, lo que nos lleva de nuevo a la cuestión esencial planteada por los historiadores de la crisis hegemónica, ¿Por qué las Potencias Centrales perdieron el control de las cosas de una manera tan espectacular?.
La respuesta hay que buscarla en la falta de cooperación de EEUU con los intentos llevados a cabo por franceses, británicos, alemanes y japoneses de estabilizar una economía mundial viable y establecer nuevas instituciones de seguridad colectiva. Una solución conjunta para el doble problema de la economía y la seguridad era a todas luces imprescindible para escapar del callejón sin salida en el que había llegado la época de las rivalidades imperialistas. Todos eran conscientes de dicha necesidad, pero lo que era igualmente evidente es que solo los EEUU podía sustentar un nuevo orden semejante. Subrayar la responsabilidad de EEUU en este sentido no significa retomar el relato simplista del aislacionismo norteamericano, pero sí que debemos fijar insistentemente toda la atención en EEUU (R. Boyce, “The Great Interwar Crisis and the Collapse of Globalization” – Londres, 2009). ¿Cómo puede explicarse la retinencia de los norteamericanos a enfrentarse a los desafíos planteados al término de la PGM?. Es este el punto en el que hay que completar la síntesis de las dos interpretaciones, la del “Continente Tenebroso” y la del “fracaso hegemónico”.
Contestar a esa pregunta, no es solo reconocer la situación de novedad total que tuvo que hacer frente los EEUU, sino el reconocer que la entrada de los EEUU en la modernidad no fue fácil, sino fue un proceso violento, y ambiguo como la de cualquier otro país del sistema mundial. Del esfuerzo por reconciliarse con esa dolorosa experiencia decimonónica surgió una ideología compartida por los dos partidos políticos norteamericanos, a saber, el excepcionalísimo. En una época de nacionalismo desbocado, el problema no era la creencia de los norteamericanos en el destino excepcional de su nación, lo que resulta sorprendente al término de la PGM es hasta qué punto salió reforzado el excepcionalísimo norteamericano, manifestándose con más estridencia que nunca, precisamente en un momento en el que el resto de los principales estados del mundo empezaban a reconocer que su situación era de interdependencia y relatividad.
Este concepto de que Norteamérica desempeña un papel ejemplar, concedido por la gracia de Dios, es el que se quiso imponer al resto del mundo. Cuando el concepto norteamericano de finalidad providencial se conjugó con un enorme poder, como sucedió después de 1945, se convirtió en una fuerza realmente transformadora. En 1918, los elementos básicos de ese poder ya existían, pero no fueron articulados ni por la administración Wilson ni por la de sus sucesores. Así, pues la cuestión vuelve a plantearse de una forma nueva, ¿Por qué la ideología excepcionalista de comienzos del s. XX no se vio respaldada por una gran estrategia efectiva?.
Es ya un tópico, en las historias europeas, presentar los comienzos del s. XX como la irrupción de la modernidad norteamericana en la escena mundial, al tener que hacer frente a un cambio verdaderamente radical, los norteamericanos se aferraron a una Constitución que a finales del s. XIX ya era la estructura republicana más añeja que había en activo. Esta Constitución, como señalaban los muchos detractores que tenía en su propio país, no se ajustaba por muchas razones a las demandas del mundo moderno. El gobierno federal de los EEUU era rudimentario, sobre todo comparado con el “gran gobierno” que a partir de 1945 actuaría con tanta eficacia como sostén de la hegemonía global. La modernización de la estructura del gobierno interno norteamericano fue una labor que los progresistas de todas las tendencias políticas habían decidido emprender al término de la guerra de Secesión, y fue una de las principales misiones de la administración Wilson. La política de paz que desarrolló hasta la primavera de 1917 fue fruto de un esfuerzo desesperado por aislar su programa de reformas nacionales de las violentas pasiones políticas y de los dolorosos trastornos sociales y económicos de la guerra, pero fue un absoluto fracaso su intento de remodelación del gobierno norteamericano. Consecuencia de todo ello fue no solo que se desbarató el Tratado de Paz de Versalles, sino que además se precipitó una crisis económica verdaderamente espectacular, la depresión mundial de 1920, tal vez el acontecimiento más infravalorado de la historia del s. XX.
Si tenemos en cuenta estos rasgos de la Constitución y la política económica norteamericanas, podemos ver la ideología del excepcionalísimo bajo un prisma más benévolo, dicho excepcionalísimo lo que escondía era el reconocimiento de un desequilibrio radical existente entre los desafíos internacionales de las primeras décadas del s. XX, nunca vistos hasta entonces, y la capacidad especialmente limitada del estado que debía hacerles frente. La ideología excepcionalista llevaba consigo el recuerdo del poco tiempo transcurrido desde el fin de una guerra civil que había dividido el país en dos, de lo heterogénea que era su composición étnica y cultural, y de la facilidad con la que la debilidad inherente a una Constitución republicana podía degenerar en un estancamiento o en una crisis en toda regla. Tras el deseo de guardar las distancias con las fuerzas violentas en Europa o Asia, se escondía el reconocimiento de las limitaciones de lo que en realidad era capaz de hacer la república norteamericana a pesar de sus fabulosas riquezas y poder económico.
No es una casualidad que Wilson describiera sus objetivos en términos defensivos, como, por ejemplo, el de construir un mundo seguro para la democracia. No es una casualidad que la “normalidad” fuera el eslogan definitorio de los años veinte. La presión que todo aquello ejerció en los que querían contribuir al proyecto de una “organización mundial” será el hilo conductor del libro de Adam Tooze, un hilo que conecta el mes de enero de 1917, el momento en que Wilson intentó poner fin a la guerra más desastrosa de la historia con una propuesta de paz sin victoria, catorce años después, cuando la devastadora crisis de comienzos del s. XX alcanzó a su última víctima, EEUU.
Saludos desde Benidorm.
Me he animado a exponer parte de la introducción del libro de Adam Tooze, "El Diluvio" en cuanto a las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, y sus efectos como una honda expansiva en cuanto a las relaciones internacionales, y especialmente en el papel de los EEUU como factor esencial en el devenir de los hechos que finalmente llevaron a la década violenta de los años 30. Me ha parecido una gran lectura y me ha hecho replantearme puntos de vista que creía claros, y sobre todo, coincido con el autor en la pertinencia de abordar la temática de su libro y enlazarlo con los hechos actuales, ¿por qué Occidente juega tan mal sus bazas?.
La violencia de la Primera Guerra Mundial tuvo un efecto transformador. En 1918, la PGM había hecho que se tambalearan los viejos imperios de Eurasia: el de los Romanov, el de los Habsburgo y el Otomano. China se veía desgarrada por una guerra civil, y a comienzos de los años veinte del siglo pasado, los mapas del este de Europa y de Oriente Medio habían sido trazados de nuevo. De la Gran Guerra nació un nuevo orden que prometía fundamentalmente la reconstrucción de las relaciones entre las grandes potencias, a saber, GB, Francia, Italia, Japón, Alemania, Rusia y Estados Unidos.
El impacto geoestratégico de dicha transferencia de poder fue impresionante. El nuevo orden que estaba a punto de surgir se definiría en gran medida por la presencia ausente de su elemento más determinante: la nueva potencia que era EEUU. Tras la PGM se cimentó un orden basado en dos tratados regionales: el pacto europeo de paz, iniciado en Locarno en octubre de 1925, y los Tratados del Pacífico firmados en la conferencia naval celebrada en Washington en 1921. Dichos acuerdos dieron consistencia a la paz que había quedado incompleta en Versalles en 1919. Venían a rellenar el cheque en blanco que fue la Sociedad de Naciones.
Para muchos este nuevo panorama era motivo de alegría, pero no para otros, principalmente en Alemania y en la naciente URSS, ya que constituía una amenaza para la memoria histórica. Superficialmente podría parecer que los acuerdos de paz de 1919 fomentaban la lógica de la autodeterminación soberana surgida en la historia de Europa a finales de la Edad Media. En el s. XIX dicha lógica había inspirado la formación de nuevas naciones – estado en los Balcanes, así como la unificación de Italia y de Alemania. Y había culminado en el desmoronamiento de los imperios otomanos, ruso y Austrohúngaro, pero aunque hubo proliferación de soberanías también se vaciaron de contenido. La Gran Guerra debilitó a todos los combatientes europeos de manera irreversible, incluso a los más fuertes y también a los que se alzaron con la victoria.
En 1919 Francia podía celebrar su triunfo sobre Alemania, pero lo cierto es que dicha guerra puso fin a las pretensiones de Francia de ser una potencia de rango internacional. En sólo 18 años Alemania de exigir un lugar destacado en el escenario mundial pasó a pleitear con Polonia por las fronteras de Silesia; para Italia la guerra la situó en el espejo de la mediocridad, e incluso el claro vencedor europeo como GB no logró imponerse como una potencia europea, sino como la cabeza de un imperio global. Los tiempos de GB como potencia europea se acabaron. En una era de poder mundial, la posición de Europa en términos políticos, militares y económicos había quedado irreversiblemente limitada.
La única nación que, aparentemente, había salido de la guerra incólume y mucho más poderosa había sido los EEUU, dicha sensación de superioridad respecto a Europa llevó a un analista tan irónico como Trostky a señalar que tenía la impresión de que la “Europa balcanizada” se encontraba, “con respecto a EEUU, en la misma posición” que otrora habían ocupado los países del sureste de Europa en relación con París y Londres durante los años anteriores a la Gran Guerra (L. Trotsky, “Is the eslonga “The United States of Europe” a Timely One?”, http://www.marxists.org/archive/Trostky ... -2/25b.htm).
A lo largo de los gobiernos de los años veinte, GB se enfrentó al hecho de que los EEUU constituían una potencia completamente distinta a todas las demás. Se había convertido, casi de repente, en un nuevo tipo de superestado ejerciendo su veto en los asuntos financieros y de seguridad nacional de los otros grandes estados del mundo. Estudiar y comprender la aparición de este nuevo orden constituye un objetivo de gran importancia histórica y es la línea troncal del libro de Adam Tooze, “El Diluvio”, y no se hace sencillo la lectura por la cantidad de interconexiones de diferentes escenarios diplomáticos debido a la especial forma en que el poder de los norteamericanos se manifestó. A comienzos del s. XX, los líderes de los EEUU no estaban comprometidos con la misión de reafirmar su país como una potencia militar allende los océanos. A menudo ejercían su influencia indirectamente, en forma de fuerza potencial latente, y no como una presencia visible e inmediata. No obstante, su dominio era muy real.
La lucha del resto del mundo para adaptarse a la nueva centralidad norteamericana, es lo que ha marcado buena parte del s. XX. Fue una lucha siempre multidimensional, esto es, económica, militar y política. Una lucha que comenzó durante la propia guerra y que se prolongó, una vez acabada la contienda, a lo largo de toda la década de 1920, y a mí, personalmente me ha abierto mucho la comprensión histórica de unos hechos y unos años que consideraba en segundo orden respecto a la Segunda Guerra Mundial, ya que hace entender mejor los orígenes de la Pax Americana que sigue definiendo nuestro mundo en la actualidad. La espectacular escalada de violencia que se desencadenó en las décadas de 1939 y 1940 ponía de manifiesto el tipo de fuerza contra la que creían rebelarse los propios insurgentes.
El factor común que impulsó a Hitler, a Stalin, a los fascistas italianos y a sus homólogos japoneses a emprender una acción tan radical fue precisamente el amenazador potencial que suponía para ellos el futuro dominio de la democracia capitalista norteamericana. Sus enemigos eran a menudo invisibles e intangibles, y a menudo les atribuían unas intenciones conspiratorias que envolvían al mundo en una red de influencias malignas. Evidentemente, semejantes ideas eran en buena parte disparatadas, pero para entender la forma que la política ultra violenta del período de entreguerras se incubó en la PGM y en los años posteriores, tenemos que tomarnos muy en serio esa dialéctica de orden e insurgencia. Nuestra comprensión de movimientos como el fascismo o el comunismo soviético será muy parcial si los normalizamos como expresiones habituales de la corriente racista e imperialista de la historia moderna de Europa, o si contamos su historia retrospectivamente desde el vertiginoso momento de los años 1940 – 1942, cuando se imponían victoriosamente en toda Europa y Asia, y el futuro parecía pertenecerles.
Los líderes de la Italia fascista, de la Alemania nacionalsocialista, del Japón Imperial y de la URSS se consideraban a sí mismos insurgentes radicales contra un orden mundial opresivo y poderoso. Al margen de las bravuconerías de la década de 1930, básicamente lo que pensaban de las Potencias Occidentales no era que eran débiles sino perezosas e hipócritas, sabían del poder de las Potencias Occidentales que habían aplastado al imperio alemán y que amenazaban con perpetuar un status quo. Prevenir dicha visión opresiva para los países insurgentes es la historia de entreguerras, y requirió un tremendo esfuerzo a los países insurgentes acompañado de un enorme peligro. Es la historia de Europa y del Mundo entre 1916 y 1931.
¿Cuáles eran los elementos fundamentales sobre lo que se sostenía ese nuevo orden que parecía tan opresivo a sus enemigos potenciales? El nuevo orden tenía tres elementos principales; autoridad moral, un poder militar que lo respaldaba y supremacía económica. Puede que la PGM, empezara como un choque de imperios, la típica guerra entre potencias, pero terminó convertida en un conflicto con una carga moral y política mucho mayor; con la victoria de una coalición que se autoproclamaba adalid de una cruzada en pro de un orden mundial (Para ver los objetivos políticos de cada Potencia en la PGM, veáse H. Strachan, The First World War (Londres, 2003). Encabezada por un presidente norteamericano, la “guerra para acabar con todas las guerras” se desarrolló y se ganó para defender el imperio del derecho internacional y acabar con la autocracia y el militarismo.
Lo cierto es que esa moralización y esa politización de los asuntos internacionales fueron una apuesta muy arriesgada. Desde los tiempos de las guerras de religión del siglo XVII, la interpretación convencional de lo que era la política y el derecho internacionales había levantado un muro entre la política exterior y política interior. La moralidad de la época y las concepciones nacionales de lo que era el derecho no tenían cabida en el mundo de la diplomacia y la guerra de las grandes potencias. Con la apertura de brechas en ese muro, los arquitectos de la nueva “organización mundial” eran bastante conscientes de que jugaban al juego de los revolucionarios.
El cambio de régimen se había convertido en una condición previa para entablar cualquier negociación de un armisticio. Esa exigencia no se conocía en el pasado, Versalles criminalizó al Káiser, culpándolo de la guerra. Wilson y la Entente dictaron una sentencia de muerte contra el imperio otomano y el de los Habsburgo, pero ¿qué daba a la Entente el derecho a dictar leyes morales de esa forma, a imponer un nuevo orden internacional?, ¿acaso la declaración de una paz perpetua no implicaba un compromiso profundamente conservador de mantener un statuo quo, independientemente de su legitimidad?. Estar en el bando de GB, Francia o EEUU podría resultar fácil, pero qué ocurriría – como se preguntaba un historiador alemán - cuando uno se encontraba entre los que no tenían voz ni voto, entre las castas inferiores del nuevo orden?. (F. Meinecke, Machiavellism: The Doctrine of Raison d`État and its place in Modern History, trad. Ing. De Douglas Scott (New Haven, CT, 1957), p. 432.).
Para los conservadores la única respuesta satisfactoria era viajar hacia atrás en el tiempo, exigían que el tren liberal de la organización internacional moralista cambiara de dirección y que los asuntos internacionales volvieran a la visión idealizada de un ius publicum europaeum en el que los participantes de las potencias europeas convivían unos con otros en una anarquía sin reprobaciones ni jerarquías (C. Schmitt, The Nomos of the Eart in the International Law of the Jus Publicum Europaeum – Nueva York, 2006). Esa era una visión mítica de la historia, que poco tuvo que ver con lo que ocurría en el s. XVIII, y XIX.
Ese fue la profunda carga de profundidad que llevaba implícito el mensaje de Bethmann-Hollweg al Reichstag en la primavera de 1916. Una vez terminada la PGM no habría vuelta atrás, el reloj no se podía parar, y nació o pretendió nacer un nuevo orden internacional, una era de un nuevo tipo de conformidad. La otra cara de la moneda, era la insurgencia, personificada inmediatamente después de la guerra por Benito Mussolini.
En vez de un regreso a un Ancien Régime imaginario, Mussolini ofrecía la promesa de una escalada mayor de las tensiones. Lo que volvió a levantar cabeza con esta politización de los asuntos internacionales fue el tipo de conflicto irreconciliable de valores que había hecho de las guerras de religión del s. XVII unos enfrentamientos tan violentos y mortíferos. En vista de los horrores que había acarreado la PGM, o bien reinaba una paz perpetúa o bien estallaba una guerra todavía más radical. Ese riesgo no sólo se basaba en un choque de ideologías o resentimientos, sino dependerían de la plausibilidad del orden moral que se pretendía imponer, de las posibilidades que tuviera de ganarse la aceptación general por méritos propios, y de las fuerzas congregadas para mantenerlo.
A partir de 1945, durante la guerra fría global entre los EEUU y la URSS, el mundo sería testigo de la lógica de la confrontación llevada a sus máximos extremos. Dos coaliciones globales, proclamando con absoluto aplomo ideologías contrapuestas, provistas las dos de grandes arsenales nucleares amenazaron a la humanidad con una extinción similar a los dinosaurios. Hay un gran número de historiadores que quieren ver los años 1918 – 1919 un precursor de la guerra fría, con Wilson poniéndose a la defensiva contra Lenin, pero dicha interpretación pasa por alto un hecho: en 1919 no había nada semejante a la simetría imperante en 1945. (A. J. Mayer, Wilson vs Lenin: Political Origins of the New Diplomacy, 1917-1918, NY, 194).
En noviembre de 1918 no solo Alemania estaba de rodillas, sino que también lo estaba Rusia. En 1919, el equilibrio de la política mundial guardaba un parecido mayor con el momento unipolar del año 1989 que con el mundo dividido de 1945. El hecho de que la idea de un reordenamiento del mundo en torno a un único bloque de poder y un conjunto de valores liberales occidentales pareciera una especie de inicio de histórico radical es precisamente lo que convierte el resultado de la Primera Guerra Mundial en algo tan espectacular.
Las potencias Centrales sólo consiguieron imponerse realmente contra Rusia. En el frente Occidental, desde 1914 hasta el verano de 1918, el resultado que obtuvieron fue verdaderamente frustrante, y especialmente por el factor del equilibrio del material militar. A partir del verano de 1916, cuando el ejército británico puso a disposición del campo de batalla europeo una gran línea de abastecimientos que iba de un extremo a otro del Atlántico, sería simplemente una cuestión de tiempo que se lograra revertir cualquier superioridad local alcanzada por las Potencias Centrales.
Se habla mucho del Tratado de Versalles y de su dureza con Alemania y los países perdedores, pero en noviembre de 1921, el llamado Tratado de Washington fue el primer intento de definir un orden global por los norteamericanos en unos términos cuya dureza no tenía precedentes, no había ninguna ambigüedad como en Versalles, ni tampoco ninguna de las tergiversaciones del pacto de la Sociedad de Naciones. Las raciones de poder geoestratégico se fijaron en una proporción de 10, 10, 6, 3, 3, respectivamente en cuanto a la capacidad de poseer acorazados. En la cúspide estaban GB y EEUU, que ostentaban el mismo estatus como únicas potencias verdaderamente globales con una presencia militar en todos los mares. Japón ocupaba el tercer puesto, como potencia de un solo océano, confinada al Pacífico. Francia e Italia fueron relegadas a la costa del Atlántico y del Mediterráneo. Ningún otro estado fue incluido en la balanza, aparte de esos cinco.
La participación de Alemania y Rusia en la conferencia ni siquiera fue tenida en cuenta. Ese fue el resultado, al parecer, de la PGM: un orden internacional que todo lo abarcaba y en el que el poder estratégico era detentado más férreamente de lo que lo detentaron las armas nucleares. Supuso un giro radical en los asuntos internacionales, señaló Trotsky, análogo al que había supuesto la revisión de la cosmología universal emprendida por Copérnico. (L. Trotsky, “Europe and America”, febrero de 1924, http: //marxists.org/archive/Trotsky/1926/02/europe.htm).
La conferencia naval de Washington constituyó una poderosa manifestación de la fuerza que iba a respaldar al nuevo orden internacional, pero en 1921 ya había algunos que se preguntaban si los grandes “castillos de acero” de la era de los acorazados eran realmente las armas del futuro, independientemente de su utilidad militar, los acorazados eran un símbolo del poder global más costosos desde el punto de vista económico, y también los más sofisticados desde el punto de vista tecnológico. Solo los países más ricos podían permitirse el lujo de poseer flotas de combate y operar con ellas. EEUU ni siquiera construyó toda su cuota de naves, bastaba con que todo el mundo fuera consciente de que podía hacerlo si quisiera. La economía era el medio fundamental del poderío norteamericano y la fuerza militar era solo una consecuencia.
En la época de la conferencia naval de Washington de noviembre de 1921, el gobierno británico debía al contribuyente norteamericano cuatro mil quinientos millones de dólares, Francia tres mil quinientos millones e Italia mil ochocientos millones. La balanza de pagos de Japón sufría un grave deterioro y buscaba ansiosamente apoyos a través de J. P. Morgan. Al mismo tiempo, diez millones de ciudadanos soviéticos conseguían sobrevivir gracias a la ayuda norteamericana contra el hambre. Ninguna otra potencia había ejercido antes un dominio económico global semejante. Desde comienzos del s. XIX, el imperio británico había sido la unidad económica más grande del mundo. En 1916, el año de Verdún y del Somme, la producción conjunta del imperio británico se vio superada por la de los EEUU. A partir de entonces, y hasta comienzos del s. XXI, el poder económico norteamericano sería el factor decisivo en la creación del orden mundial.
Un sector historiográfico británico, con Paul Kennedy a la cabeza (Auge y Caida de los Imperios) ha presentado la historia de los s. XIX y XX como un relato de una transición del poder, donde los EEUU heredaron el poder y la hegemonía ostentada anteriormente por los británicos. Es una idea que puede inducir al error por cuanto sugiere una continuidad de los problemas del orden mundial y de los medios para corregirlos. Los problemas del orden mundial que planteó la PGM fueron totalmente distintos de los que había podido surgir anteriormente; ni GB, ni EEUU ni ningún otro país habían tenido que afrontar nunca asuntos de tal envergadura. Pero, por otra parte, el poder económico de los norteamericanos era cualitativa y cuantitativamente muy distinto del que hubiera podido desplegar nunca GB.
La preponderancia económica británica había venido desarrollándose dentro del sistema mundial creado por su propio Imperio, extendiéndose desde el Caribe hasta el Pacífico, expandiéndose a través del libre comercio, los movimientos migratorios y la exportación de capital a lo largo y ancho de una vasta extensión “informal” (J. Darwin, Empire Project: The Rise and Fall of the British World-System, 1830 – 1970, Cambridge, 2009).
El imperio británico creó la matriz para el desarrollo de todas las demás economías que a finales del s. XIX constituían la frontera en constante avance de la globalización. Enfrentados a la aparición de importantes competidores nacionales, algunos técnicos del imperio, defensores de una GB todavía más grande, empezaron a ejercer presión para conseguir que ese conglomerado heterogéneo pasara a formar un único bloque económico cerrado. Pero gracias a la arraigada cultura británica del libre comercio, el imperio solo adoptaría un sistema arancelario preferencial en medio del desastre que supuso la Gran Depresión. EEUU, y no el imperio británico, representaba todo lo que anhelaban los paladines de la preferencia imperial. Empezaron siendo un conjunto heterogéneo de asentamientos coloniales que a comienzos del s. XIX habían evolucionado hasta convertirse en un imperio en expansión y sumamente integrador. A diferencia del imperio británico, la República Norteamericana pretendía que sus nuevos territorios del oeste y del sur quedaran plenamente incorporados a su Constitución federal.
Dada la división existente en las bases originales de su Constitución del s. XVIII entre el norte abolicionista y el sur esclavista, este proyecto integrador estuvo lleno de peligros. En 1861, apenas un siglo después de su nacimiento, la política en rápida expansión de EEUU desembocó en una guerra civil terrible. Fue su Guerra Mundial en cuanto a bajas. Cuatro años más tarde, la Unión había podido ser preservada, pero a un precio similar al que tendrían que pagar posteriormente los principales países beligerantes de la PGM. Apenas 50 años después, en 1914, la clase política norteamericana estaba formada por hombres cuya infancia se había visto marcada por aquel espantoso recuerdo de derramamiento de sangre. Lo que estaba en juego en la política de paz de la Casa Blanca de Wilson solo puede comprenderse si somos conscientes de que el vigesimoctavo presidente de los EEUU dirigía el primer gabinete de demócratas sureños que gobernaba el país desde la guerra de Secesión. Las críticas que se suelen hacer a los EEUU respecto a su política exterior post-Versalles deberían tener presente el recuerdo de sus bajas en su guerra civil.
Los EEUU se habían forjado a sí mismo a un precio terrible y se habían convertido en algo desconocido hasta ese momento. Ya no era el imperio voraz y expansivo que querían extenderse hacia el oeste, pero tampoco era el ideal neoclásico de “ciudad asentada sobre un monte” de Thomas Jefferson. Eran una república federal perfectamente consolidada y de tamaño continental, un estado – nación de proporciones descomunales. Entre 1865 y 1914, beneficiándose de los mercados y de las redes de transportes y de comunicación del sistema británico en el mundo, la economía nacional de EEUU creció con más rapidez que cualquier otra economía hasta entonces. Desde su posición privilegiada en las costas de los dos océanos más grandes del mundo, tenía la pretensión y la capacidad singular de ejercer una influencia global. No fue una simple sucesión de la hegemonía británica a la norteamericana, fue un cambio de paradigma, que coincidió con la adopción por parte de EEUU de una visión peculiar del orden mundial.
Tras haberse formado como un estado-nación de alcance global mediante un proceso de expansión agresivo y de envergadura continental, pero que había evitado entrar en conflicto con otras potencias, Norteamérica, adoptó una postura estratégica muy distinta de las de otras potencias más antiguas como GB o Francia, y de la de los países convertidos en competidores recién llegados, como Alemania, Japón o Italia. Mientras hacía su aparición en la escena mundial a finales del s. XIX, EEUU se dio cuenta de que su interés consistía en poder fin a la intensa rivalidad internacional que desde la década de 1870 venía determinando una nueva era de imperialismo global. Es cierto que en 1898 la clase política norteamericana vivió con emoción su peculiar incursión en el ámbito de la expansión ultramarina durante la guerra de Cuba contra España, pero tras enfrentarse a la realidad del dominio imperial en Filipinas, dicho entusiasmo pronto se desvaneció y se impuso una lógica estratégica más fundamental.
EEUU no podía estar separado del mundo del s. XX, el afán de construir una gran armada sería el eje principal de la estrategia militar norteamericana hasta la aparición del concepto de fuerza aérea estratégica. EEUU se aseguraría de que sus vecinos del Caribe y de Centroamérica permanecieran en orden, manteniendo vigente la Doctrina Monroe, esto es, proteger el hemisferio occidental de cualquier intervención extranjera. Había que prohibir el acceso a otras potencias. EEUU podría tener bases y puestos militares donde proyectar su poder, pero de lo que sin duda podía prescindir era de un popurrí de posesiones coloniales problemáticas. En este punto tan simple como importante radicada la diferencia fundamental entre EEUU continental y el llamado “imperialismo liberal” de GB.
La verdadera lógica del poder norteamericano se puso claramente de manifiesto entre 1899 y 1902 en las tres “Notas” con las que el secretario de Estado John Hay marcó por primera vez la llamada política de “Puertas abiertas” como base de un nuevo orden internacional y proponían un principio engañosamente simple: igualdad de acceso a mercancías y a capital. Pero es importante tener claro qué no eran. Las Puertas Abiertas no constituían un llamamiento al libre comercio, los EEUU eran claramente proteccionistas y no venían con buenos ojos la competencia en sí misma. Una vez abiertas las puertas, sí creían que sus exportadores y banqueros barrerían a sus rivales, pero los EEUU no tenían interés en desestabilizar la jerarquía racial imperial ni su segregacionismo global basado en el color de la piel. El comercio y las inversiones económicas requerían orden, no revolución.
Hacia lo que iba dirigido la estrategia norteamericana era hacia la supresión del imperialismo, entendido no ya como expansión colonial productiva o como dominio racial, sino como la rivalidad “egoísta” y violenta de Francia, GB, Alemania, Italia, Rusia y Japón, que amenazaban con dividir un único mundo en esferas segmentadas de influencia. Se trataba de un programa de política exterior antimilitarista y post-imperialista destinado a un país convencido de su influencia global desde la distancia valiéndose de los medios propios del poder blando, como por ejemplo, la economía y la ideología (V. Grazia, Irresistible Empire: America`s Advance Through Twentieth-Century Europe (Cambridge, MA, 2005).
Lo que no explicó Wilson era cómo lograr dicho objetivo. Cuando Wilson puso a su país en el primer plano de la política mundial en 1916, su objetivo no era asegurarse de que la Gran Guerra la ganara el bando correcto, sino que ninguna de las partes en conflicto se alzara con la victoria, solo una “paz sin victoria”, el objetivo anunciado en un discurso sin precedentes pronunciado ante el Senado en enero de 1917, podía garantizar que EEUU se convirtiera en el verdadero árbitro indiscutible de los asuntos internacionales. El libro de Adam Tooze incide y demuestra que, a pesar del fracaso de esa política, y a pesar de la participación a regañadientes de los EEUU en la PGM, ese seguirá siendo el objetivo fundamental de Wilson y sus sucesores hasta bien entrada la década de 1930. Y es aquí donde podemos plantear la - siguiente cuestión: ¿Por qué las cosas salieron tan rematadamente mal, si EEUU tenía la intención de establecer un mundo de Puertas Abiertas y contaba con formidables recursos para alcanzar su objetivo?.
El historiador E. Hobsbawm, en su libro Age of Extremes, ofrece la visión clásica del descarrilamiento del liberalismo en el periodo de entreguerras, pero Tooze da un paso más fijando su aspecto en cuestiones como ¿hasta qué punto los vencedores impusieron realmente su dominio en la PGM encabezados por GB y EEUU?. En vista de lo ocurrido en la década de los años 30 es un asunto que suele olvidarse con facilidad. Antes de que se produjera el fracaso de la conferencia de paz de Versalles, ya había voces que la pronosticaban, presentaban a Wilson como un héroe trágico, como un hombre que trataba en vano de liberarse de las maquinaciones del “Viejo Mundo”. Dicha distinción era fundamental para su argumentación, pero al final, Wilson sucumbió ante las fuerzas de ese Viejo Mundo con los imperialistas británicos y franceses a la cabeza. El resultado fue una paz “mala” que, en su momento fue repudiada en el Senado y buena parte de la opinión pública. La acción de retaguardia emprendida por el viejo orden no solo bloqueó el camino hacia la reforma, sino que, con ello, abrió las puertas a una serie de demonios políticos todavía más violentos. De repente Wilson se vio enfrentado a Lenin en un anticipo de guerra fría.
El fantasma del comunismo animó a su vez a la extrema derecha. Primero en Italia y luego a largo plazo y ancho del viejo continente, y de manera más espectacular en Alemania, el fascismo se puso en primer plano. La violencia y un discurso cada vez más radicalizado y antisemita durante el período de crisis de 1917 – 1921 fuero un inquietante presagio de los horrores aún mayores que se vivirían en los años 40. De este desastre el único responsable era realmente el “Continente Tenebroso”, la llamada “Europa Negra” en palabras del historiador M. Mazower.
Es un argumento poderoso en la historiografía y tuvo gran importancia porque llegó a marcar parte de la política que había de seguirse a partir del inicio del s. XX por los EEUU, las posturas de los gobiernos de Wilson y sus sucesores republicanos hasta Hoover se vieron marcadamente modeladas por esa percepción de la historia de Europa y de Japón. Es un relato crítico, no sólo atractivo para los norteamericanos sino para parte de los europeos, ya que a los radicales liberales, a los socialistas y a los socialdemócratas de GB, Francia, Italia y Japón, Wilson les proporcionó muchos argumentos para que pudieran utilizarlos en sus países contra sus adversarios políticos. Pero fue en realidad durante la PGM y los años posteriores cuando Europa al mirarse en el espejo norteamericano se dio cuenta de su debilidad y atraso, una consideración que se impondría con más fuerza aún después de 1945.
Pero esta visión histórica de un Continente Tenebroso que se resistía violentamente a las fuerzas del progreso histórico esconde peligros para los historiadores. El desolador fracaso del wilsonianismo ha dejado huella. La interpretación wilsoniana de la historia del período de entreguerras satura por casi completo las fuentes históricas.
Efectivamente se produjo un cambio de paradigma fundamental en los asuntos internacionales, y los términos de esa traslación eran dictados por los EEUU, con GB actuando voluntariamente como ayudante. Si entre bambalinas había una dialéctica de radicalización que iba a abrir de par en par las puertas de la historia a la insurgencia extremista era algo que, al menos hasta 1929 no estaba claro. Fue necesario una segunda crisis, como la Gran Depresión para desencadenar la avalancha de insurgencias. En cuanto los extremistas vieron la oportunidad, fue precisamente la idea de que estaban enfrentándose a unos adversarios poderosos lo que avivó la violencia y la energía mortífera de su ataque contra el orden de posguerra.
Hay otra corriente histórica interpretativa del desastre del periodo de entreguerras que es la escuela de la “crisis de la hegemonía” ( P. Kindleberger, The World in Depression: 1929 – 1939. Berkeley, CA, 1973; R. Gilpin, “The Theory of Hegemonic War”, The Journal of Interdisciplinary History 18 nº 4 (primavera de 1988), pp. 591 – 613). Dicha escuela se pregunta no ya por qué encontró resistencia la principal iniciativa del poder norteamericano sino por qué no se impusieron los vencedores, los que ostentaban una preponderancia de poder justo al término de la Gran Guerra. Al fin y al cabo, su superioridad no era imaginaria. Su victoria en 1918 no fue casualidad. En 1945, una coalición similar de fuerzas infligiría una derrota todavía más contundente a Italia, Alemania y Japón. Es más, a partir de 1945 EEUU, dentro de su esfera de influencia, procedió a organizar un orden político y económico sumamente satisfactorio y eficaz (J. Ikenberry, After Victory: Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order after Major Wars (Princeton, NJ, 2001). Así, ¿qué salió mal después de 1918?, ¿por qué Occidente no juega mejor sus bazas?, ¿Dónde está la capacidad de dirección y liderazgo?.
Ante estas dos opciones explicativas básicas – la escuela del “Continente Tenebroso” por un lado y la del “fracaso de la hegemonía liberal” por otro – el libro de Adam Tooze ofrece una síntesis, aunque no se limita a mezclar elementos de ambas tendencias, sino abrir el debate histórico, la argumentación histórica a una tercera posibilidad o cuestión, y es que ambas escuelas tienden a ignorar la novedad radical de la situación a la que se enfrentaron los líderes del mundo a comienzos del s. XX.
Este punto débil está implícito en la tosca dicotomía “Nuevo Mundo, Viejo Mundo” establecida por la interpretación del Continente Tenebroso, que atribuye la novedad, la apertura y el progreso a las fuerzas externas, ya sean los EEUU o la URSS revolucionaria, y se identifica al imperialismo como reminiscencia del Viejo Mundo o un Antiguo Régimen, una época que en algunos casos se considera que se remonta a los tiempos del absolutismo. Los desastres del s. XX son atribuidos a la herencia o al peso del pasado. El modelo de la crisis de la hegemonía, tal vez, interpreten la crisis del periodo de entreguerras de manera distinta, pero resulta incluso más dramática en su recorrido y no valora correctamente en reconocer que los primeros años del s. XX probablemente fueran, en realidad, una época de verdaderas novedades.
Las versiones más drásticas han interpretado que la economía mundial capitalista ha dependido – desde sus comienzos en el s. XVI – de un poder central estabilizador, ya fuera el de las ciudades – estado italianas, el de la monarquía de los Austrias, el de la República Holandesa o el de la Marian Real de la Inglaterra Victoriana. Los intervalos que marcaron el paso de una hegemonía a otra fueron invariablemente período de crisis. La crisis del periodo de entreguerras no fue más que el último de esos hiatos, el intervalo del paso de la hegemonía británica a la hegemonía norteamericana.
Pero, como observaron rápidamente, los observadores de la época, la intensa competición “política mundial” en la que se enzarzaron las grandes potencias a finales s. XIX no era un sistema estable de rancio abolengo (J. Hobson, Imperialismo: un Estudio). No venía avalada por una tradición dinástica ni por una estabilidad natural intrínseca. Era explosiva, y peligrosas, y en 1914 apenas tenía unas pocas décadas de antigüedad. Lejos de pertenecer al léxico de un Antiguo Régimen, el término imperialismo era un neologismo cuyo uso solo empezó a extenderse a partir más o menos del año 1900. Venía a mostrar una perspectiva nueva de un fenómeno también nuevo: la remodelación de la estructura política de todo el planeta bajo unas condiciones de competición totalmente desinhibida en el campo militar, económico, político y cultural. Así pues, los dos modelos, el del “Continente Tenebroso”, y el del “fracaso hegemónico” se basan en una premisa errónea. El imperialismo global moderno era una fuerza nueva y radical, no una reliquia del Viejo Mundo. Análogamente, el problema que suponía establecer un orden mundial hegemónico “después del imperialismo” no tenía precedente.
La envergadura del problema del orden mundial en su forma moderna se le vino encima por primera vez a GB en las últimas décadas del s. XIX, cuando su enorme sistema imperial tuvo que enfrentarse a desafíos provenientes del centro de Europa, del Mediterráneo, de Oriente Próximo, del subcontinente indio, de la enorme extensión de Rusia y de Asia central y oriental. Fue el sistema mundial de GB el que había unido todos esos teatros de operaciones, y el que condujo a la sincronía global de sus respectivas crisis. La Gran Guerra dejó debilitada a GB para ni siquiera controlar las previsibles crisis que se le presentarían, y dejó un legado económico y político global completamente nuevo, pero sin un modelo histórico de hegemonía mundial con el que arreglarlo. Nunca se había visto la historia imperial británica tan envuelta en la historia mundial – y viceversa – en un enredo que se prolongó forzosamente durante el período de entreguerras, y pusieron a la vista de todo el mundo los límites de la capacidad hegemónica de GB. Sólo había una potencia, si acaso, capaz de desempeñar ese papel, un papel por lo demás nuevo, que ninguna nación se había atrevido nunca a desempeñar en serio: EEUU.
Cuando Wilson fue a Europa en 1918, la extensión del desorden al que se enfrentaban las principales potencias una vez acabada la PGM era tremenda. A lo largo y ancho de Eurasia, la guerra había creado un vacío sin precedentes. De los antiguos imperios, solo el de China y el de Rusia sobrevivirían. El estado soviético fue el primero en recuperarse. La amenaza de la revolución bolchevique ha sido utilizada como un bálsamo exculpatorio por las derechas conservadoras, aunque sin duda presente en las mentes de los conservadores de todo el mundo a partir de 1918, pero se trataba de un temor a la guerra civil y al desorden anárquico, y era en gran medida una amenaza fantasma. No era en absoluto comparable con la abrumadora presencia militar del Ejército rojo de Stalin en 1945, ni siquiera con la influencia estratégica de la Rusia zarista antes de 1914. El régimen de Lenin sobrevivió a la revolución, a la derrota a manos de los alemanes y a la guerra civil, por los pelos. El comunismo se pasó la década de 1920 a la defensiva, y aún cabría discutir que EEUU y la URSS estuvieran en condiciones de igualdad en 1945, pero una generación antes, tratar a Wilson y a Lenin como iguales implica no reconocer uno de los rasgos realmente determinantes de la situación: el dramático derrumbamiento del poder de Rusia. En 1920 Rusia parecía tan débil que la República Polaca con apenas dos años de existencia, decidió que había llegado la hora de emprender una invasión. El ER fue suficientemente fuerte para repeler el ataque, pero cuando atacaron hacia el oeste, sufrieron una derrota aplastante a las puertas de Varsovia. El contraste con la época del pacto entre Hitler y Stalin y los tiempos de la guerra fría difícilmente puede ser más acusado.
Dado el sorprendente vacío de poder reinante en toda Eurasia, desde Pekín hasta el Báltico, no es raro que los exponentes más agresivos del imperialismo en Japón, Alemania, GB e Italia vieran una oportunidad de oro. Pero por violentas que fueran las declaraciones y sus discursos bélicos no podemos dejar de reconocer que hasta personajes como Ludendorff no se dejaban engañar pensando que sus grandiosos proyectos de remodelación total de Eurasia eran una expresión de la política tradicional. Justificaban la envergadura de sus ambiciones aduciendo precisamente que el mundo estaba cambiando y entrando en una nueva fase radical, hombres como Ludendorff, Gotó Shinpei en Japón, no eran exponentes de ningún tipo de “Antiguo Régimen”. A menudo se mostraron sumamente críticos con los tradicionalistas que, en nombre del equilibrio y la legitimidad, no se atrevían a aprovechar la oportunidad histórica. Lejos de ser típicos exponentes del Viejo Mundo, los adversarios más violentos del nuevo orden mundial liberal eran innovadores futuristas.
Aunque Wilson fue derrotado, también es cierto que los imperialistas fueron superados, dado que incluso antes de la guerra cualquier programa de expansión verdaderamente grandioso se había quedado expuesto claramente ante todos. Los imperialistas japoneses protestaban por la tibieza de su gobierno ante China, y aunque los británicos fueron los que más éxito tuvieron en su expansión por Oriente Medio fue la excepción que confirma la regla. En medio de las rivalidades con los franceses, la región entera quedó sumida en el caos y fueron la PGM y sus consecuencias en Oriente Medio la rémora estratégica que sigue constituyendo Oriente Medio hoy en día. Pero para GB, la principal línea o política a seguir fue la de la retirada, la autonomía y el autogobierno, a regañadientes pero inequívocamente iban en esa dirección.
Los antiguos imperialistas estaban llegando a la conclusión de que debían buscar nuevas estrategias apropiadas para los nuevos tiempos, después de una época de imperialismo, hombres como Stresemann llevaron a Alemania a una nueva relación de cooperación con las potencias de la Entente y con EEUU; el ministro de exteriores Austen Chamberlain, compartió con Stresemann el premio Nóbel de la Paz, por sus esfuerzos en alcanzar un acuerdo satisfactorio que garantizara la paz en Europa. El tercer premiado con el Nobel de la Paz fue Briand, por su participación en el pacto de Locarno, antiguo socialista y que dio nombre al pacto, firmado en 1928, que condenaba la guerra como medio de solución de problemas internacionales. Todos ellos volvieron su mirada hacia los EEUU, como elemento clave para el establecimiento de un nuevo orden. Estos individuos fueron a menudo exponentes ambiguos del cambio, divididos entre su apego personal a las viejas formas de hacer política y lo que, a su juicio, eran los imperativos de una nueva era.
Resulta tentador identificar la nueva atmósfera de los años veinte con la “sociedad civil”, con el sinfín de ONG internacionalistas y pacifistas que surgieron al término de la PGM, aunque la tendencia a identificar una empresa ética innovadora con las asociaciones internacionales en pro de la paz reafirman los estereotipos más habituales que hablan de la persistencia recalcitrante de los impulsos imperialistas en el corazón mismo del poder. El libro de Adam Tooze sitúa el cambio en los cálculos de poder dentro de la propia maquinaria del gobierno, no fuera de ella, en la interacción entre fuerza militar, economía y diplomacia. En este sentido el caso más evidente fue el de Francia, la más difamada de las potencias del Viejo Mundo. A partir, de 1916, París, en vez de seguir siendo presa de viejos rencores, se puso por objetivo forzar una nueva alianza atlántica, orientada a Occidente, con GB y EEUU. Se liberaría así de los odiosos vínculos con la autocracia zarista en los que había venido basándose desde finales s. XIX a cambio de una dudosa promesa de seguridad. La búsqueda de dicha alianza atlántica se convirtió en la nueva preocupación de la política francesa que a partir de 1917 unión a personajes como Clemenceau y Poincaré.
En Alemania dominaba la escena la figura de Gustav Stresemann, el gran estadista del período de estabilización de la República de Weimar. Y a partir de la grave crisis del Ruhr en 1923, Stresemann desempeñaría indudablemente un papel trascendental en el establecimiento de una orientación pro occidental en su país, la fuerza política que sostuvo todas sus iniciativas fue una coalición parlamentaria de amplia base con la que al principio Stresemann había estado en franco desacuerdo. Las tres formaciones que integraban dicha coalición, los socialdemócratas, los democristianos y los liberales progresistas eran las tres principales fuerzas democráticas del Reichstag de preguerra, y lo que les unió en junio de 1917 bajo del liderazgo de Erzberger fue la desastrosa campaña de guerra submarina contra los EEUU. La primera prueba de fuego que tuvo que afrontar su nueva política se produjo ya en el invierno de 1917 – 1918 cuando Lenin pidió la paz, y la coalición del Reichstag hizo todo lo posible por cambiar la dirección del temerario expansionismo de Ludendorff y modelar la que esperaban que fuera una hegemonía legítima, y por lo tanto, sostenible en el este de Europa. El famoso tratado de Brest-Litovsk adquiere una importancia comparable al Tratado de Versalles, no por su revanchismo, sino porque fue una “buena paz malograda”.
Lo que marcó en Alemania la discusión acerca de la paz victoriosa de Brest-Litovsk es el hecho de que en todo momento pivotó no solo en torno a los asuntos de orden interno, sino también alrededor de su política exterior. Fue la negativa del régimen del Kaiser a cumplir sus promesas de reformas nacionales y a crear una diplomacia viable la que abonó el terreno para los cambios revolucionarios que se producirían en el otoño de 1918.
En este nexo entre política nacional y política exterior, y en la elección entre insurgencia radical y conformidad, hay notables paralelismos a comienzos del s. XX entre la situación de Alemania y la de Japón. Ante la amenaza de una subordinación total a las potencias extranjeras a mediados del s. XX, y obligado a enfrentarse a Rusia, Gran Bretaña, China y EEUU como rivales potenciales, Japón decidió responder tomando la iniciativa y emprendió reformas internas y de agresión al exterior. Esta fue la tendencia más conocida, pero suele olvidarse que dicha política se vio contrarrestada en todo momento por la búsqueda de seguridad mediante la imitación, alianza y cooperación. Ello se consiguió en primer lugar a través de una asociación con GB en 1902 y luego mediante la búsqueda de un modus vivendi estratégico con EEUU. Mientras las potencias Occidentales pudieran controlar el desarrollo de la economía mundial sin involucrarse y asegurar la paz en el este asiático, los liberales japoneses llevarían ventaja, si ese marco se rompía, serían los militaristas imperialistas los que aprovecharan la situación.
El resultado de esta reinterpretación es opuesto al del relato del Continente Tenebroso: la violencia de la Gran Guerra no desembocó, en primera instancia, en el dualismo propio de la guerra fría de dos proyectos contrapuestos, uno norteamericano y otro soviético, ni en la visión igualmente anacrónica de una competición a tres bandas entre la democracia norteamericana, el fascismo y comunismo. Lo que la guerra provocó fue una búsqueda multilateral y policéntrica de estrategias de pacificación y apaciguamiento. Y en esta empresa los cálculos de todas las grandes potencias giraron en torno a un factor clave: EEUU.
Era ese conformismo lo que exasperaba a Hitler, que siempre esperó una alianza entre GB y Alemania para enfrentarse al poder norteamericano, pero pese a la palabrería tory de la década de 1920, no había muchas perspectivas de que se produjera una confrontación angloamericana. En una concesión estratégica sumamente significativa, GB cedió pacíficamente la supremacía a los EEUU.
Los nuevos aires democráticos que supuso para GB la llegada al gobierno del Partido Laborista no hicieron más que reforzar ese impulso. Los dos gabinetes laboristas presididos por Ramsay MacDonald, en 1924 y en 1929-1931, tuvieron una orientación decididamente atlantista. Pero, sin embargo, pese a esa conformidad global, los insurgentes tendrían su oportunidad, lo que nos lleva de nuevo a la cuestión esencial planteada por los historiadores de la crisis hegemónica, ¿Por qué las Potencias Centrales perdieron el control de las cosas de una manera tan espectacular?.
La respuesta hay que buscarla en la falta de cooperación de EEUU con los intentos llevados a cabo por franceses, británicos, alemanes y japoneses de estabilizar una economía mundial viable y establecer nuevas instituciones de seguridad colectiva. Una solución conjunta para el doble problema de la economía y la seguridad era a todas luces imprescindible para escapar del callejón sin salida en el que había llegado la época de las rivalidades imperialistas. Todos eran conscientes de dicha necesidad, pero lo que era igualmente evidente es que solo los EEUU podía sustentar un nuevo orden semejante. Subrayar la responsabilidad de EEUU en este sentido no significa retomar el relato simplista del aislacionismo norteamericano, pero sí que debemos fijar insistentemente toda la atención en EEUU (R. Boyce, “The Great Interwar Crisis and the Collapse of Globalization” – Londres, 2009). ¿Cómo puede explicarse la retinencia de los norteamericanos a enfrentarse a los desafíos planteados al término de la PGM?. Es este el punto en el que hay que completar la síntesis de las dos interpretaciones, la del “Continente Tenebroso” y la del “fracaso hegemónico”.
Contestar a esa pregunta, no es solo reconocer la situación de novedad total que tuvo que hacer frente los EEUU, sino el reconocer que la entrada de los EEUU en la modernidad no fue fácil, sino fue un proceso violento, y ambiguo como la de cualquier otro país del sistema mundial. Del esfuerzo por reconciliarse con esa dolorosa experiencia decimonónica surgió una ideología compartida por los dos partidos políticos norteamericanos, a saber, el excepcionalísimo. En una época de nacionalismo desbocado, el problema no era la creencia de los norteamericanos en el destino excepcional de su nación, lo que resulta sorprendente al término de la PGM es hasta qué punto salió reforzado el excepcionalísimo norteamericano, manifestándose con más estridencia que nunca, precisamente en un momento en el que el resto de los principales estados del mundo empezaban a reconocer que su situación era de interdependencia y relatividad.
Este concepto de que Norteamérica desempeña un papel ejemplar, concedido por la gracia de Dios, es el que se quiso imponer al resto del mundo. Cuando el concepto norteamericano de finalidad providencial se conjugó con un enorme poder, como sucedió después de 1945, se convirtió en una fuerza realmente transformadora. En 1918, los elementos básicos de ese poder ya existían, pero no fueron articulados ni por la administración Wilson ni por la de sus sucesores. Así, pues la cuestión vuelve a plantearse de una forma nueva, ¿Por qué la ideología excepcionalista de comienzos del s. XX no se vio respaldada por una gran estrategia efectiva?.
Es ya un tópico, en las historias europeas, presentar los comienzos del s. XX como la irrupción de la modernidad norteamericana en la escena mundial, al tener que hacer frente a un cambio verdaderamente radical, los norteamericanos se aferraron a una Constitución que a finales del s. XIX ya era la estructura republicana más añeja que había en activo. Esta Constitución, como señalaban los muchos detractores que tenía en su propio país, no se ajustaba por muchas razones a las demandas del mundo moderno. El gobierno federal de los EEUU era rudimentario, sobre todo comparado con el “gran gobierno” que a partir de 1945 actuaría con tanta eficacia como sostén de la hegemonía global. La modernización de la estructura del gobierno interno norteamericano fue una labor que los progresistas de todas las tendencias políticas habían decidido emprender al término de la guerra de Secesión, y fue una de las principales misiones de la administración Wilson. La política de paz que desarrolló hasta la primavera de 1917 fue fruto de un esfuerzo desesperado por aislar su programa de reformas nacionales de las violentas pasiones políticas y de los dolorosos trastornos sociales y económicos de la guerra, pero fue un absoluto fracaso su intento de remodelación del gobierno norteamericano. Consecuencia de todo ello fue no solo que se desbarató el Tratado de Paz de Versalles, sino que además se precipitó una crisis económica verdaderamente espectacular, la depresión mundial de 1920, tal vez el acontecimiento más infravalorado de la historia del s. XX.
Si tenemos en cuenta estos rasgos de la Constitución y la política económica norteamericanas, podemos ver la ideología del excepcionalísimo bajo un prisma más benévolo, dicho excepcionalísimo lo que escondía era el reconocimiento de un desequilibrio radical existente entre los desafíos internacionales de las primeras décadas del s. XX, nunca vistos hasta entonces, y la capacidad especialmente limitada del estado que debía hacerles frente. La ideología excepcionalista llevaba consigo el recuerdo del poco tiempo transcurrido desde el fin de una guerra civil que había dividido el país en dos, de lo heterogénea que era su composición étnica y cultural, y de la facilidad con la que la debilidad inherente a una Constitución republicana podía degenerar en un estancamiento o en una crisis en toda regla. Tras el deseo de guardar las distancias con las fuerzas violentas en Europa o Asia, se escondía el reconocimiento de las limitaciones de lo que en realidad era capaz de hacer la república norteamericana a pesar de sus fabulosas riquezas y poder económico.
No es una casualidad que Wilson describiera sus objetivos en términos defensivos, como, por ejemplo, el de construir un mundo seguro para la democracia. No es una casualidad que la “normalidad” fuera el eslogan definitorio de los años veinte. La presión que todo aquello ejerció en los que querían contribuir al proyecto de una “organización mundial” será el hilo conductor del libro de Adam Tooze, un hilo que conecta el mes de enero de 1917, el momento en que Wilson intentó poner fin a la guerra más desastrosa de la historia con una propuesta de paz sin victoria, catorce años después, cuando la devastadora crisis de comienzos del s. XX alcanzó a su última víctima, EEUU.
Saludos desde Benidorm.